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Suprema Corte de Justicia de la Nación
Tribuna
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Ley Zaldívar: dos presidentes y un poder

El alargamiento del mandato del presidente de la Suprema Corte de Justicia hiere de muerte a la división de poderes, a la autonomía del Poder Judicial y a la independencia judicial

Roberto Lara Chagoyán
Arturo Zaldívar, ministro presidente de la Suprema Corte de México, posa durante la entrevista.
Arturo Zaldívar, ministro presidente de la Suprema Corte de México, posa durante la entrevista.HECTOR GUERRERO

En México acaba de consumarse una reforma legal mediante la cual se extiende por casi dos años el cargo del presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Esa reforma no solo es aberrante por contradecir el artículo 97, párrafo cuarto, de la Constitución, sino sobre todo porque representa un paso muy serio hacia la concentración del poder. Los protagonistas de la reforma lo saben y lo desean. Ahora mismo deben estar celebrándolo. Si hurgamos en sus propósitos no sería tan aventurado pensar que se trata de desmantelar un Poder Judicial que desde la reforma de 1994 había estado contribuyendo, con sentencias audaces y limitadoras del poder, a diseñar políticas públicas y a hacer efectivos algunos derechos fundamentales; estaba, pues, judicializando la política.

Durante las dictaduras militares y los regímenes autoritarios que asolaron América Latina durante buena parte del siglo XX, los jueces de nuestros países se consideraban a sí mismos como ajenos a la política, en el sentido de que sus decisiones no suponían una auténtica limitación o contrapeso al poder establecido. Las constituciones eran consideradas más políticas que jurídicas. Por ello, el trabajo de los viejos jueces se limitaba a resolver, casi exclusivamente desde los códigos, las controversias entre los ciudadanos (delitos, contratos, divorcios, relaciones laborales, etcétera) en una suerte de isla desde la que se incidía muy poco sobre los otros poderes. En otras palabras: la política no estaba judicializada.

Pero esta situación cambió (o al menos se atenuó) cuando los regímenes autoritarios transitaron hacia horizontes un poco más democráticos. Las nuevas constituciones o sus profundas reformas dotaron a los jueces de mayores competencias y, desde luego, de mayor poder contra el poder. De este modo, la Constitución empezó a ser entendida como la fórmula por excelencia para organizar el poder, reconocer derechos fundamentales y diseñar mecanismos legales para hacerlos efectivos. El tránsito fue saludable porque, entre otros beneficios, hizo posible una atenuación del hiperpresidencialismo. En otras palabras: se avanzó hacia la judicialización de la política.

Pues bien, el alargamiento del mandato del presidente de la Corte supone un regreso al pasado, porque constituye una correa de transmisión de mando que une a dos presidentes: el de la República como señor y el de la Corte como vasallo. Se busca que la Corte deje de ser una “amenaza constitucional” contra los caprichos del presidente de la República y su pretendida transformación. Para lograrla, ha de transformar al Poder Judicial en una agencia de confirmación legal de su proyecto político y, probablemente en el aval de su reelección en 2024. En otras palabras: con esta reforma se busca la politización de la justicia.

Desgraciadamente, este no es el único efecto nocivo de la reforma. También hiere de muerte a la división de poderes, a la autonomía del Poder Judicial (autogobierno de los jueces) y a la independencia judicial. La división de poderes, porque al “carro completo” en el Congreso —que ganó en buena lid en las elecciones de 2018— se busca sumar un Poder Judicial sometido, con lo que se avanza hacia un poder concentrado y no dividido, es decir, un solo poder. La autonomía o autogobierno, porque el Poder Judicial dejaría de tomar libremente sus propias decisiones en lo relativo a su funcionamiento orgánico: adscripciones, disciplina, carrera judicial, relaciones laborales, inamovilidad de los jueces, irreductibilidad salarial, etcétera. Si la longa manus del poder político se entromete en esas cuestiones, la autonomía pasaría ser un chiste. Pero lo más grave es que la autonomía es una condición necesaria de la independencia judicial, con lo cual si se afecta aquella, también se afecta esta.

La independencia judicial, entendida como el deber del juez de resolver los conflictos sin dejarse influir por factores ajenos al Derecho, se ve seriamente afectada por la reforma, porque con un caballo de Troya dentro de la casa, las cotidianas amenazas contra los jueces que se lanzan desde el púlpito presidencial tienen mayores posibilidades de ser cumplidas. No es lo mismo tener al enemigo del otro lado del frente de batalla que dentro del cuartel. Esta noche, estoy seguro, solo durmieron bien los jueces sometidos o despistados, porque los que tienen bien puesta la toga se sienten, y no es para menos, realmente amenazados.

Y a todo esto, ¿por qué debería preocuparse el ciudadano de a pie? Por la sencilla razón de que el deber de independencia judicial tiene como correlativo el derecho de los ciudadanos a ser juzgados por tribunales que resuelvan exclusivamente desde el Derecho. La diferencia entre un juez y un funcionario democráticamente electo, es que el primero no representa a nadie, no tiene —o no debería tener— sesgos partidistas, religiosos o ideológicos, sino juzgar a todos por igual bajo el imperio de la ley; por el contrario, el segundo sí representa a un grupo con determinada ideología y con ciertas preferencias. Si los jueces son controlados desde la política, corremos el peligro de que, al menos una buena parte de ellos, sean instrumentalizados y obligados a hacer valer el evangelio de López Obrador.

A mi juicio, los dos presidentes (uno por acción y el otro por omisión) incumplen la obligación elemental de la democracia: convivir con gente que piensa diferente. Por ello pretenden hacer de dos poderes uno solo. Hay una famosa frase del juez y filósofo norteamericano, Learned Hand, que le escuché a Martín Böhmer y que viene a cuento: una de las cuestiones básicas para vivir en un sistema democrático es no estar seguro de que uno tiene razón. López Obrador, por el contrario, está bien seguro de que la tiene.

Roberto Lara Chagoyán es director nacional del Programa de Derecho del Tecnológico de Monterrey.


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