Otra urgencia
La fragilidad sanitaria aconsejaría prolongar el estado de alarma

La totalidad del país aborda desde este lunes la operación más delicada para contener la pandemia, una vez que el Gobierno y las comunidades autónomas han comenzado a levantar las severas medidas de confinamiento establecidas en marzo. La comprensible sensación de alivio por acceder a espacios clausurados durante más de dos meses, y por volver a realizar actividades hasta ahora drásticamente limitadas, podría conducir al peor de los errores: considerar que el peligro ha quedado atrás. Es cierto que un eventual rebrote no sorprendería desprevenidos a los ciudadanos ni a las Administraciones. Pero, aun así, la contención de la enfermedad no estaría asegurada, puesto que el coronavirus ha demostrado ser altamente contagioso y su transmisión tiende a seguir un patrón exponencial.
El único objetivo inequívocamente alcanzado desde que la pandemia se hizo una trágica realidad es haber evitado el colapso del sistema sanitario, y esto ha sido así gracias a tres factores. El esfuerzo encomiable de los profesionales de la sanidad, el respeto de las normas establecidas desde el Ejecutivo por parte de los ciudadanos y la articulación de protocolos sanitarios de actuación que no existían, por más que no siempre hayan estado exentos de disputas competenciales. El alineamiento de estos tres factores ha sido posible gracias a que la Constitución prevé un instrumento como el estado de alarma, y también a que las fuerzas políticas entendieron en marzo la incontestable necesidad de declararlo.
No es este el momento de juzgar por qué aquel capital parlamentario inicial está ahora en cuestión, pero es incomprensible que la imprescindible sexta prórroga que debería entrar en vigor el próximo 7 de junio se convierta de hecho en una moción de censura encubierta. De rechazar el Congreso la extensión de la alarma, la victoria no sería la de unos grupos parlamentarios de oposición sobre el Gobierno, sino la de la temeridad política sobre la prudencia sanitaria. El riesgo de rebrote no solo sigue existiendo, sino que se multiplicará al mismo ritmo en que la actividad vaya recuperándose. Ni el sistema sanitario exhausto ni el estado de ánimo de los ciudadanos están en condiciones de afrontar con renovadas garantías de éxito una situación tan extrema como la que vivió el país en los meses de abril y mayo. Y es más que dudoso que la economía pudiera resistir una vuelta atrás cuando lo que necesita es ir ganando una cierta normalidad sin renunciar a la cautela sanitaria.
No se trata de trivializar el debate jurídico sobre los límites del estado de alarma, un asunto que reclamará una cuidadosa atención cuando la situación se normalice. Pero la urgencia es otra. En concreto, articular las garantías parlamentarias para impedir que los aspectos más discutibles del actual precedente tomen carta de naturaleza definitiva en el sistema constitucional. En este sentido, más que privar al Gobierno y a las Administraciones de una herramienta constitucional imprescindible, es el momento de comprometerse en mantener abierto el Congreso durante los próximos meses. La fiscalización parlamentaria de las decisiones adoptadas bajo la alarma no puede posponerse, y menos aún la derogación de las normas excepcionales que hayan cumplido su función. Y ello es así por un imperativo político e institucional, no por ningún bizantinismo jurídico sobre los estados de excepción que sirva de disfraz a otros intereses.
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