Elogio de historia en tiempo de memoria
Al cumplirse 215 años de aquel grito de Miguel Hidalgo, símbolo de la Independencia de la nación mexicana, apelemos a esos otros gestos simbólicos que ayudaron a dejar atrás aquellos acontecimientos grabados a sangre y fuego en el sentir común mexicano

Se cuenta que, durante su primer viaje oficial a México como rey de España en 1978, Juan Carlos I visitó Palacio Nacional donde se conservan alguno de esos maravillosos murales que, en ocasiones, reflejan algunos de los brutales episodios asociados a la Conquista. Ante la cierta incomodidad que invadía a sus acompañantes, el entonces rey Borbón, en una de esas ingeniosas salidas de regate corto que le caracterizaron, espetó: “¡Hay que ver qué brutos eran estos Austrias!”.
Más allá de cuanto apócrifo pueda tener la anécdota, sirve para reflejar, por un lado, que la violencia permanece en la memoria colectiva mexicana como herida –cicatrizada, si se quiere, pero también como recuerdo de lo peor de aquel periodo- y, por otro, que la historia sirve para desvelar cuanto sea posible de la realidad pretérita, comprendiendo toda su acrisolada complejidad, con sus aciertos y con sus errores y horrores.
Así, si como es obvio desde un punto de vista académico la petición de disculpa formal realizada por el anterior presidente de México al actual rey de España es improcedente por anacrónica -como han puesto de manifiesto diferentes historiadores-, lo cierto es que, desde un punto de vista simbólico –si se quiere, político-, parece que, para la coyuntura que enfrentan los pueblos que compartimos la lengua de Cervantes y Sor Juana, sería muy positivo seguir la senda que ya han marcado en los últimos años naciones como Inglaterra, Alemania, Bélgica, Holanda o Japón, que, en palabras de sus más altos mandatarios, han mostrado su público remordimiento, arrepentimiento, tristeza o pesar –por utilizar los adjetivos que han enarbolado- por el horror que sufrieron los pueblos originarios de países que padecieron su colonialismo durante los siglos XIX y XX.
Imagino que se insistirá en que los virreinatos no eran colonias, sino parte por igual de los territorios de la Monarquía compuesta de los Austrias, tal y como la definió John Elliott (un rey para diferentes reinos). Dejando aparte, insisto, la cuestión académica, creo que la anecdótica salida del rey Juan Carlos que iniciaba estas letras acertaba en el enfoque. Vivimos en sociedades sideralmente lejanas a las del Antiguo Régimen (estamentales, con cosmovisiones, administraciones y derechos heterogéneos, incluso consuetudinarios), un mundo, el nuestro, libre e igualitarista, con toda la información al alcance de un solo clic. Una realidad, en fin, muy distinta y distante a la de hace varios siglos que poco o nada tienen que ver con la diversidad y exigencia de justicia y respeto que caracterizan a nuestras sociedades y que ha crecido al calor de las conquistas de la contemporaneidad –asociadas, en buena medida, a la democracia liberal-. Parece, por tanto, mucho más sensato y próximo a cuanto nos acontece, seguir la intuición que se infiere del episodio atribuido a Juan Carlos I y tomar posturas políticas, adoptar gestos simbólicos públicos, con la mirada puesta en el pasado más cercano, la complejidad presente y el futuro por construir.
¿Qué lección deja el pasado reciente hispano-mexicano? Sin ánimo de ser exhaustivo, recordaré cómo fue con el siglo XX cuando se recuperó el diálogo perdido con la Independencia. El mestizaje de todo tipo que se entretejió entre ambas naciones enriqueció de manera decisiva la construcción tanto de la identidad mexicana como de la española -como recordarían Octavio Paz en El laberinto de la soledad o Federico García Lorca cuando señaló que “no se puede conocer bien España sin conocer bien América”-.
Los fuegos de la Revolución llevaron a España a distinguidos mexicanos como Alfonso Reyes o Martín Luis Guzmán, quienes ofrecieron algunas de las más sobresalientes muestras de su talento en el contexto de la conocida como Edad de Plata. Los lazos personales construidos entonces resultarían esenciales en adelante. Quizá el símbolo más extraordinario llegó con motivo del fallecimiento de Azaña en Montauban, cuando el jefe de la legación mexicana en Francia, Luis I. Rodríguez, impidió la obscena sugerencia del prefecto a las órdenes de Pétain de que el presidente hiciera su último viaje cubierto con la enseña entonces oficial en España y no con la republicana, como había sido su deseo. El diplomático mexicano arbitró que el féretro llevaría “con orgullo la bandera de México; para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza, y para ustedes, una dolorosa lección”.
