Mauricio Hoyos: “Hay que acabar con el mito de los tiburones asesinos. Somos nosotros los que matamos cientos de miles al día”
Tras sobrevivir a la mordida de un tiburón de Galápagos de casi cuatro metros, el biólogo marino y conservacionista mexicano continúa luchando contra el estigma que existe sobre estos animales
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No hay película que haya hecho más daño a la reputación de un animal que Tiburón de Steven Spielberg. Se estrenó en el verano de 1975, pero el miedo que infundió en la gente sigue latente 50 años después. Al biólogo marino Mauricio Hoyos, en cambio, le produjo el efecto contrario. “Me hizo enamorarme del tiburón blanco y dedicar mi vida a trabajar con estos animales increíbles”, reconoce el mexicano, que recibe a América Futura en la casa de su madre de la Ciudad de México, donde se recupera del grave accidente que sufrió hace unas semanas en aguas costarricenses.
Hoyos, que normalmente reside en La Paz, en la península mexicana de Baja California, había viajado a las islas Coco como parte de la Coalición One Ocean Worldwide para la conservación de los océanos y su biodiversidad. El objetivo de la expedición consistía en implantar marcadores en tiburones martillo para seguir sus movimientos locales y migraciones, mapear las coordenadas de su hábitat y poder llevar a cabo un seguimiento de sus poblaciones, drásticamente reducidas en todo el mundo en las últimas décadas. Una actividad fundamental para su protección y que forma parte de la rutina del biólogo, que ha realizado unos 2000 marcajes a lo largo de su trayectoria.
Armado de su hawaiana, un arpón de pesca con una punta especial para ello, acababa de instalar un transmisor en una hembra de la especie de Galápagos de casi cuatro metros y se disponía a recoger sus datos en una tablilla cuando recibió una mordida que casi le cuesta la vida. Según cuenta, aquel ejemplar le había llamado la atención por su tamaño, “así que cuando la vi nadar hacia el fondo fui detrás. Me orienté hacia ella y le disparé en la base de la aleta dorsal, donde tiene la capa muscular más gruesa y no lo lastimas tanto”. Pero el animal reaccionó al pinchazo, se dio la vuelta y entonces sucedió todo. “La vi de reojo girarse hacia mí y mi reacción inmediata fue bajar la cabeza. De repente, me quedé con la cabeza dentro de su boca. Fue increíble, sentí la presión de la mordida, ¡cómo me crujía el cráneo!”, relata.

En el lado izquierdo de su rostro, se dibujan las llamativas cicatrices del accidente: marcas de los 29 dientes que el escualo le clavó. “Una pulgada para arriba, y te quita el ojo; una para abajo y adiós al cuello”, le dijo el cirujano a Hoyos. “Fue una mordida defensiva. Si hubiera sido un ataque, yo no estaría aquí”, aclara él, que ha dedicado 30 de sus 48 años a estudiar el comportamiento y reproducción de estos peces, que están entre los más enormes y amenazados del mundo.
“Me perdonó la vida”
Al contrario de lo que la mayoría cree, los expertos llevan años evidenciando que sólo tienden a agredir como un reflejo de autodefensa. “Mi cabeza estuvo dentro de su boca, yo era el animal más vulnerable en ese momento, y ella no hizo más que marcar la mordida y soltarme”, cuenta el biólogo. Como explica, cuando los tiburones quieren acabar con su presa, giran de forma brusca la cabeza. “Sus dientes están diseñados para cercenar. Primero muerden y luego sacuden la cabeza hacia los lados. Me pudo haber matado al instante y no lo hizo. Me perdonó la vida”.
A partir de ese momento, el tiempo empezó a correr a cámara lenta. En la embestida, el animal rompió las mangueras del equipo que suministran el aire, que salió a toda presión. “Lo que la espantó”, relata Hoyos, quien nunca perdió la calma de la situación. “Era consciente de que estaba en peligro, pero sabía lo que tenía que hacer”, asegura. Su conocimiento sobre el comportamiento de los tiburones, saber que el animal no le quería atacar, y una experiencia de más de tres décadas de buzo fueron factores claves para que sobreviviera.
Normalmente, el biólogo marino no suele sumergirse a más de 20 metros. Pero le habían pedido no marcar mientras había actividades turísticas. “La única hora a la que se podía era a las 12, cuando los animales nadan muy profundos, a 40 metros”, cuenta. El científico sólo pensaba quedarse pocos minutos a ese nivel del mar. Pero ese fue el instante en el que ocurrió el incidente. La manguera por la que respiraba ya no le daba suministro de aire, así que el científico corrió a agarrar el octopus, el tubo de emergencia del equipo. Y empezó a ascender despacio. “A esas profundidades, no puedes mantener el aire al subir, porque cuando baja la presión se expanden los gases y pueden explotar los pulmones o la pleura”, relata. Entre el agua que le había entrado en el visor y la cantidad de sangre apenas podía ver cuando apareció la luz del mediodía como un resplandor y, con ella, la enorme sombra de la hembra que la había mordido. “Me rodeó dos veces, pero no me hizo nada. Por eso, insisto, si hubiera sido un ataque, ella me hubiera seguido y acaba conmigo. Tenía la fuerza y el poder”, recalca.
En la superficie, le esperaba el capitán de la lancha que rápidamente le ayudó a acomodarse y a retirarle el equipo. “Cuando me vio, se quedó como 10 segundos sin decir nada del impacto. Yo imaginé que me había quedado sin cara, la sentía desgarrada”, cuenta el biólogo, mientras se lleva una mano a la oreja izquierda cosida a puntos. Tras quitarse el visor, empezó a escurrirse la sangre a borbotones. “Dicen que cuando los tiburones huelen una gota de sangre, entran en un frenesí alimenticio, que se vuelven locos. Yo no paré de sangrar desde los 40 metros hasta la superficie y aquella hembra no me siguió para comerme. Porque nosotros no somos parte del menú del ecosistema marino, nuestra sangre tiene otros componentes que no tienen las presas de los que ellos se alimentan de manera habitual”, asegura Hoyos, gran conocedor de la conducta de estos peces.

