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PRI
Columna
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¿Regreso al ogro filantrópico?

Desde el Senado, el sonorense Manlio Fabio Beltrones lamenta una vuelta al pasado puramente priista

Manlio Fabio Beltrones en el Senado de la República, el 26 de noviembre de 2024.
Manlio Fabio Beltrones en el Senado de la República, el 26 de noviembre de 2024.Graciela López Herrera (Cuartoscuro)
Salvador Camarena

Las vueltas que da la vida. El lugar común se vuelve obligado. Ha sido Manlio Fabio Beltrones, el más clásico de los priistas hoy en activo, quien intenta ponerle el cascabel al gato de la regresión. Desde el Senado, el sonorense lamenta una vuelta al pasado puramente priista.

Amo de los acuerdos detrás de bastidores, en esta ocasión Beltrones tomó el micrófono de la tribuna para, esgrimiendo el concepto canónico que acuñara Octavio Paz para el régimen que duró siete décadas, condenar la desaparición de contrapesos al gobierno central.

“Es regresar al antiguo diseño de un Estado plural pequeño y un gobierno obeso y único. Estamos reviviendo al ogro filantrópico que tanto le costó al país erradicar”, dijo Beltrones en su rara intervención, que el jueves circuló ampliamente.

Decir que Morena es el nuevo PRI es tan trillado como insustancial. Por eso la provocación de Beltrones resulta osada. Un dinosaurio, un alumno de “don” Fernando Gutiérrez Barrios, un duro gobernador, un maestro de la grilla priista enciende las sirenas yendo más allá.

Manlio toma prestada una de las críticas más elaboradas de las aberraciones de aquel régimen, expuesta además cuando más fuerte se veía el PRI: acababa de triunfar en una elección presidencial sin competidor, y nos aprestábamos a “administrar la abundancia”.

Fechado el 28 de marzo de 1978, Vuelta publicó El Ogro Filantrópico, texto de Paz que rellenaba apretadas siete páginas de la revista que desapareció para convertirse en la actual Letras Libres.

El ensayo arranca con estas líneas: “los liberales creían que, gracias al desarrollo de la libre empresa, florecería la sociedad civil y, simultáneamente, la función del Estado se reduciría a la de simple supervisor de la evolución espontánea de la humanidad”.

En lugar de ello, Paz recorre la historia mexicana para mostrar cómo se terminó formando un Estado patrimonialista, donde una gran familia, la revolucionaria, atrofia las posibilidades de cualquier modernidad, de la democracia plural, en aras de un gobierno fuerte.

“Con Calles, otro general, el gobierno mexicano inició su carrera de gran empresario. Hoy es el capitalista más poderoso del país aunque, como todos sabemos, no es ni el más eficiente ni el más honrado”, dice Paz al brincar de Porfirio Díaz al padre del PNR/PRI como artífice de una burocracia gubernamental que privilegiaba el compadrazgo.

En ese modelo, resalta quien luego recibiría el Nobel, “las dos únicas fuerzas capaces de negociar con el gobierno son los capitalistas y los dirigentes obreros”.

Y el aparato gubernamental, a su vez, se nutre de dos burocracias, que “viven en continua ósmosis y pasan incesantemente del Partido al Gobierno y viceversa”: los burócratas y los compañeros de las filas partidistas.

La resultante de esa mezcla capitalista, sindicalista y burocrática es una “trinidad secular: el Estado es el Capital, el Trabajo y el Partido. Sin embargo, no es un Estado totalitario ni una dictadura (…) En México el Estado pertenece a la doble burocracia: la tecnocracia administrativa y la casta política”.

Todo ello dio pie a que, como cualquiera que vivía entonces lo padeció (o disfrutó), naciera una clase gobernante que “lejos de constituir una burocracia impersonal, forman una gran familia política ligada por vínculos de parentesco, amistad, compadrazgo, paisanaje y otros factores de orden personal. El patrimonialismo es la vida privada incrustada en la vida pública. Los ministros son los familiares y los criados del rey”.

