El PAN y los impresentables
Al elegir a Romero, Acción Nacional no ha entendido que para una coyuntura como la que se avecina, ese partido necesitaba volver al origen, hacerse presentable, no anclarse en su presente
En un tiempo, el Partido Acción Nacional fue visto como una opción presentable. En medio del festín corrupto de aquel PRI-gobierno impúdico por tantas décadas, la militancia del PAN podía ser etiquetada de gente decente, de personas presentables.
Eso fue hace mucho. En muchos sentidos lo de “mucho”. Podríamos decirlo también así: eso fue hace varias dirigencias blanquiazules; o, eso era cuando sus figuras imponían e importaban; o, hace cuánto tiempo que el PAN se extravió, cuándo se volvió impresentable…
Acción Nacional es el partido decano de México. Los años parecen sentarle cada vez peor y no necesariamente porque hoy lo gobiernen unos ancianos. La nueva dirigencia puede ser acusada casi de todo, menos de senectud, pero eso no significa que sean prometedores.
Con sus 85 años a cuestas, el PAN eligió nuevo presidente nacional el domingo 10 de noviembre. Sin sorpresa, fue ungido para el cargo Jorge Romero, un político que carga a cuestas, desde hace años, escándalos de corrupción y de marrullerías varias.
Las crónicas de esa jornada electoral panista relatan el poco ambiente y la baja participación. A final de cuentas, porque el PAN lleva demasiados años ensimismado, el domingo solo votaron algo así como un viejo Estadio Azteca lleno. Poco más de 100 mil panistas.
México no se entiende hoy sin el PAN. Con lo bueno y lo malo. El experimento democrático vigente hasta 2018 mucho debía a Acción Nacional. A partir de su firme reclamo por elecciones limpias se crearon, a lo largo de décadas, contrapesos al autoritarismo priista.
De igual forma, no pocas de las instituciones que tras haber sido diseñadas como si de fina relojería se tratara terminaron oxidadas por corrupción, ineficiencia y despilfarro; esas que perecerán en estos días luego de que en dos presidencias panistas las llenaran de cuates.
Visto así, entonces no solo sería lógico, sino inescapable que alguien como Jorge Romero llegara a la presidencia del PAN: la confirmación de la profecía que tanto temía Felipe Calderón: que cuando Acción Nacional ganara el Gobierno, el costo sería perder el partido.
Romero es el cachorro de Fox y Calderón, un cruzado capitalino en contra de derechos de las mujeres, socio de políticos perredistas que prometieron reconstrucción del sismo de 2017, promesa que aún hoy agravia a damnificados de esa tragedia.
Si se dice que Morena interpreta eso que llaman “la marcha de la locura”, el PAN hace lo propio con una elección cuya campaña, como advirtió Adriana Dávila, la candidata perdedora, estuvo diseñada desde el principio para simular una competencia que no ocurrió, una democracia inexistente.
Se pierde así una oportunidad dorada de ver en el PAN una opción ante lo que se perfila como un nuevo, y recargado, sistema autoritario en México.
Al elegir a Romero, Acción Nacional no ha entendido que para una coyuntura como la que se avecina, ese partido necesitaba volver al origen, hacerse presentable, no anclarse en su presente.
Carlos Castillo Peraza, presidente del PAN entre 1993 y 1996, sentenciaba en 1987, cuando les eran escamoteados triunfos estatales y apenas si les reconocían los de elecciones municipales, incluidas, eso sí, algunas capitales, cuál era la clave del PAN: “La fuerza del partido radica en que el pueblo confía en él. Su fuerza está en su autoridad moral. Por el contrario, la debilidad del régimen está en su falta de ésta, en el hecho de que ya casi nadie le cree nada, en que ya ni siquiera puede decepcionar, puesto que ya no es capaz de suscitar esperanza alguna”. Algo así como lo contrario a lo que ocurre hoy.
El político yucateco había escrito en otro texto de 1981 lo siguiente: “Para que el pueblo confíe en nosotros, debemos mostrar reciedumbre moral y capacidad de conducción”.
Acción Nacional acumula tres derrotas consecutivas en procesos presidenciales (2012, 2018 y 2024), cada una más catastrófica que la anterior. Su nuevo dirigente proviene del politburó al que se puede acusar de esos tres descalabros.
Si de algo se debió haber tratado la elección de dirigencia panista del domingo, era de quitar de en medio a quienes no hagan pensar en el ADN que mencionaba Castillo Peraza, a quienes no sean vistos como gente confiable, de reciedumbre moral y capacidad de conducción.
Tenían en Adriana Dávila una oportunidad de renovación y le impidieron no el triunfo, sino la posibilidad misma de competir: cerraron la elección a un padrón amaestrado, que obedece a esos mismos que llevan tres derrotas presidenciales al hilo.
Al PAN le urgía emprender el camino de los años ochenta, cuando según lo describe Soledad Loaeza, tuvieron una “estrategia audaz” que les aseguró “una presencia que se traducía en una capacidad de influencia política muy superior a su importancia electoral real”.
Ese logro se basaba, según leemos lo dicho por Felipe Calderón a sus entonces compañeros en noviembre de 1996, a que el PAN se afanaba en buscar “quién puede ganar ante el electorado con fuerza, quién puede ser motor y no lastre en una victoria electoral”.
La dirigencia de Marko Cortés fue un lastre en la pasada campaña electoral. Por ejemplo, su escándalo por las notarías que negociaba en una elección de Coahuila, confesada impúdicamente por él mismo, lo retrata de cuerpo entero.
Romero es cómplice de ese grupo. Clan que dividió, expulsó y marginó a panistas. Y que con su triunfo del domingo será el juguete opositor de Morena.
Es como si Castillo Peraza lo hubiera visto venir hace cuarenta años cuando escribió: “Nos enfrentamos al interior por ser incapaces de oponernos al exterior y acabamos por perder el contacto con la realidad y por ser factor de conservación del statu quo. Perdemos de vista el enemigo real y convertimos al amigo en adversario”.
Jorge Romero heredará las cenizas de un partido al que él contribuye a quemar en la hoguera.
En su coronación el próximo viernes como presidente de un instituto que alguna vez fue presentable, alguien podría recitar, en voz baja o no tan baja, lo que la respetada panista María Elena Álvarez de Vicencio advertía en los tiempos en que Romero ya estaba en el juvenil del PAN: “Ahora habremos de cuidarnos, no tanto ya del tamaño de la fuerza del adversario, sino del tamaño de nuestra potencial debilidad ética”.
El lunes Jorge Romero era todo sonrisas. En Palacio Nacional también tuvieron motivos para reír. Ese PAN, enclenque éticamente, con líderes que son lastre electoral, es la mejor noticia casi al cierre de un año redondo, muy presentable, para Morena.
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