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Elecciones México
Columna
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Frente a la inseguridad y la injusticia

Los candidatos mostraron en el debate una pavorosa falta de claridad y de ideas sobre lo que ellos mismos aceptaron que es nuestro mayor problema

inseguridad en mexico
Familiares en busca de desaparecidos encendieron velas en el Monumento a la Madre, el 9 de mayo en Ciudad de México.Hector Guerrero
José Ramón Cossío Díaz

Del debate entre los candidatos a la presidencia de la República mexicana celebrado el pasado 19 de mayo, mucho se ha escrito y seguirá escribiéndose. En él, debieron analizarse temas tan importantes para la vida nacional como la política social, la seguridad y el crimen organizado, la educación o la migración. Más allá de las preferencias personales o electorales que cada cual tenga con los candidatos o de los ángulos particulares de análisis que a cada cual pudieran resultarle relevantes, lo cierto es que las discusiones mostraron una pavorosa falta de claridad y de ideas sobre lo que los propios debatientes aceptaron que es nuestro mayor problema. Me refiero, desde luego, a la seguridad y a la justicia.

En la noche del domingo 19 de mayo, los contendientes reconocieron que la mayor preocupación de los mexicanos es la inseguridad. Sobre ello elaboraron, a partir de algunas encuestas, o de los avances o retrocesos de la narrativa de cada cual, sus estrategias. Una de las contendientes planteó lo bueno que fue su Gobierno capitalino en los años en que ella lo encabezó. La otra denunció la falsedad de los datos y de los supuestos avances en que, se decía, estaban sustentados. El contendiente se refirió a ambos planteamientos para considerarlos falsos o inocuos. Mientras el debate y sus extensiones mediáticas se desarrollaban, se iba dando el día más violento del sexenio obradorista. En las comunicaciones del lunes 20, nos enteramos del éxito de las marchas de la “marea rosa”, de las particularidades del propio debate, de los finalistas del fútbol mexicano y, también, del número de homicidios dolosos del día anterior.

Mientras que los debatientes estaban centrados en sus cifras y sus narrativas, el país alcanzó un pavoroso pico sexenal. Una cifra que, por más que se quiera ocultar, no apareció ese día como un súbito fenómeno natural, sino que fue posibilitado por una enorme cantidad de causas de orden institucional, y sobre las cuales no se dio cuenta en el debate destinado a analizarlas. Por el contrario, lo acontecido en las horas del domingo calendárico y lo discutido en las horas de los debatientes, no guardaron relación. La dualidad recogió la noción de un doble México. En manido lenguaje, el del México real constituido por la violencia, y el del México político construido con buenas intenciones, cifras espectaculares y culpas asignadas.

Es entendible que los debates políticos se realicen en marcos y con propósitos específicos. Que lo propio de ellos sea tratar de ratificar el voto de los convencidos, lograr el de los indecisos y, de ser posible, revertir el de quienes ya tomaron posición. Es entendible también que, en ese juego histriónico y masivo, se trate de ser efectivo y mantener una estrategia previamente delineada. Sin embargo, y aún dentro de esas condiciones comunicacionales, parece que alrededor de la confesada gravedad de la inseguridad, el debate exhibió la total ausencia de comprensión de los fenómenos vinculados con la inseguridad y la justicia. También, y en consonancia con ello, la inexistencia de ideas para, finalmente, restablecer la seguridad por medio de la justicia.

Si analizamos lo que cada uno de los debatientes dijo sobre inseguridad y justicia, el gran total son los lugares comunes. Nociones que, sin mucho esfuerzo, podrían postularse por ciudadanos comunes que no pretenden conocer —mucho menos resolver— el tema. Dejando de lado los chispazos retóricos y las consabidas descalificaciones personales, ¿cuál es el resultado neto de las propuestas de esa noche en materia de seguridad y justicia? Prácticamente, el restablecimiento de los distintos cuerpos policíacos que prevé nuestra Constitución. La asignación de recursos presupuestales y técnicos para que las policías estatales y municipales tengan las capacidades para enfrentar a la delincuencia. Fuera de lo anterior, hubo pocos planteamientos sobre alternativas y, evidentemente, ninguna consideración sobre la manera de llevar a cabo estas tareas o las interacciones con los cuerpos federales encargados de esas actividades. Llama la atención que sobre el tema central de la vida nacional la única coincidencia se encontrara en el borroso aspecto de la regeneración policíaca, en unas muy difusas condiciones institucionales.

