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Tribuna
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La confianza que nos merece la ciencia

España necesita sistemas consultivos para cuestiones de base científica no solo en periodos de urgencia

Pere Puigdomènech
Un científico experimenta con una posible vacuna para el coronavirus.
Un científico experimenta con una posible vacuna para el coronavirus.Reuters

Nuestras sociedades no pueden funcionar sin que se establezcan niveles suficientes de confianza entre sus miembros. En la mayoría de las actividades que llevamos a cabo dependemos de que otros realicen las suyas correctamente, y cuando tomamos nuestras decisiones no tenemos capacidad de controlar la mayoría de las informaciones en las que las basamos. En muchos de estos casos se necesitan datos que obtenemos mediante los procedimientos de la ciencia, y en situaciones de crisis como la actual, producida por la infección de un nuevo virus, se da el mejor ejemplo de ello. Que los ciudadanos tengan confianza en los científicos y los médicos es, por tanto, esencial para todos. Y también lo es analizar en qué condiciones el científico, y en realidad cualquier otra persona, es merecedor de la confianza de la gente.

En nuestras sociedades complejas delegamos muchas funciones a otras personas en las que confiamos. Cuando entramos en un avión ponemos nuestras vidas en manos de un colectivo de profesionales, tripulación, técnicos de mantenimiento, controladores aéreos, etcétera, y confiamos en que estén haciendo bien su trabajo.

Para entender el mundo en el que vivimos, desde los orígenes del universo hasta los detalles del funcionamiento de un teléfono móvil, desde el clima hasta lo que le pasa a nuestro cuerpo, necesitamos informaciones que no podemos obtener nosotros solos. Ésta es la función que encomendamos a los científicos y confiamos en que lleven a cabo su trabajo correctamente. La realidad es que en la mayoría de los países del mundo, científicos y médicos aparecen en el primer lugar de las profesiones que generan confianza a los ciudadanos.

La pregunta es por qué razones otorgamos la confianza a alguien en cuestiones sobre las que pueden depender decisiones vitales para nosotros. El asunto ha sido analizado desde hace tiempo y a nivel europeo ha sido debatido ampliamente, por ejemplo, en las asociaciones de academias o en las agencias de evaluación de medicamentos o alimentos. Una de estas razones es porque sabemos que en quien confiamos posee una experiencia y un conocimiento que le permite hacer afirmaciones válidas sobre las cuestiones que nos interesan. El uso del método científico nos debería permitir responder al primero de estos requerimientos en la mayoría de los casos, por ejemplo, cuando se verifican las predicciones que efectúa. Por esta razón existe una exigencia por una medicina basada en la evidencia científica y es tan difícil considerar la economía como una ciencia. Y por esta misma razón es tan grave para la credibilidad de la comunidad científica cuando alguno de sus miembros se aparta de lo que consideramos las buenas prácticas en la ciencia.

Una segunda razón es porque consideramos que la persona es honesta y no nos oculta intenciones distintas de la de proporcionar una información de calidad.

Toda persona tiene unos intereses personales, económicos o ideológicos, y los científicos no son excepción. Alguien puede considerar que quien formula una opinión lo hace para defender unos intereses corporativos o para poner en valor su personalidad o su trabajo y obtener más recursos. Pero también puede ocurrir que existan conflictos de intereses, los más frecuentes de los cuales se dan cuando la investigación científica está financiada por fondos privados. Por ello se suele recurrir a comisiones en las que los diferentes puntos de vista se debaten y en las que sus miembros explicitan posibles intereses. De todas formas, si cuando se emite una opinión ésta parece que va en contra de intereses o creencias de algún colectivo, los científicos no se libran de ataques, muchas veces en el ámbito personal, que son difíciles de neutralizar.

Nuestra sociedad necesita muy a menudo datos o interpretaciones sobre la realidad que deben poseer todas las garantías posibles y por ello deben existir profesionales entrenados en obtener la información relevante, lo que requiere un grado de especialización inasequible a la mayoría. Por ello las condiciones de integridad en el desarrollo de la investigación y de honestidad en la transmisión de la ciencia son imprescindibles. Por ejemplo, esta información debe transmitirse explicitando claramente los grados de incertidumbre o las opiniones divergentes que existan y los intereses presentes en cada caso.

En España ya hace tiempo que insistimos sin éxito en que deberíamos disponer de sistemas consultivos a los que estemos acostumbrados a asesorarnos para cuestiones de base científica no solo en periodos de urgencia. Sería la oportunidad para todos de confirmar que una ciencia de calidad, independiente y honesta merece la confianza de todos.

Pere Puigdomènech es investigador. Miembro del Consejo Rector de All European Academies (ALLEA).

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