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Elecciones México
Tribuna
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Operación día siguiente: los vientos y las tempestades

Las actuales contendientes, quien quiera que gane, recibirán un testamento envenenado: 183.000 homicidios dolosos; 800.000 personas muertas en pandemia; 47 millones en pobreza

Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez.
Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez.EFE / Getty

Todos los gobernantes acarician la fantasía de que su legado permanecerá para la posteridad, cualquier cosa que esto signifique. Pero en la historia moderna pocos lo han conseguido. Antes bien, como advierte el proverbio bíblico, si “sembraron vientos, cosecharán tempestades”. Por eso, cuando el próximo primero de octubre tome posesión la nueva presidenta de México ―Xóchitl Gálvez o Claudia Sheinbaum―, se encontrará con una herencia envenenada, y su antecesor empezará a recoger lo que con sabiduría un expresidente llamó “los frutos podridos de la estación”. Es el ciclo misterioso del poder: la ambición de alcanzarlo, la obsesión de conservarlo y la angustia de perderlo. Esta vez, no será diferente.

Cuando llegan al cargo, los líderes empiezan por enterarse de qué va el encargo; más tarde a cobrar conciencia de que pueden tomar decisiones que influyen e impactan, y a repartir a discreción favores y castigos; luego encapsulan todo en el aprendizaje de que tienen poder, a veces absoluto, y el último día sobreviene el quiebre: pierden la noción de la realidad y llegan a un punto de no retorno que, con pocas excepciones, los marca el resto de su vida. Muchos no logran resolver la contradicción entre ser el puritano que pretendía salvar a un país de los pecadores o el dictador que quiso imponerse sobre los demás con furia y sin límites.

Esa es la finitud del poder a la que los actores de la política, de forma consciente o subliminal, se resisten hasta el paroxismo. El día después, sin embargo, comenzarán a vivir los síntomas naturales del desembarco: engaños, abandono, delaciones, ajuste de cuentas, cobro de facturas, venganzas, rencores o la peor de las patologías, la que más los humilla: reconocer favores recibidos que deben pagar. “Robespierre ―recuerda Gregorio Marañón―, el más trágico resentido de la historia, tenía esta frase, capaz de hacer correr escalofríos al que la oye: sentí desde muy temprano la penosa esclavitud del agradecimiento”. Así ha sido desde el principio de los tiempos y sobran precedentes, la mayor parte penosos.

A esa ceremonia del adiós sigue la travesía del desierto. Nadie que ha estado en el poder regresa a lo que da por llamarse la vida normal. No es que no haya vida después; la hay, pero es otra, distinta —a veces anodina, a veces grotesca y trágica―, pero siempre distinta. ¿De qué depende lo que venga? De las circunstancias, del viento sembrado, de poder descifrar, como querían los antiguos, que una cosa es el tiempo y otra la vida. Los autócratas, es decir, aquellos que pasaron sus años mirándose a sí mismos y despreciando al resto del mundo, pronto sabrán que, como observa Sergio del Molino, si “has sido malo, la maldad acabará pudriéndote”.

Por regla general, el poder desgasta, aunque, se dice, desgasta más el no poder. La escalera del ascenso y el descenso es previsible. Las horas altas seducen, destilan aroma de triunfo y arrogancia, pareces indomable, estás invicto. La gente adula al gobernante por lo maravilloso que es y le encuentra —o eso dice— cualidades hasta entonces difusas incluso para él mismo ―astucia, carisma, obstinación― porque intuye que esa pleitesía le pavimenta los placeres de la corte, los privilegios de la influencia, los cargos públicos y los negocios privados. En las horas bajas, en cambio, esa aureola se evapora rápidamente. Las lealtades vuelan, la luz se apaga, los aplausos cesan, el telón cae. Ya no hay mensajes que responder ni invitaciones que atender. Los teléfonos dejan de sonar. Las cámaras enfocan para otro lado. No hay decisiones que tomar, agenda que cumplir, instrucciones que dar o decretos que firmar. Solo domesticar los miedos, rumiar las amarguras e ingresar al túnel de la decadencia.

