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Columna
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Tanqueros

Toda la historia contemporánea venezolana —y de muchas de nuestras vidas— podría contarse a razón de un tanquero por capítulo

Ibsen Martínez
Trabajadores con banderas de Venezuela e Irán, este lunes, en Puerto Cabello (Venezuela).
Trabajadores con banderas de Venezuela e Irán, este lunes, en Puerto Cabello (Venezuela).EFE

Pienso, por ejemplo, en el Biloxi Queen, uno de los primeros tanqueros de la Standard Oil que, zarpando de Galveston, Texas, llegó a Venezuela en noviembre de 1918, justo en mitad de otra pandemia, la de gripe española, que atacó al país bajo otra dictadura, la del general Juan Vicente Gómez. En Maracaibo los hospitales registraban 50 muertes cada día; cabe suponer que debieron ser muchos más.

Toda la tripulación del Biloxi Queen cayó enferma mientras el buque se hallaba surto en el incipiente terminal de embarque de Puerto Miranda. Muchos marinos murieron allí. Cuatro años más tarde, los ingresos fiscales del país provenientes del petróleo superarán los de todos los demás rubros. El café se tornó cosa del pasado.

La gran huelga de los trabajadores petroleros, en 1936, no solo fue el nacimiento de nuestro sindicalismo: también avivó el germen de los partidos modernos en Venezuela. Un tanquero, el Esso Zenith, varado para reparaciones en la costa oriental del Lago de Maracaibo erizada de torres de perforación, sirvió por un tiempo de cuartelillo clandestino del leninista comité de huelga. Nunca fue detectado por los espías de la dictadura. A esa huelga debió Venezuela la primera legislación laboral digna de ese nombre.

Conservo una foto de mi padre en la cubierta de un tanquero de cabotaje fondeado en el puerto de Guanta, en 1956. La crisis del canal de Suez había disparado los precios del crudo y la dictadura de otro general, Pérez Jiménez, alentaba la exploración petrolera en el oriente del país.

El tanquero se llama Aguada y en la cubierta viaja un vehículo semioruga M3, excedente de guerra, que la petrolera gringa para la que trabaja mi viejo usará en los morichales y las sabanas anegadizas del estado Monagas. Durante la Semana Santa del 57, mi viejo, un geofísico llamado Brendan Doyle y parte de una cuadrilla de prospección sísmica, conocida popularmente como los sancocheros, escaparán en el semioruga y se irán a cazar patos. Acamparán en un sitio llamado Amana del Tamarindo.

Doyle murió trágicamente en 1977, en un célebre accidente aéreo en el que perecieron 580 personas. Un jumbo jet de KLM chocó con otro jumbo de Panam en el aeropuerto de Los Rodeos, en las Islas Canarias. Los Doyle habían ido a la boda de su hija en Ámsterdam y planeaban una temporada en Tenerife antes de regresar a Venezuela. La industria petrolera había sido nacionalizada apenas un año antes por Carlos Andrés Pérez y Doyle pensaba ponerse a tono con los tiempos echando a andar una consultora de servicios geodésicos.

Por vez primera no hubo generales en esta historia jalonada por tanqueros, sino un presidente libremente elegido en elecciones democráticas. Se trató de una transición sin estridencias antiimperialistas: las compañías extranjeras fueron cumplidamente indemnizadas. La medida trajo a los venezolanos una promesa de prosperidad inminente pues todo esto ocurría en mitad del boom de precios que siguió al embargo petrolero contra Occidente, acordado en 1973 por los países de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en represalia por el apoyo brindado a Israel durante la guerra del Kippur, en 1972.

El boom del 73 generó una colosal transferencia de riqueza al elevar los precios de tres a 10 dólares por barril. Solo en el primer año del boom (1973-74), entraron al tesoro venezolano 10.000 millones de dólares, masa de recursos entonces inconcebible para un país de solo 12 millones de habitantes. De Venezuela pudo decirse entonces que era un petroestado en toda regla.

