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Columna
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Provincias

Las grandes murallas desescaladoras impuestas a la metrópolis, artificialmente troceada en tres subzonas sanitarias, se derrumban

Xavier Vidal-Folch
Un paso de cebra entre Hospitalet y Barcelona el pasado lunes.
Un paso de cebra entre Hospitalet y Barcelona el pasado lunes.Albert Garcia (EL PAÍS)

Los vecinos de la calle de la Riera Blanca, acera sur, ahí donde avanza l’Hospitalet, podrán hoy cruzar los 30 metros de calzada que les separan de la acera norte, ahí donde empieza Barcelona. Ciudades vecinas, polos lejanos. Al final de tanta verborrea y geografía patriótica a cuenta de los confines del territorio, las plagas y las patrias, la Generalitat viene a reconocer que Barcelona —la urbe impermeable al neorruralismo— es diferente. Y vuelve a consagrar, aproximadamente, a la provincia como unidad de medida en lo universal.

Así que las grandes murallas desescaladoras impuestas a la metrópolis, artificialmente troceada en tres subzonas sanitarias, Barcelona propiamente dicha, el Area metropolitana Norte e ídem Sur, se derrumban. La ciudad es ciudad, y lo demás, carlismo. Las tres áreas suponen además el grueso de la provincia barcelonesa, de su continuo tejido urbano, como el urdido a lado y lado de la Riera Blanca que circunda el Nou Camp.

O sea que volvemos a la ciudad, que era, en el imaginario oficial, la enemiga de la nación. Y más o menos a la provincia, que era el despliegue del Estado centralista (liberal) frente al (Antiguo) Régimen de los reinos distintos. Quizá la lógica de la tonelada de masa humana por centímetro cuadrado acaba imponiéndose a toda ensoñación de comunidades virginales. Y a las conveniencias de la planificación administrativa: es posible que las regiones sanitarias sean eficaces en planificar el desastre actual, y los que vengan, pero los derrota la pulsión de proximidad de jóvenes y ancianos que cada día se empeñan en cruzar la Riera Blanca en pos de su farmacia o su panadería.

La elefantiasis burocrática de nuestros Gobiernos tan próximos aparece hoy ridícula. El territorio catalán se subdivide en 7 regiones sanitarias; en 5 demarcaciones para servicios sociales; en 9 para los Mossos; en 10, para la educación; en 8 vegueries (las delegaciones de nuestros condes medievales), y en 42 comarcas para que los patriotas taponen a los municipios de izquierdas.

Cualquier compartimentación es buena, aunque confunda al usuario sobre quién le manda —o le sirve— en cada quehacer, mientras no sea la provincia, que es lo propio del Estado opresor. Por eso se montó el cisco a final de abril, cuando el Gobierno organizó la desescalada por fases y... provincias.

Pero volvemos, pues el cómputo provincial es la base del régimen electoral en que el nacionalismo basó su poder. Y eso, tan antinacional, conviene mucho. No se toca en medio siglo.

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