Fantasiosa
Juanita o Charo nos da un disgusto: quiere ser enfermera como Florence Nightingale o investigadora como Marie Curie o médica de atención primaria
A veces, en mis fantasías, no tanto en mis deseos, juego con la posibilidad de haber tenido una hija. Le habría puesto Carola, como mi bisabuela paterna, o Isabel, como la hermana de mi madre —bueno, Isabel, hoy me lo pensaría dos veces—, o Vera o Violeta, si me agarrase a mi vena letraherida o botánica. Me gustan los nombres con el toque cursilón de los tebeos de mi pubertad: Esther, Gina, Lili… Si yo tuviese una hija, que acabaría llamándose Rosario o Juana porque a la faceta glamurosa de mi temperamento siempre se le impone el realismo, lo autóctono, lo vivo frente a lo pintado y el amor, quizá ella tendría hoy veintitantos —no querría ser yo una primípara añosa, bastantes apelativos malsonantes le cuelgan a una como para admitir otro proveniente de la obstetricia— y mi Charo o mi Juanita habría sacado los ojitos azules de papi y las pequitas de mamá. “¿Y el mal carácter?”, inquieren las amistades malas; yo respondo que el mal carácter no es de papá ni de mamá, tan contemporizadora, sino de las circunstancias de la vida. Porque nuestro mayor problema, en el marco del hipotético crecimiento de Charo o Juanita, habría sido orientarla en la elección de oficio. “Pero, a ti, ¿qué te interesa?”, preguntamos con angustia. Nosotros la habríamos apoyado en todo. Si hubiese optado por la revista, le habríamos comprado un tocado de plumas. Si hubiese querido ser arqueóloga de Google, nos habríamos documentado para saber cómo apoyarla desde nuestro infame desconocimiento; si se hubiese dedicado a la ebanistería, la habríamos provisto de las mejores escofinas y formones…
En nuestras fantasías, Juanita o Charo nos da un disgusto: quiere ser enfermera como Florence Nightingale o investigadora como Marie Curie o médica de atención primaria. Mi marido y yo estamos aterrados: “Chari, hija, ¿no preferirías llevar una página de web de perritos de una presidenta autonómica? Eso te puede garantizar un futuro”. No es que la estimulemos hacia el controvertido género de la literatura autobiográfica, pero también le proponemos: “Hija, ¿por qué no te echas un amante o amanta futbolista y lo cuentas en la tele?”. Mi marido remata: “Esos relatos se pagan bien”. Yo insisto: “Lo que importa, hija, son las audiencias. ¿No te resulta simpático, cercano, que el presidente del mundo nos proponga inyecciones de hidrogeles? ¡Tiene unas cosas!”. Pero nuestra Charo, erre que erre, se encastilla en su vocación sanitaria, y de nada sirve que le mostremos los sueldos de profesionales de enfermería y medicina, el éxodo del personal investigador, la falta de recursos en los centros públicos de salud; de nada sirve que le contemos la anécdota de la oncóloga que salvó de un cáncer chungo a su abuelito: mi padre no sabía si la próxima vez la encontraría en consulta porque firmaba contratos temporales bochornosos. Aunque quizá no tanto como los de esas enfermeras contratadas por un día hasta que se hartan y se van a Londres. En el polo opuesto, también hay sanitarios y sanitarias migrantes que no pueden ayudar en la crisis de la covid-19. Nuestra Chari persiste: “Yo quiero ser como María Blasco”. Mi marido me susurra: “Esta niña está loca”. Pero los dos nos miramos y soltamos una lágrima: en el fondo, estamos orgullosos de este obcecado fruto de nuestra imaginación.
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