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Combat rock
Columna
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La barra brava del presidente

El arrabalero comunicado oficial de respuesta a los parlamentarios y el “cierre de filas” de los funcionarios, voceros y paleros del régimen es un ejemplo inmejorable de la política de barra brava que ha instaurado López Obrador

Antonio Ortuño
Gobernadores de Morena en un acto del partido.
Gobernadores de Morena en un acto del partido.Mario Jasso (CUARTOSCURO)

Un amigo, periodista deportivo, me comentaba hace unos días, después del espantoso episodio de violencia en el estadio del Querétaro, que el futbol mexicano se ha vuelto tan soporífero que las evoluciones de las barras bravas ya funcionan como un espectáculo en sí mismo: en el campo a veces no pasa nada, pero en la tribuna qué tal. Algo así sucede con la presidencia de Andrés Manuel López Obrador. En el “terreno de juego” de las políticas públicas, su llegada al poder ha significado escaso avance, cuando no un franco retroceso. La médula de su ejercicio se ha dado, en realidad, en el continuo show de sus polémicas, descalificaciones y manoteos.

La realidad mexicana en 2022 es cruda, por no decir desoladora. Veamos: hay más pobreza, ahora, que cuando comenzó la presidencia y menos esperanza de salir de ella, porque la inversión se ha contraído, no solo por las secuelas de los cierres y quiebras de la pandemia, sino por la desconfianza generalizada en el desempeño del gobierno. La educación y la salud se han convertido en “cajas chicas”, despojadas de presupuesto a costa de la vida, por ejemplo, de niños con cáncer que han dejado de recibir tratamiento, o de la estabilidad de los alumnos de las escuelas de tiempo completo recién defenestradas (y eso por no mencionar la lenta e incongruente reacción oficial ante la covid-19, que incluyó desalentar el uso de cubrebocas, negar la gravedad de la saturación hospitalaria y minimizar el costo humano, que ha superado el medio millón de víctimas en los conteos de sobremortalidad).

La violencia en las calles ha alcanzado máximos históricos: casi 115.000 homicidios se han perpetrado en apenas la mitad del sexenio cuando, solo como referencia, en la totalidad del ultraviolento periodo de Felipe Calderón se produjeron 132.000; y los grupos criminales, lo vemos cada día, dominan anchas zonas del territorio nacional, mientras la prensa está bajo fuego y siete periodistas han sido asesinados en lo que va del año. Por si fuera poco, los reportes al respecto de amaños, sobrecitos, preferencias y negocios a modo en el gobierno han seguido produciéndose, incluso en el entorno cercano del mandatario (ya han salido salpicados su hijo, su hermano y una prima, además de funcionarios de primer nivel y no pocos porristas).

Los logros que presume el mandatario son modestos: organizar unos programas de reparto de dinero a jóvenes y ancianos, y poner en marcha la construcción de megaproyectos que nadie consideraba indispensables antes de la obcecación presidencial, como el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas o el aeropuerto Felipe Ángeles. En realidad, sus esfuerzos están concentrados en las tribunas y en la política entendida como un espectáculo construido a base de controversias y descalificaciones: el día en que no arremete contra los académicos, intelectuales o periodistas que no lo apoyan (y los acusa de conservadores y corruptos), embiste contra España o Austria (por no ofrecer disculpas por la conquista de los pueblos originarios hace cinco siglos, en un caso, y por no devolver el penacho que Moctezuma regaló a Carlos V en el otro) o contra una miríada de blancos: feministas, ambientalistas, defensores de derechos humanos, científicos, etcétera.

El pasado viernes, el presidente desató su furia contra el Parlamento Europeo, que pidió proteger a los periodistas y recordó que, estadísticamente, es México el país más peligroso del mundo para ejercer el oficio. El arrabalero comunicado oficial de respuesta a los parlamentarios y el “cierre de filas” de los funcionarios, voceros y paleros del régimen es un ejemplo inmejorable de la política de barra brava que ha instaurado López Obrador, en donde lo importante no son los resultados (porque son pésimos) sino “defender la camiseta” mediante los golpes a los rivales, las porras desaforadas y las mentadas de madre.

Así va el sexenio: mientras el país es goleado en la cancha, el presidente actúa como el líder de una barra brava dedicada a repartir leña en las gradas. Los resultados están a la vista.

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