El accidente que acaba de sufrir se trata del primer incidente que tiene con uno de ellos. “Entre biopsias y marcajes, he utilizado la herramienta de marcaje miles y miles de veces y con varias especies: tiburones blancos, que pueden llegar a 5 metros, con puntas plateadas, y hasta tiburones toro, los que tienen la mordida más fuerte de todos en comparación a su tamaño. A todos ellos, los disparas y se van”, destaca. Los únicos que han reaccionado alguna vez, cuenta, son los de Galápagos, “aunque nunca me habían mordido Son animales muy grandes, y dominantes”. Y lo que suelen hacer, explica, “es bajar las aletas y encorvarse para mostrar que no están felices con tu presencia”.
Esa fue precisamente la reacción que tuvo aquella hembra hacia el otro buzo que acompañaba aquella mañana a Hoyos, y que pudo observar toda la escena. “Después de morderme se dirigió hacia él, le hizo un desplante como amenaza y se fue”, relata el científico, muy agradecido por la “rápida y excelente” atención médica que recibió por parte de las autoridades costarricenses. Y orgulloso también de poder haber podido completar su misión.
“El sistema inmune de los océanos”
Los transmisores que consiguió colocar aquel día mandan señales ultrasónicas para ser detectadas por unos receptores instalados a lo largo del Pacífico Este Tropical hasta Estados Unidos. “Cada vez que el tiburón pasa en un rango de 500 metros por el lugar, se detecta su señal. Entonces, nosotros sabemos cuándo están ahí y cuándo se van”, detalla el biólogo, que se la pasa viajando de país en país para sumergirse entre ellos.
“Estos animales son altamente migratorios y, aunque tenemos áreas marinas protegidas, no respetan las fronteras hechas por los seres humanos. Por eso, queremos protegerlos no sólo en naciones aisladas, sino de manera internacional”. Como ejemplo, cuenta con emoción el caso del desplazamiento más extenso que ha monitoreado: el de un tiburón de Galápagos que hizo una travesía de hasta 2200 kilómetros. “Se marcó en el archipiélago de Revillagigedo en México, el área natural protegida más grande de Norteamérica, y se movió a Clipperton, Francia, y de ahí se movió a las aguas de Ecuador”, apunta.

Colocar estos dispositivos “resulta fundamental para determinar corredores submarinos entre áreas protegidas”, explica Hoyos, uno de los fundadores de la organización Pelagios Kakunha. Creada en el 2010 con su colega James Ketchum, el principal objetivo de esta asociación es generar información acerca de tiburones migratorios y darle las herramientas al Gobierno mexicano para que protejan a estos animales, los cuales cumplen un papel fundamental en sus ecosistemas. “Son como el sistema inmune de los océanos, ellos se alimentan de los organismos muertos, enfermos y viejos precisamente para mantener esta salud en el ecosistema. Es importantísimo protegerlos”.
Hollywood contó una historia de estos animales, apunta el científico, “cuando no había nada de información y tecnología. Ahora que la hay, quiero demostrar la otra cara de los tiburones. Debemos acabar con el mito de que son asesinos, cuando nosotros matamos cientos de miles de tiburones al día y, al año mueren muy poquitos seres humanos por incidentes con ellos. De los 286 ataques reportados entre 1876 y 2010 por tiburón blanco, sólo el 10% fue mortal”, afirma el biólogo, ansioso por recuperarse del todo y poder volver a la siguiente expedición.
Como concluye, estos animales llevan 450 millones de años en los océanos, medio que nosotros invadimos. “Los tiburones son el recordatorio de que no somos la única especie del planeta ni la más importante. Y como parte de un todo, debemos respetar ese equilibrio”.
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