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La crisis del Coronavirus
Columna
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Mi contagio de covid: descuido, cierta ética y el pinche bicho

Que mi caso sirva para que alguien más se cuide más y mejor, para que no olvide que la salud es un asunto colectivo, que el bienestar de uno es, ante todo, el bienestar de los demás

Emiliano Monge
El escritor Emiliano Monge posa para una fotografía en Ciudad de México, en noviembre de 2018.
El escritor Emiliano Monge posa para una fotografía en Ciudad de México, en noviembre de 2018.Gladys Serrano

Empezó como una tos cualquiera: en el pecho, luego, en la garganta y, finalmente, en la boca.

Durante el último año y medio, como la mayoría de las personas —en la medida de las posibilidades, la realidad práctica y la economía de cada cual—, extremé mis precauciones sanitarias y abandoné o puse en pausa un montón de costumbres, hábitos y conductas.

Una de las costumbres que no abandoné, aunque empecé a salir más temprano para no cruzarme con otras gentes, fue salir a correr acompañado de mis perros, algo que llevo a cabo tanto por la salud mental de la manada como por la mía —cinco perros encerrados pueden convertirse en lobos, listos para destrozar lo que se les ponga delante: un sillón, una mesa, un librero con sus libros—.

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La tos se fue, como había llegado antes, de pronto, tras molestarme no más de un par de horas. Entonces pensé que había sido algo alérgico, aunque en el pecho, como recuerdo, me había quedado un ardor raro.

Durante una de esas carreras sin meta, el lunes 28 de junio, cerca de las 7.00 o 7.30 de la mañana, un pastor belga escapó de sus dueños y atacó a uno de mis perros, un cachorro de 10 meses, mordiéndole el cuello y arrancándole un trozo de oreja —la cosa no terminó peor, porque otro de mis perros, Hule, un animal de casi 60 kilos, reaccionó al instante, defendiendo a Alambre y poniendo al pastor belga en huida despavorida—.

Escuchar los chillidos de un animal asusta, pero asusta más, claro, la sangre. Por eso, porque Alambre sangraba copiosamente, volví a casa realmente asustado. Y esto, que estuviera asustado, es importante aclararlo porque dicho estado me llevó a cometer el primero de los descuidos que encadenaría en las horas posteriores: en vez de ponerme un cubrebocas médico, el miedo, la preocupación, en realidad, me llevó a colocarme lo que encontré antes a mano: uno de esos cubrebocas de tela que, sabemos, aunque son más cómodos, sirven para poco.

El ardor de pecho, un ardor que no parecía tener nada que ver con mis inhalaciones ni mis exhalaciones, tal y como había sucedido antes con la tos, se retiró igual que había llegado: de repente, tras haber reptado bajo mi esternón un día y tras sembrar un curioso dolor en la base, en la musculatura de mi lengua.

Del segundo de mis descuidos fui consciente mucho después, cuando el bicho ya había invadido mi sistema: al llegar a la clínica veterinaria, mientras dejaba a Alambre sobre una plancha de metal, el médico me dijo: “vas a tener que ayudarme, porque estoy solo… los muchachos andan enfermos”. Estoy seguro de que, en cualquier otra situación, es decir, cualquiera en la que no pensara al 100% en el cuello de mi perro, aquella frase habría encendido alguna alarma. Es así, sin embargo, como funciona el descuido: uno se desplaza —por preocupación, pero también por hartazgo o por necesidad de evasión— del centro del cuidado de sí.

Y cuando uno se ha desplazado de ese centro —el del cuidado de sí en términos greco-latinos, es decir, como práctica de libertad que impone, para poder cuidar de los demás, el cuidado de uno mismo— se desata la tormenta perfecta de descuidos: durante hora y media permanecí en un cuarto de tres por tres, sin mayor ventilación, acompañando al veterinario que salvó a Alambre, pero que había contraído el bicho, algo que no sabría hasta después de haberme empezado a sentir mal y haberme hecho la prueba. Media hora antes de recibir mis resultados, cuando me preguntaba cómo era posible si me cuidaba y estaba vacunado, recibí el mensaje del veterinario: “toda la clínica salió con covid, te lo cuento para que tomes tus medidas”.

El dolor en la base, en la raíz, para decirlo de otro modo, de mi lengua —ahí había anidado el malestar aquel, en el origen de su musculatura—, no se fue como se habían ido antes la tos y el ardor de pecho. Y fue ese dolor, que me lastimaba al tragar, pero también al hablar, el síntoma que me llevaría a pensar, por primera vez, que igual y aquello era el bicho.