En ese teatro empezará, el próximo uno de octubre, la operación día siguiente. La herencia recibida por las candidatas será, al mismo tiempo, común y diferente, según quien sea. Un asesor de Tony Blair lamentó alguna vez: “No existen salidas ‘dignas’ ni transiciones ‘ordenadas’, únicamente salidas y transiciones, todas ellas más o menos abruptas e insatisfactorias. Así es la vida”. En países altamente civilizados, en horas cambia el líder y todo sigue funcionando. En el México bronco, no.

Las actuales contendientes, quien quiera que gane, recibirán en primer lugar un testamento envenenado: 183.000 homicidios dolosos; 800.000 personas muertas en pandemia; 47 millones de mexicanos en pobreza; 51 millones sin acceso a servicios de salud; 25 millones de mexicanos en carencia educativa; ciudades y regiones donde el Estado ya no existe; crecimiento económico de 0.8% promedio anual; finanzas públicas en terapia intensiva; programas sociales insostenibles y déficit fiscal de 5.9%; obras faraónicas fallidas; un país a la cola de los índices internacionales de corrupción, estado de derecho y crimen organizado; una empresa petrolera quebrada y cuya sobrevivencia pende del exiguo salvavidas de los dineros de Hacienda, entre otras cosas. Añádanse los desafíos estructurales: desde el agua y la transición energética hasta el cambio climático y la inteligencia artificial.

Visto con realismo, ese legado será el mismo para Gálvez y Sheinbaum. Pero hay otro, si bien diferente para cada una, igualmente muy complejo.

La candidata opositora tendrá que enfrentarse, si gana, con un cuerpo técnico y una burocracia despedazados en distintas áreas, y un espacio notablemente reducido para manejar y corregir, a corto plazo, esos saldos testarudos. Lo que pueda hacer al principio dependerá centralmente de su determinación, de la competencia del equipo que arme y de la manera como diseñe, formule, comunique e instrumente las decisiones difíciles. Desde el punto de vista político no será fácil ese arranque porque la composición del legislativo o, mejor dicho, de “su” bancada, estará sujeta a la fragmentación partidista, esto es, a los orígenes y lealtades de diputados y senadores que deben sus cargos a las dirigencias nacionales de su coalición o eventualmente a sus intereses territoriales, y no, como en el pasado hegemónico, al poder del Ejecutivo. La obligará, por tanto, a negociar con cada una sobre la base de arreglos políticos heterogéneos por pieza legislativa, y a intentar atraer a las franquicias partidistas marginales ―Verde, PT, MC y hasta algunos de Morena― que encarecerán o, en buen castizo, subastarán cada voto al mejor postor, lo que saben hacer muy bien.

En la misma línea, deberá pactar con gobernadores de oposición, aunque su margen de maniobra es alto porque varios de los actuales habrán perdido o están políticamente muy debilitados, porque puede influir para que la zanahoria de las participaciones fiscales sea jugosa o no, porque buena parte de las finanzas subnacionales está en los huesos y el gobierno federal les puede cerrar o dificultar los mecanismos de contratación de deuda, hoy sujetos a una Ley de Disciplina Financiera, o porque las transferencias, convenios, aportaciones y subsidios del centro a los Estados y municipios ―para agua, educación, salud, seguridad, carreteras, servicios públicos, etc.― entrarán en estación de sequía.

Y finalmente tendrá que enfrentar la disputa con dos nuevos actores con poder, presencia y recursos: las fuerzas armadas y el crimen organizado, cuyos apaños y avenencias vienen sobre todo de estos años y son impredecibles los rasgos que adopten en el futuro inmediato. En eso, no está claro el terreno que pise. La candidata oficial conoce la metástasis de la enfermedad, los intestinos de los arreglos y sabe que alguien puede tirar de la manta si olfatea peligro; la opositora, en cambio, no tiene compromisos que la aten y cuenta con mayor espacio de acción y libertad sobre la base de los instrumentos constitucionales, el pragmatismo de dejar caer la guillotina o eventualmente el silencio, siempre tentador para corregir una situación que es antinatural por completo.