Dejando de lado este campo común, cada uno de los participantes del debate planteó, ahora sí, sus propias soluciones. Claudia Sheinbaum negó la militarización en el país —o del país—, insistió en la necesidad de mantener la prisión preventiva oficiosa como política de seguridad, y reiteró la permanencia de la Guardia Nacional. Xóchitl Gálvez y Jorge Álvarez Máynez se pronunciaron por la desmilitarización, la supresión de la medida cautelar y por el acotamiento de la Guardia Nacional. Los posicionamientos constituyeron dos extremos. Por una parte, el de la continuidad obradorista y, por otra, el de la ruptura con ella. Eso sí, y en ambos casos, sin diagnósticos de sustento ni proyecciones de realización.

En materia de justicia sucedió algo semejante. Así como en seguridad, el referente común fue la nebulosidad policíaca, aquí lo fue la no menos espectral reforma judicial. Los tres debatientes sostuvieron la necesidad de reformar la impartición de justicia en el país. Sin embargo, pronto se decantaron hacia puntos particulares y, dentro de ellos, específicamente al de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Sobre ella se plantearon posibilidades de designación de sus miembros, el acotamiento o extensión de sus competencias, y las maneras de quedar —o dejar de estar— vinculada al Consejo de la Judicatura. Más allá de lo certero o inadecuado de las propuestas, todas ellas evidenciaron la reducción de la justicia al histrionismo propio del evento.

Sin dejar de reconocer la importancia de la Suprema Corte, la misma ocupa, cuantitativa y cualitativamente, un espacio reducido —que no marginal— en la totalidad de la impartición de justicia en nuestro país. Ni por asomo hubo referencias a las debilitadas procuración e impartición de justicia penal, a sus muchos huecos institucionales y carencias presupuestales y humanas; menos aún a su evidente vinculación con la inseguridad. Tampoco hubo la menor referencia a la justicia civil, familiar, mercantil o laboral que, en pleno proceso de transformación, están en un abandono tan o más pronunciado que la penal. No hubo referencias a los ministerios públicos, a los servicios periciales o las prisiones, en tanto que se sostienen como elementos sustantivos del sistema de justicia mirado en su integridad. No hubo tampoco la más mínima alusión a las maneras en las que, dentro o fuera de la justicia, sería posible el restablecimiento de algunas condiciones de paz y de reparación de un tejido social hecho ya girones.

Mi preocupación sobre la falta de ideas en los debates, respecto de la seguridad y la justicia, no tiene que ver con las acotaciones del marco de actuación o con la instrumentalización de los discursos y las propuestas respecto del voto ciudadano. Si ello fuera así, quedaría la tranquilidad de saber que los participantes tienen la posibilidad de desdoblarse desde su debatiente manera de comportarse, en un actuar político y administrativo, una vez obtenido el triunfo que persiguen. Lo que me parece que enfrentamos el domingo es algo mucho más profundo y mucho más extendido que un debate, unos debatientes y unas pretensiones. Me refiero a la ausencia de ellos —y tal vez de todos, o al menos de muchos— acerca de lo que habría que hacer aquí, ahora y en concreto, para transformar la inseguridad en seguridad, y para posibilitar una impartición de justicia que soporte la convivencia entre los mexicanos.

El debate nos hizo ver algo más que las limitaciones, las ambiciones o los propósitos de los debatientes. Reveló, por la boca de algunos de sus líderes, el enorme desconcierto nacional sobre la extensión de la violencia y las dificultades de pacificación. En sus “Tesis de abril”, Lenin sostuvo que sin teoría revolucionaria no podía haber revolución. Parafraseándolo, me parece que sin teoría de seguridad no puede enfrentarse a la inseguridad. Que sin teoría judicial no puede haber reforma judicial. El debate del domingo mostró que en nuestro país no hay una teoría de la seguridad ni de la justicia. Que estamos atrapados en la recurrencia a lugares comunes, aislados y fragmentados. Que estamos en una posición desde la cual no será posible enfrentar —menos aún solucionar— los problemas que tan dramáticamente quedaron evidenciados el domingo con el debate y con las personas asesinadas.

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