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Columna
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Adiós a las redes

El debate espontáneo y libre en las plataformas ha sido sustituido por estrategias bien organizadas para “colocar” temas y la proliferación de campañas de acoso y derribo

Antonio Ortuño
Iconos de varias redes sociales-
Iconos de varias redes sociales-PEXELS (Europa Press)

Curioso y paradójico destino el de las redes sociales, que han pasado de ser portavoces de las inquietudes e ideas colectivas en numerosos terrenos, que van de lo personal a lo social, pasando por las artes y el humor, a un mero campo de batalla para la escenificación adulterada de forcejeos entre grupúsculos políticos.

Las redes, es innegable, ocupan un lugar capital en la vida contemporánea: obsesionan y hacen girar a su alrededor la vida de millones de personas en el mundo. Y los medios de comunicación (a los que, silenciosamente, han ido asesinando y sustituyendo) no cejan en su necio empeño de mirarlas sin parar. Como empresas, las redes se han vuelto conglomerados multimillonarios y muy poderosos, y han terminado por imponer buena parte de la agenda de actualidad en el occidente del mundo durante los años recientes o, cuando menos, de influir en la manera en que esa actualidad se enfoca y se entiende. Pero las mismas razones de su éxito incontestable se han convertido en los motivos por los que ya no pueden ser tomadas en serio.

Comencemos por recordar cómo es que plataformas del tipo Facebook, Twitter, Instagram y demás ganaron el peso que tienen, más allá de los cuentos personales de amistades recuperadas, romances iniciados y familias reunidas en la distancia. Hay un par de casos muy claros de la manera en que las redes comenzaron a influir en la realidad, al animar y permitir, en el último decenio, movimientos de enorme repercusión. Como la llamada “primavera árabe”, por ejemplo, que provocó revueltas en una decena de países del Magreb y la península arábiga, ocasionando, incluso, la caída de varios gobiernos. Y como las denuncias del movimiento #MeToo, que impulsaron la creciente ola de reivindicaciones feministas y la lucha internacional contra las violencias históricas ejercidas sobre las mujeres.

A partir de esos y otros episodios (podríamos hablar de las revueltas en Chile y Puerto Rico, del #BlackLivesMatter, etcétera) se creó una percepción muy sólida de las redes como un espacio progresista, crítico, que movía a la acción directa y obligaba que el diálogo entre las élites y los ciudadanos regulares dejara de producirse nada más de arriba hacia abajo y se volviera un tanto más horizontal. Pero tantas virtudes no pasaron de noche para el medio político y los grupos de presión asociados a gobiernos, partidos y demás entidades obstinadas en conseguir o retener el poder. Así, hemos visto como en unos pocos años todas las redes, pero en especial Twitter, que quizá fue el espacio más centrado en la crítica y el debate, eran invadidas por hordas de bots (perfiles automatizados para servir a un propósito de difusión o ataque) y de cuentas manipuladas (cada vez más comunes), al servicio de políticos, funcionarios, partidos y grupos de poder.

El debate espontáneo y libre en las redes fue sustituido por estrategias bien organizadas para “colocar” o “bajar” temas (mediante el uso de hashtags) y la proliferación de campañas de acoso y derribo contra los rivales. Y esta costosa adulteración (porque operar de ese modo en las redes tiene un precio, que capitalizan los gurúes que operan las “granjas” de cuentas militantes) provocó una carambola aún peor: que numerosos participantes de las redes decidieran “alinearse” al discurso de uno u otro grupo y, de ese modo, convertirse en cajas de resonancia gratuitas, que hacen lo mismo que las cuentas pagadas y los bots, pero por voluntad.

En ese punto nos encontramos ahora. Millones de dólares se invierten, cada día, para conseguir que las redes reproduzcan inercialmente los discursos envenenados de la política. Y las plataformas se vuelven indistinguibles de las parrillas comerciales y de la propaganda de los medios militantes. Y así es como otro espacio de libertad se cierra. Quizá el único remedio sea abandonar o limitar las redes y buscar nuevos y mejores lugares para el diálogo y el debate.

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