Paz recordaba que una de las reglas del sistema era que “esta sociedad cortesana se renueva parcialmente cada seis años”. Y en cuanto a la normalidad de ese modelo el escritor agregaba: “la cuestión que la historia ha planteado a México desde 1968 no consiste únicamente en saber si el Estado podrá gobernar sin el PRI, sino si los mexicanos nos dejaremos gobernar sin un PRI”.

Cabe recordar otro elemento crítico de la coyuntura en que se publica el texto de Paz, uno que el propio autor consigna deliberadamente. Eran los meses posteriores a la propuesta, desde la secretaría de Gobernación de Reyes Heroles, de una reforma política pluralista.

El régimen, con la legitimidad resquebrajada por la matanza del 68, entre otros escándalos, buscaba la mejor manera de perdurar. Paz es escéptico sobre la reforma de Reyes Heroles, y profetiza, sin saberlo, lo que pasará justo una década después.

Al prefigurar salidas, el autor de El laberinto de la soledad esboza “un remedio visto con horror por la clase política mexicana: dividir al PRI. Tal vez su ala izquierda, unida a otras fuerzas, podría ser el núcleo de un verdadero partido socialista”.

Menos de diez años después, la llamada corriente crítica, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas et al, provocará la fisura que derivará en crisis electoral en 1988 y en el nacimiento, un año después, del PRD, partido a su vez seminal para quien hoy gobierna México.

Esta semana, en el marco de la desaparición de órganos autónomos y reguladores —sin duda, frutos de la sucesión de reformas que se dieron a partir de la de 1977–, Beltrones deplora la posibilidad de que el futuro de México se parezca al pasado en el que él figuró.

Aunque Manlio estuvo ausente en la vida pública el sexenio pasado, compitió para senador en la reciente elección. Fue derrotado, pero le alcanzó para llegar a un Senado en donde la actual dirigencia priista le margina, sin aparente mella en el ánimo del sonorense.

La legislatura va comenzando. Pero en los primeros meses de sus largos seis años ya ha desmontado buena parte del otro régimen, del experimento de una transición donde Manlio, con panistas, priistas y perredistas, se pusieron de acuerdo para maniatar al ogro filantrópico.

Puede decirse que la generación de Beltrones no completó la chamba. Sobre todo, porque las alternancias no estuvieron exentas de lo que Paz mismo subraya como un grave problema del ogro”: su esencia patrimonialista, donde “personas de irreprochable conducta privada, espejos de moralidad en su casa y en su barrio, no tienen escrúpulos en disponer de los bienes públicos como si fuesen propios (…) en el régimen patrimonial son más bien vagas y fluctuantes las fronteras entre la esfera pública y la privada, la familia y el Estado”.

La corrupción aceitaba el sistema político priista. Y las alternancias de 1994 hasta el 2018 sucumbieron dulcemente a esa forma de la vida pública en donde, desde siempre, la clase política, de cualquier origen, considera que vivir fuera del presupuesto es vivir en el error.

Esta semana, la presidenta Claudia Sheinbaum ha reivindicado que el Gobierno tiene que ser el motor de la economía. A nadie sorprenderá una declaración así de la sucesora inmediata de un presidente que era acusado de echeverrista.

La aniquilación de órganos autónomos, y la manifiesta tendencia de Sheinbaum a centralizar aún más el gobierno, empezando por las labores de seguridad, ponen a México, como advierte Beltrones, en la deriva del retorno del estado burocrático.

En ese modelo quienes están dentro del sistema (de la trinidad citada por Paz), viven bien, o requetebién. Sin embargo, serán muchos más los que vivirán de las migajas —acaso filantrópicas— que deje la nueva una familia revolucionaria (o “transformadora”, en caló actual).

Paz concluye su ensayo planteando que dados los vientos de reforma que soplaban, México habría de inventar su propia modernidad; en esa búsqueda, advierte, “lo primero es curarnos de la intoxicación de las ideologías simplistas y simplificadoras”. Si Octavio viviera...

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