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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Desastre generacional

Urge un plan de empleo juvenil consensuado con las empresas que incentive la contratación de los más jóvenes y garantice legalmente su continuidad cuando lo merezcan

Dos jóvenes pasan ante una oficina de empleo la semana pasada en Madrid.
Dos jóvenes pasan ante una oficina de empleo la semana pasada en Madrid.Rodrigo Jiménez (EFE)

Dos crisis casi sucesivas, la financiera de 2008 y la de la covid-19 en 2020, separadas apenas por tres años de recuperación parcial, han causado un daño devastador en el empleo de los jóvenes y en sus esperanzas de instalarse de forma segura en el mercado de trabajo. El daño es global, pero castiga con especial virulencia a la economía española, donde el paro juvenil llega al 33%, una tasa muy superior a la que sufren los trabajadores instalados de más edad y mucho más alta que la media europea. En épocas de crecimiento de la renta y del PIB, los jóvenes suelen ser las víctimas favoritas de la precariedad; la crisis vírica, cuyos efectos destructivos sobre el empleo de los más jóvenes se acumulan a las secuelas de la Gran Recesión de 2008, está destruyendo además la confianza de una generación, la que tenía entre 20 y 29 años en 2008 y hoy cuenta entre 32 y 41, de encontrar un lugar al sol en el mercado de trabajo.

Antes de las crisis, el mercado de trabajo había mostrado síntomas claros de incapacidad para sustituir a los trabajadores de más edad por los más jóvenes; las dos crisis casi sucesivas agudizan el problema hasta convertirlo en una amenaza social. La resistencia de la estructura laboral para aceptar un flujo estable de nuevas incorporaciones al empleo fijo reduce la independencia de los jóvenes, destruye la utilidad social de la educación invertida en ellos, merma su independencia, impide que puedan acceder al mercado de la vivienda, priva a la economía de un factor de crecimiento que debe ser renovado generación tras generación y aumenta la brecha de bienestar con Europa. Además, y no es lo menos importante, desconecta a los más jóvenes del consenso social y del compromiso con el sistema democrático. Relegar a los jóvenes es una fuente segura de empobrecimiento económico y político.

El desastre generacional merece una atención que hasta ahora se le ha negado. Tiene que afrontarse con un acuerdo político de largo alcance para aprobar las leyes educativas, laborales y sociales que encaucen y resuelvan el problema. La renta mínima será de gran ayuda, pero tiene que acompañarse de una mejora persistente de la enseñanza, un plan de empleo juvenil consensuado con las empresas que incentive la contratación de los más jóvenes y garantice legalmente su continuidad cuando lo merezcan, un cambio en la legislación laboral para penalizar la cobertura de empleos estables con trabajadores precarios y un cambio más profundo en la legislación sobre vivienda, en especial sobre alquileres. El acuerdo no puede dejarse para pasado mañana; la economía española no puede permitirse el lujo de seguir destruyendo generaciones y condenarse a la irrelevancia crónica.


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