Dichas medidas, por desgracia, debían haber sido tomadas antes —lo habían sido, de hecho, como ya dije: cambié costumbres, hábitos y conductas, cuidaba a consciencia de mí y de los demás y estaba vacunado—. Ante un virus, sin embargo —más ante uno nuevo, como dice Miguel Pita en Un día en la vida de un virus (del ADN a la pandemia)—, casi nada es suficiente: las vacunas —sin las cuales mi enfermedad, como la de tantos otros, habría sido peor—, no garantizan inmunidad absoluta, pero mitigan —esto es lo esencial— la enfermedad grave —basta ver cómo crece de nuevo la ola de contagio, pero no la de muerte—; casi nada es suficiente e, insisto, basta el menor descuido para que el muro que uno ha erigido se agriete por el rincón menos pensado y sus ladrillos se desvanezcan —como si en verdad hubieran sido sólidos— en el aire.

Pero decía que el mensaje del veterinario llegó cuando los síntomas del bicho habían aparecido —cuento aquí esos síntomas y esos malestares, con la esperanza de que mi experiencia sirva como otra advertencia a quien lea estas palabras, sobre todo ahora que vemos escalar de nuevo las pendientes—; no pretendo aleccionar, acaso invertir el sentido del temor: que el miedo que me llevó a descuidarme sirva para que alguien más se cuide más y mejor, para que no abandone el cuidado de sí ni olvide que la salud es un asunto colectivo, que el bienestar de uno es, ante todo, el bienestar de los demás: los que aún no están vacunados, los que no pueden extremar precauciones ni cambiar costumbres, los que son, siempre, más vulnerables a la enfermedad.

Todo empezó con una tos cualquiera, casi la de una alergia, una tos que tras de sí dejó un extraño ardor de pecho, ardor de pecho que sembró un dolor agudo en la base de mi lengua. Entonces, pasados un par de días, la tos y el ardor de pecho volvieron, al tiempo que el dolor de lengua se expandía hasta alcanzar mis extremidades. Adolorido, me fui a dormir, tras recibir, además, el resultado positivo de mis exámenes y el mensaje del veterinario. Al día siguiente, cuando desperté, los dolores de la noche anterior se habían vuelto insoportables y se habían adueñado del resto de mi cuerpo, de cada pedazo de mi ser, sin exagerar una palabra.

Hace años padezco una enfermedad autoinmune que me genera, entre otros problemas, dolores intensos —esta es otra de las razones por las que corro todas las mañanas—, pues bien, nunca, ninguno de esos dolores, ni en mis peores crisis, me llevaron a experimentar lo que padecí durante los días que siguieron, en los que, literalmente, el bicho me llevó a pesar —era esto lo que sentía exactamente— que mis músculos estaban siendo separados de mis huesos, al tiempo que me estallaba la cabeza, tenía certeza de cada una de mis vísceras y me escocía cada centímetro de piel.

Lo que sería sin vacuna, pensé una y otra vez durante los seis o siete días posteriores —acá quiero aprovechar, por cierto, para explicar que he decidido no decir cuál vacuna me tocó, para no generar malentendidos: no existe la vacuna perfecta, pero tampoco la que no ayude, la que no permita transitar mejor la enfermedad y con mayores posibilidades de recuperación—, durante los cuales, por supuesto, los dolores no serían el único síntoma que me postraría.

Tras aquellos, aparecieron, uno tras otro, los síntomas sobre los que tanto hemos escuchado: la fiebre, un cansancio lapidario —como si no hubiera dormido en años—, el embotamiento de cabeza y el ardor de garganta, pero también estos otros, sobre los que se ha escuchado menos: un malestar en los riñones que me hacía orinar lumbre, un picor insoportable en los ojos y una espantosa congestión desprovista de fluidos.

Dichos síntomas nuevos, aunque se deben también a la inflamación sistémica, resultan de las mutaciones —”establecida la dinámica de convivencia con una especie, el virus tiene más encontronazos con sus defensas y se vuelven habituales las mutaciones (…) porque las partículas víricas novedosas escapan con más facilidad que los viriones originales a dichos enfrentamientos”, escribe Miguel Pita—.

Al final, porque pude cuidarme como debía y porque había sido vacunado, me alcanzaron los días en que los dolores dejan de ser constantes, al igual que el resto de los síntomas. Son los días en los que uno se cree curado, pero no: el bicho se divierte con nuestra desesperación, tal y como hizo antes de infectarnos.

Son los días en los que uno cree, pues, que ya no hay infección, aunque la infección sigue ahí: nos lo recuerda la vuelta intempestiva del malestar, un malestar que, de repente, es igual que al comienzo. Es así como el virus busca engañarnos, para asegurar su propia supervivencia, es decir, para infectar otro organismo. Y es así como volvemos a quedar a expensas del descuido.

Y es que debemos tener claro que no es fácil saber en qué momento nos hemos curado, que no debemos, pues, ceder de nuevo ante el hartazgo. Porque lo único que un enfermo puede hacer es asegurarse de no contagiar a nadie más, guardar distancia el mayor tiempo posible de los otros. Hacer girar la ética, como decía Michel Foucault retomando la tradición greco-latina, en torno del cuidado de sí y de los demás. Ante las mutaciones del virus, debemos oponer esta otra mutación: la de nuestra ética.

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