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Monarquía
Columna
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El exrey ya tiene quien le escriba

El padre del monarca de España, que fue monarca a su vez, dice que su padre siempre le aconsejó no escribir memorias. No le hizo caso: ahora dice que siente que “le están robando su historia” y por eso pretende “confesarse”. El verbo es un buen chiste

El Rey Felipe VI de España y el Rey Juan Carlos
El Rey Felipe VI de España y el Rey Juan Carlos asisten a una reunión con la Fundación COTEC en el Palacio Real el 14 de mayo de 2019 en Madrid, España.Carlos Alvarez (Getty Images)
Martín Caparrós

El padre del rey de España, que fue rey de España a su vez, dice que su padre, que nunca lo fue, siempre le aconsejó no escribir memorias: “Los reyes no se confiesan”, dice que le decía, “y menos aún en público”. Pero el padre del rey no le hizo caso al suyo: ahora dice que siente que “le están robando su historia” y por eso pretende “confesarse”. El verbo es un buen chiste: en la tradición católica de los Borbones, las personas se confiesan cuando cometen eso que ellos llaman pecados ―cosas que no deben.

De todas formas, el padre del rey nunca le hizo mucho caso al suyo. Don Juan también intentó que no se fuera a vivir con el dictador para ocupar un día su lugar ―el de Franco, el suyo propio― y allí fue el jovencito. El exrey padre del rey sigue rebelde, así que ahora una editorial francesa anuncia que publicará la historia de su vida en cuanto empiece 2025. Por más Borbón que sea, es curioso que recuerde en gabacho. Hay quienes dicen que no hay peor destierro que el que destierra la memoria: el que cambia de lengua los hechos de tu vida. Pero esta historia es larga y empieza, se diría, en Bolivia, donde las lenguas se confunden, hace más de medio siglo.

El 20 de abril de 1967 un veinteañero rubio, bonito y francés es detenido en Muyupampa, un pueblo perdido de la selva boliviana, junto con un argentino más feúcho, por un destacamento de los boinas verdes locales y sus jefes americanos de la CIA. El francés se llamaba Régis Debray, tenía 26 años y un pedigree impecable: criado en el barrio más rico de París, había ido a los mejores colegios y facultades, se había destacado en todos ellos, se había hecho comunista y, a principios de ese año, publicado en Francia el libro del que todos hablaban: ¿Revolución en la revolución? Lucha armada y lucha política en América Latina, una defensa intensa de la guerrilla rural como forma de construcción del socialismo. Meses antes, en una visita a La Habana, Fidel Castro le preguntó si no quería unirse a Ernesto Guevara, que preparaba entonces una guerrilla en el fondo de Bolivia; Debray quiso.

Y allí fue y se pasó unos meses en la selva entrenándose en secreto junto a los otros guerrilleros. Sufría, se desesperaba. Tanto que, aquel mes de abril, Guevara le dijo que mejor se fuera y lo mandó con el argentino, Ciro Bustos, a tratar de llegar a una ciudad y escabullirse. No lo lograron. Cuando los detuvieron en Muyupampa, Debray dijo que era periodista; los agentes de la CIA no le creyeron y siguieron pegándole. Nunca se sabrá qué pasó realmente en esos días. Castro y sus funcionarios siempre dijeron que Debray aguantó bravo y sólo al cabo de una semana confirmó lo que sus captores dijeron que sabían: que Ernesto Guevara de la Serna (a) El Che, el guerrillero más famoso, estaba en esas selvas. Pero Aleida Guevara, su hija mayor, sostuvo que fue el francés quien entregó a su padre. Uno de sus captores bolivianos diría muchos años después que “a Debray no teníamos necesidad de torturarlo para que hablara; tenía tanto miedo que cuando le soplábamos los ojos se ponía a llorar”. Poco antes había escrito, heroico en el papel, que “para vencer hay que aceptar, por principio, que la vida no es el bien supremo del revolucionario”.

Los militares bolivianos, contra su costumbre, no lo mataron o desaparecieron: la presión internacional era muy fuerte. Lo juzgaron en un pueblito cuyo nombre se hizo famoso de repente: allí en Camiri la protesta de la izquierda global, encabezada por Jean-Paul Sartre, y la oficial francesa, liderada por el general De Gaulle, amigo de su madre, consiguió que tampoco lo condenaran al paredón sino a 30 años de cárcel. (Corría noviembre del ‘67: para entonces Guevara ya llevaba un mes muerto, asesinado por un soldado boliviano, y su guerrilla desbandada. La prisión de Debray se volvió incómoda. En 1970, tras otro golpe, un nuevo presidente boliviano, el general Torres, negoció con Francia su liberación a cambio de armas y transportes militares –que los franceses nunca le mandaron.)

