Jóvenes en crisis
No es que los jóvenes vayan a vivir peor; es que ya están viviendo peor
Un informe del Banco de España describe con datos estadísticos el principal problema al que se enfrentan los jóvenes españoles. Están sufriendo las consecuencias acumuladas de dos grandes crisis, la de 2008 y la del coronavirus: precariedad estructural, salarios más bajos y la amenaza de que cualquier despido temporal en las fases tempranas de su desempeño laboral se convierta en paro de larga duración. El banco advierte de un fenómeno alarmante: si hasta la crisis de 2008 se cumplía la regla de que cada generación cobraba salarios más altos que la anterior, como consecuencia lógica de su mejor preparación, a partir de esa fecha los jóvenes perciben sueldos más bajos que sus mayores. Una tendencia que se mantiene durante dos crisis es algo más que coyuntural.
De lo que aquí se trata no es solo de un desequilibrio más o menos acusado del mercado laboral, subsanable con un cambio normativo a medida. La destrucción de las expectativas de empleo de los jóvenes, la frustración de largos y costosos años de estudio y el horizonte de precariedad dominante es un grave peligro social. Atañe al modelo de sociedad que se quiere construir y al puesto que España quiere desempeñar en Europa. Hay que optar entre una estructura económica de servicios, con precariedad permanente y condenada a destruir millones de empleos en cada convulsión del ciclo, o por un tejido industrial fuerte, con empleo estable y una capacidad creciente de incorporar e innovar en tecnología a partir de esfuerzos iniciales de inversión.
La elección no debería ser dudosa. Pero la aportación de los conocimientos de los jóvenes, imprescindible para reorientar la economía, está bloqueada por la inseguridad y el desempleo. España está perdiendo talento a raudales porque los jóvenes preparados se arriesgan con la emigración; los que pueden, huyen del desempleo o el subempleo. Entre 2008 y 2020 se está imponiendo la idea de que la regulación excepcional pensada para salir de la crisis de forma convencional (descenso de rentas, recorte de derechos laborales) tiene que incorporarse para siempre al cuerpo legal. El debate sobre la reforma laboral de Rajoy es prueba de ello, porque se ha convertido en una cuestión bizantina sobre si lo que conviene es derogar “toda” la reforma o solo “los aspectos más lesivos”. Deróguense las normas que facilitan la precariedad, acábese con las prácticas de abuso laboral (como la que ocupa puestos de trabajo fijos con contratos temporales) y llámese como se quiera a lo demás.
El desperdicio de conocimiento que implica la fragilidad de las generaciones más preparadas supone un lastre para la recuperación. No solo porque la sociedad está entrando aceleradamente en una situación de déficit de talento, con efectos destructivos para la productividad y la creación de riqueza, sino porque genera un riesgo de tensión social y de desafección con la democracia que no se puede permitir. Ya no es posible corregir el problema social mediante una cura de balneario. El tratamiento requiere cambios en las leyes educativas, modificaciones en el mercado laboral, una política de empleo juvenil y, lo que suele olvidarse a menudo, una reforma de la estructura empresarial. Con empresas débiles, minúsculas y sin recursos, los esfuerzos educativos o legales caerán en saco roto. No es que los jóvenes vayan a vivir peor que sus predecesores; es que ya lo están haciendo.
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