La empresa estatal, Petróleos de Venezuela, llegó a contarse, a fines de los años 90, entre las primeras seis transnacionales del mundo. Su excelencia gerencial y el alcance de sus innovaciones llegaron a hacerse proverbiales. La petronaviera estatal dio, de modo natural, en bautizar con nombres de reinas de belleza sus tanqueros.

Con un palmarés de siete Miss Mundo, seis Miss Universo y ocho Miss International, los gerentes venezolanos tenían de dónde escoger nombres para las naves. Uno de los tanqueros llevó el nombre de una de nuestras reinas de belleza más queridas: Pilín León, Miss Mundo 1981. El Pilín León protagonizó momentos dramáticos durante el paro petrolero —llamada también “insurrección de los gerentes”— de 2002-2003.

El capitán y la tripulación del tanquero, declarándose en rebeldía contra Hugo Chávez, fondearon el Pilín León en mitad del canal de navegación del Lago de Maracaibo y lo obstruyeron. Llevaba una carga de 44.000 millones de litros de gasolina, equivalente a dos días de consumo interno nacional. Permaneció allí durante tres semanas hasta que fue abordado por la Guardia Nacional y fueron apresados sus tripulantes.

Suele decirse que entonces y allí comenzó a languidecer la huelga que, luego del fracasado golpe militar de 2002, buscó sin éxito desalojar del poder a Chávez, pero el relato guarda otros tanqueros protagónicos: los seis buques que un antiguo gerente de rango medio de la estatal, devenido en armador, puso a disposición de Chávez, quien pudo así suplir la carestía de gasolina fabricada por los huelguistas.

El armador costeó el flete —se dice que la factura fue 75 millones de dólares— y recibió por ello la Orden de los Libertadores y privilegio en el registro de contratistas. Hoy, el armador figura en las listas de la Secretaría del Tesoro de los Estados Unidos y es otro el armador que, providencialmente, acude en auxilio del dictador Nicolás Maduro acorralado por un desabastecimiento de gasolina impensable hace pocos años en el país con mayores reservas de crudo en el planeta.

Su nombre es Tarek Zaidan El Aissami Madah y es el ministro de Petróleos de Nicolás Maduro. Por su cabeza la Secretaría de Estado de los EE UU ofrece 10 millones de dólares de recompensa.

Sus vínculos con Irán —probadamente con Hezbolá— han logrado que una flota de seis tanqueros atraque en puertos venezolanos para alivio temporal de una carestía de combustible sin precedentes. Es muy posible que el envío haya sido pagado in extremis con oro de las menguantes reservas venezolanas. Nada asegura, sin embargo, que sea éste el último envío: hay todavía mucho oro en las entrañas del Arco Minero del Orinoco, comarca codiciada y muy frecuentada ya por rusos e iraníes.

El arribo de la flotilla tanquera iraní, escoltada por naves de la marina venezolana y por aviones de combate de la fuerza aérea, a despecho de las advertencias de EE UU, trae consigo mucho más que gasolina.

La amenaza —razonadamente creíble— de represalias iraníes en el Estrecho de Ormuz sin duda pesó más en la contención de EE UU que las bravuconadas de Maduro. Por otro lado, el despliegue aeronaval de la escolta madurista a los tanqueros persas contrasta con la sangrienta chapuza de los mercenarios de Macuto reclutados por los estrategas de Guiadó. La oportuna llegada de la gasolina persa es otra prueba de que la ayuda rusa y cubana, ahora también iraní, no son mera gestual simbolizadora.

Con la apertura del ducto petrolero Teherán-Caracas, Tarek El Aissami ha hecho grandes méritos para disputar al psiquiatra Jorge Rodríguez un lugar preeminente en el Politburó del régimen. El ministro de Petróleos y Rodríguez relegan así a Diosdado Cabello al lugar que corresponde a un bravucón cuartelero local sin el diabólico numen político de Rodríguez ni la gravitación internacional de El Aissami.

Los tanqueros iraníes rubrican también el comienzo de la menesterosa Venezuela pospetrolera, ayer fundadora de la OPEP y hoy protectorado de La Habana, Moscú y Teherán.

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