Régis Debray salió de su prisión flaco, famoso y desposado: allí se había casado, el 14 de febrero de 1968, con Elizabeth Burgos, una militante y antropóloga venezolana, hija de una familia de terratenientes, morena, los rasgos poderosos: la boda era la condición que les pusieron para permitirles las “visitas higiénicas”. Más allá de las sospechas que siempre lo cercaron, Debray se había vuelto un gran personaje de la izquierda. Al año siguiente Salvador Allende y Pablo Neruda lo recibieron en Santiago como a un héroe; él, mientras tanto, colaboró en el secuestro frustrado de Klaus Barbie, un jefe nazi refugiado en Bolivia, para juzgarlo en Francia.

A su vuelta a París el matrimonio Debray se alojó en casa de Simone Signoret e Yves Montand, grandes popes del cine, la música y la izquierda. En 1976 nació su única hija, Laurence. Ya padres, Debray y Burgos mantuvieron una pareja abierta enmarañada y siguieron peleando por el mundo: en 1979, por ejemplo, él participó “como observador” en el triunfo sandinista en Nicaragua. Y en 1981, cuando el socialismo ganó por primera vez las presidenciales francesas, François Mitterrand lo nombró su consejero en relaciones internacionales.

Laurence Debray creció entre privilegios ―aunque en su casa no se tomaba cocacola ni se usaban jeans. Su padrino, el celebrado pintor chileno Roberto Matta, le regalaba un cuadro en cada cumpleaños; su madrina, Simone Signoret, la paseaba por el gran mundo parisino; en su salón podían aparecer Jane Fonda o Jean-Luc Godard, pero sus padres le ocultaban su historia. Ella dirá, mucho después, que recién empezó a conocerla a sus diez años, cuando alguien en un recreo de su escuela le gritó “hija de terroristas” o algo así.

Laurence quiso ser todo menos eso. Estudió historia y literatura en la Sorbona, economía en la London School of Economics y en la Haute École de Commerce de Paris y, ya perfectamente aleccionada, se fue a trabajar a Wall Street. Después se casó con el hijo de un ministro famoso de la derecha francesa, Servan-Schreiber, tuvo dos hijos, empezó a escribir. Tenía, como cualquiera, sus filias y sus fobias. Pero admiraba sobre todo al rey de España: el hombre también era rubito, contemporáneo y tan distinto de su padre, y ella tenía su retrato pinchado en la pared. Su primer libro –Juan Carlos de España, 2013– es una biografía muy amable de ese macho de quien dijo que era “bello como un actor de Hollywood”: monsieur Borbón, rey todavía.

Años después, Laurence Debray publicó un libro que se llamaba Hija de revolucionarios y era un ajuste de cuentas con papá y mamá, una explosión de celos por la causa, de reproches morales. Hay una tradición de hijos de izquierdistas que se vuelven seriamente de derechas; quizás vuelva, en unos años, la contraria: no es fácil ser hije de papá y mamá. Ella siempre dijo que no entendía a los suyos y que, en cambio, se entendía muy bien con ese padre de una nación que parecía no entenderlo. En 2022 publicó otro libro, más plañidero, más embelesado, sobre el hombre: Mi rey caído. Y ahora se ha convertido en su négresse, su ghost writer, su pluma escondida. Parece claro que fue ella quien dio forma a las palabras de su ídolo en estas memorias que se titularán Réconciliation, en francés en el original. Para eso se pasó largas temporadas en Abu Dhabi –”acompañada por su esposo”, aclaran las crónicas– escuchando al hombre.

Que el exrey de España publique sus memorias en francés va a provocar, sin duda, reacciones patrioteras: Pepe Botellas sigue fusilando, Goya lo pinta cada vez mejor. Que se las haya contado a una fan que no va a cuestionarlo provoca la tristeza de ver a un hombre en retirada, uno que nunca toleró que lo contradijeran y ya no sabe cómo hacerlo. Que la fan sea una señora francesa que cambió de padre ―un rey fallido siempre es más chic, más tranquilizador que un revolucionario fracasado― es, quizá, la mejor parte de la historia.



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