Por su parte, la candidata oficial, si gana, encontrará sobre el escritorio su propio mapa de problemas, debilidades y crisis. Aquí la agenda es muy confusa. En primer lugar, no tiene partido. A diferencia del antiguo régimen, Morena es una copia forzada del “movimientismo” que usaron las izquierdas latinoamericanas en los años sesenta; no es un partido orgánico, con estructura, representación de clases, cuadros o masas, en el sentido clásico. Es muchedumbre más que organización. Por tanto, carece de los pilotes indispensables de una cimentación partidista funcional ―disciplina, lealtad, coincidencias sustantivas―; es, más bien, una combinación variopinta de oportunismo, militancia y transfuguismo, donde cada quien gestiona sus propias filias, fobias e intereses, lo que le va a dificultar tanto la integración de un equipo propio como el manejo orquestado con “su” bancada legislativa, porque en sentido estricto no es suya sino del que ya se fue, propenso a mecer la cuna.

Como no es un partido clásico, no tiene, por consecuencia, un programa como tal. La llamada cuarta transformación nunca tuvo densidad histórica o social, ni un diseño doctrinario y conceptual de verdad. Tiene más clientes electorales que seguidores orgánicos o ideológicos. Ha sido una colección de clichés y ocurrencias más o menos pegajosas pero no un programa de cambio de sistema o de régimen, de forma de Estado, de gobierno o de organización territorial. Y no puede haber segundo piso sin el andamiaje del primero. La transformación ha sido, más bien, una deriva autoritaria. La candidata oficial, si gana, deberá decidir entonces si carga con eso como camisa de fuerza o intentará hacer viable, de tenerla, una agenda propia.

En segundo lugar, por las razones mencionadas al principio, esa hipotética agenda estará comprometida y en buena medida desplazada por el arribo de la estación podrida: las cuentas que los actores económicos y políticos, los grupos de presión y los adversarios quieran ajustar con su antecesor para cobrarse aquello que, a su juicio, afectó sus intereses, de palabra y de obra, durante estos años. Las rupturas no son inéditas en México ni son ajenas a la traición, ese “acto fundacional de la política”, según algunos. Las venganzas pueden no ser inmediatas porque, como quería Shakespeare, es un plato que se come frío, pero colocará a la eventual presidenta ante una disyuntiva cruel si quiere gobernabilidad: ceder a los instintos freudianos de matar al padre por mero sentido de conservación o, en caso contrario, nulificar su mandato y asumir el desgaste. Lo cierto es que la presión interna y externa, mediática y política, aún de sus partidarios, será muy intensa y pueden rodar cabezas.

El tercer frente, mucho más delicado, no será la oposición, sino igualmente los nuevos jugadores en el campo cenagoso recibido. Por un lado, deberá decidir el tipo de entente que quiera o pueda construir (si es que quiere y puede) con una delincuencia organizada cada vez más fuerte y sofisticada que no está dispuesta a ceder ni a perder un ápice de los territorios físicos, financieros, institucionales y en cierto modo políticos que hoy domina. Por otro, infinitamente más enredado, es cómo responder a un acertijo crucial para su propia estabilidad y para la seguridad nacional: qué hacer con las fuerzas armadas.

Desde los años cuarenta del siglo pasado, los militares jamás habían tenido tanto poder, atribuciones y dinero como ahora. Los gobiernos de la posrevolución los dejaron hacer a ciencia y conciencia, mirando para otro lado en la acumulación de capital; manteniéndolos a raya con la provisión de apoyos y recursos por “si quisieran levantarse en armas” según cuenta la anécdota atribuida a Reyes Heroles, e incorporándolos a la política partidista ―recuérdese que el PRI tuvo un “sector militar”―, todo lo cual ayudó a que en México no hubiera golpes de Estado. Los militares establecieron así un modus vivendi cómodo y rentable con los gobiernos civiles. Véanse los casos de antiguas dictaduras en América Latina, donde sus fuerzas armadas fueron desplazadas del poder político mediante transiciones democráticas, pero conservaron casi intacto su peso económico, logístico y en buena medida institucional. Chile fue prototípico al respecto, hasta que en años recientes cuatro ex Comandantes en Jefe del Ejército, el cargo más alto en sus fuerzas armadas, fueron procesados o encarcelados.