La historia del exilio español en México es bien conocida. Gracias a los excelentes oficios de Isidro Fabela se abrieron las puertas de La Casa de España, pronto transformada en El Colegio de México, en una de las operaciones de acogida más extraordinarias de la historia. Más allá de la eterna deuda moral que España contrajo con México durante la dictadura, infinidad de repercusiones derivaron de aquella experiencia. Desde cuestiones particulares, como la creación de monumentos musicales de Agustín Lara, que exportarían la imagen de ciudades como Madrid o Granada al mundo –recuérdese el nada baladí detalle de que Lara compuso aquellas hermosas melodías antes de pisar suelo español y que, por tanto, en ello no poco tuvo que ver cuanto escuchó de España a los mexicanos que habían estado allí durante la Revolución o, más tarde, la impresión de los españoles que añoraban su tierra-, hasta cuestiones estructurales: la más evidente, cómo el exilio enriqueció el magma académico, universitario y editorial de México. En todo caso, caminos de ida y vuelta, pues no ha de olvidarse cómo esa acción revertió directamente en España de manera capital, contribuyendo en la creación de espacios de libertad –por decirlo con Juan Pablo Fusi- y en la conformación de una cultura democrática en medios universitarios en los años sesenta (pensemos, por ejemplo, en la importancia de las publicaciones del FCE).
Todavía más, después del abrazo de los reyes a la viuda de Azaña, simbolizando la reconciliación de las Españas, los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari y Felipe González impulsaron las Cumbres Iberoamericanas, que tan buenos resultados dieron para la cooperación internacional al desarrollo, el impulso de oportunidades empresariales o la creación de un espacio intergubernamental iberoamericano que podía hacer oír la voz en todo el planeta de esa comunidad cultural trasatlántica de 500 millones de personas construida a lo largo de los siglos.
Más allá del conocido peso que tuvo en los PIB aquella hibridación político-empresarial, fijémonos ahora en algunos ejemplos de eso que llamamos poder blando de estos últimos años. En 2018, la ciudad de Madrid cedió espacio público para poner en marcha la Casa de México -saldando la deuda contraída desde 2002 cuando se inauguró el Centro Cultural de España en el centro histórico de la Ciudad de México-. Hoy el éxito permanente y continuado del eco mexicano que llega a través del altar de muertos, exposiciones, conferencias, cineclubs o experiencias gastronómicas, que impulsa y dirige tan certeramente Ximena Caraza en el corazón de Madrid, ha convertido a Casa México en referencia ineludible de la vida cultural de la capital española y, por tanto, también de su proyección en el mundo. Igualmente, la excelente iniciativa del actual embajador de México en Madrid, Quirino Ordaz, ha logrado que se homologuen las tasas universitarias comunitarias para los mexicanos en buena parte de las Comunidades Autónomas españolas, facilitando así la continuidad de esa comunidad universitaria en español que tan buenos resultados ha dado. O, en fin, manifestaciones editoriales tan relevantes como los diccionarios panhispánicos –el de dudas lingüísticas u otros como el de términos médicos, impulsada por las Academias española y mexicana dirigidas por Eduardo Díaz Rubio y Germán Fajardo- o el auspicio de facsímiles de los primeros Códices que reflejaron el encuentro científico y cultural de los dos mundos que ha articulado la Fundación UNAM, bajo el sabio e infatigable tesón de su directora Araceli Rodríguez y con el invaluable concurso de Ana Paula Gerard.
Hoy, al cumplirse 215 años de aquel grito de Miguel Hidalgo, símbolo de la Independencia de la nación mexicana –de quien se yergue en el madrileño parque del Oeste una soberbia estatua, intercambiada por la réplica de la Cibeles ubicada en la bella colonia Roma-, apelemos a esos otros gestos simbólicos que ayudaron a dejar atrás aquellos acontecimientos grabados a sangre y fuego en el sentir común mexicano. Que el inmenso error histórico de Fernando VII en 1815, cuando trató de retrotraer la situación a lo acontecido antes de las Revoluciones Atlánticas, sirva de inspiración para promover un nuevo abrazo hispano-mexicano. Hay gestos que tienen mayor eficacia que todo el esfuerzo que pueda desarrollar el mejor servicio exterior imaginable. En tiempos de memoria, hagamos elogio de la historia, por decirlo con Santos Juliá: que el recuerdo de la inmensa generosidad mexicana con España en su momento más triste y difícil, sirva para ayudar a comprender la importancia que sobre la memoria colectiva mexicana puede tener un gesto simbólico de pesar retrospectivo español que sea acicate para comenzar a escribir una nueva página de nuestra historia compartida.
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