Con la militarización operada estos años, México parece, como se decía de España durante el franquismo, “un país ocupado por su propio Ejército”. Las fuerzas armadas controlan policías, carreteras, aduanas, bancos, una aerolínea, puertos, aeropuertos, comunicaciones, infraestructura, empresas públicas y un largo etcétera, que no devolverán dócilmente al mando civil al menos por cuatro razones. Una es que sus dominios actuales les dan un poder inédito, como lo evidenció el affaire Cienfuegos. Otra es que ese estatus les permite una gestión mayúscula de recursos públicos y por ende acceso a negocios, legales e ilegales, y extracción de rentas sin una fiscalización civil realmente exhaustiva. Una tercera es que, en caso de que mantengan ciertas operaciones deficitarias -aeropuerto, trenes, puertos-, necesitarán una gigantesca inyección de recursos adicionales del presupuesto federal con los que éste no cuenta. Y, por último, la más importante: por su propia seguridad jurídica ante expedientes, acusaciones y hechos de presuntos abusos, corrupción e impunidad, que hasta ahora han mantenido blindados y reservados tanto en el insondable sistema de “justicia” militar como en los mecanismos de acceso a la información.

Suponer, por tanto, que del poder que ahora tienen volverán a las más modestas tareas, aunque muy apreciables, de ayudar con la distribución de libros escolares, aplicar vacunas u operar planes ante desastres naturales es sencillamente una candidez.

Por último, ¿qué van a hacer, una u otra candidata, con López Obrador? No hay un libreto, porque en mucho dependerá de resortes psicológicos y políticos, pero a algunos expresidentes ―Zedillo, Calderón y Peña― les fue mucho mejor con sucesores procedentes de la oposición. Los conflictos en familia suelen ser más cruentos que entre adversarios y nadie sabe lo que vendrá, pero en la arena política la bicefalia nunca funciona.

El futuro expresidente organizó íntegramente su estructura mental en torno del poder y es difícil salir de ese cepo. No es que no quiera aceptar la finitud, sino que parece psicológicamente impedido para ello. Joseph S. Nye recordaba que para analizar mejor a los políticos habría que prestar más atención a sus niveles de autocontrol. Así le pasó, por ejemplo, a Richard Nixon, que tenía una cabeza analítica y estratégica superior pero jamás logró controlar las inseguridades personales que lo llevaron a su caída, un defecto grave que sólo se conoció con el tiempo. En cambio, Franklin D. Roosevelt, que poseía, como alguien definió, “inteligencia de segunda, pero temperamento de primera”, hizo de la suya una presidencia exitosa.

Las personas con poder siempre se repiten y una compleja combinación de sentimientos nubla su juicio. He allí la semilla de la tragedia griega: la terra incognita, la vida después del poder. En eso la política mexicana, con escasas excepciones, ha sido desgarradora.

Finalmente, hay algo en lo que por mero pragmatismo debieran coincidir ambas candidatas, aunque sus habilidades emocionales parecen muy distintas para este fin, que es la urgente necesidad de proveer cierta dosis de concordia y serenidad en la vida pública, de reducir los peligrosos niveles actuales de encono y de cimentar mínimos comunes entre los distintos actores y sectores sobre las cuestiones cruciales para el país. En cualquier caso, no hay otra forma de enderezar a un país envenenado. Mantener encendida la hoguera de la polarización es un “combate sin gloria”, dice Adriano en sus memorias.

Y la historia es pródiga en ejemplos.

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