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ESTAR SIN ESTAR
Columna
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Panchúcaro

A Panchúcaro le dije en voz alta la primera línea de la primera novela que escribí cuando andaba de pastor de la palabra ajena

Jorge F. Hernández

Desconozco el motivo original, pero heredé de David Huerta el timbre de llamar Panchúcaro a Francisco Hernández. En algún rincón de la eternidad supongo que el rey David estará celebrando desde una nube a nuestro Panchúcaro por haber recibido merecidísimamente el Primer Premio Internacional Rubén Bonifaz Nuño, pues ambos Poetas y Padrinos con mayúscula sobrellevan la gloria de sus versos con serenidad y ese callado ejemplo de la vera humildad, del oficiante en sílabas que sabe que lo que importa está en el oficio mismo, alejados de quienes fardan con altanería sus méritos impostados, sus multiventas tramposas y trampitas hasta en la métrica.

Huerta y Hernández en el mismo estante –e instante—del propio Bonifaz Nuño, el homérico poeta Maestro de poetas que no negaba sus enamoramientos imposibles con cupletistas efímeras y no se avergonzaba de portar chalecos elegantes –casi estrafalarios—confeccionados en una tapicería de muebles que le quedaba cerca de su casa.

Entre otras epifanías debo a David Huerta la presentación en persona con Francisco Hernández, en una noche feliz que parecía estrellada por la luminosa cofradía que se reunió para celebrar –sin burbujas ni abusos—el sereno sendero de la sobriedad, no exenta de efusiones líricas. David sonrió al confirmar que entre Francisco y mi menda se signó una amistad a primera vista que se mantiene más que latente cinco lustros después. Cuando le fallé a David y otros contertulios con una recaída en el vicio nefando del alcohol, fue Panchúcaro (en tercia con un pintor de puras manchas del arte y un cubano entrañable que se parecía a Joseph Conrad) quienes me ayudaron a volver a la vida, tocar fondo de veras y navegar hasta el sol de hoy sin gota de alcohol en las venas o el alma y así, la bendición de haber recuperado la cercanía de mis hijos habiendo perdido el hogar que formábamos.

En un cuarto de siglo he acompañado a Francisco Hernández desde la barrera como banderillero: he vivido la filigrana de no pocos de sus libros en cocción y hasta conozco la casa natal en San Andrés Tuxtla, donde su madre doña Raquel nos recibía siempre “campiruleando” y le debo el milagro de una novela que sigue inconclusa donde intento honrar la maravillosa historia de un Maestro del Exilio Español que le enseñó a los niños de esa mágica selva veracruzana el placer de leer, las agallas para empezar a escribir e incluso imprimir ellos mismos sus primeras letritas en las ejemplares imprentitas Freinet.

Ese método pedagógico marcó a Pancho Hernández hasta en la clara caligrafía con la que sigue dibujando las letras que luego pasa en limpio sobre las teclas de una valiosísima máquina de escribir Olivetti que le regalé en simbólica prenda por tantas cosas que le debo. Porque también le debo el amoroso ejemplo que vive con Leticia, la que le sugirió durante un año una palabra para poema; tresceintos sesenta y cinco días que se multiplican por años cada vez que ambos vuelven a rimar los nombres.

Le debo mil libros que me ha recomendado y regalado; mil películas que hemos visto juntos y de lejos; le debo la música –casi toda la música—que nos une y que ahora interpretan mis hijos a la jarana y le debo paisajes de Borneo que no conocemos ni él ni yo. Le debo réditos siempre crecientes por sus libros y en mil viajes a San Andrés, la intriga por buscar a su heterónimo Mardonio Sinta –repentista y sus versadas—hasta el día en que ambos descubrimos que el bardo jarocho está enterrado en un páramo cerca de San Andrés Tuxtla que se llama Rincón del Zapatero. Le debo seguir con asombro el descubrimiento de Hernán Bravo Varela y sus ensayos o poemas, pero sobre todo todas las voces que le salen de las entrañaa y también le debo cantarle segunda a Guillermo Zapata, El Caudillo del Son que ha musicalizado versos de Chico Hernández para honra de palmeras en Boca del Río y la delgadísima sombra de Agustín Lara.

La poesía de Hernández es transfusión sanguínea para cualquier otro Hernández, y para todo lector que escuche en silencio la voz de la melancolía feliz, las heridas hechas cicatriz y el sarcasmo sutil de quien sabe reírse de sí mismo. La poesía de Hernández es ahora merecidamente premiada por su incandescencia y por el eco del alma, por el silencio –nada más y nada menos—y también por el festival labiodental-gastrointestinal-esotérico y tropical de los sones que son de Mardonio Sinta.

Alguien ha de editar en un solo volumen sus columnas en periódicos y grabarle en secreto las sobremesas cuando arremete con inteligencia contra las obras de autores milenarios y las ocurrencias de advenedizos; grabarle la manera en que habla de literatura y agradece siempre las enseñanzas que obtuvo entre pergaminos de poetas del siglo de Oro y publicistas del siglo XX (de una sola sentada, lo que sabe de Emily Dickinson y Jomí García Ascot) o lo que murmura sobre las cornadas que da la vida y las profundas alegrías que explican en parte esa rara propensión de Francisco Hernández como el único Poeta del que se sepa que es capaz de batear un jonrón con el diminuto bat con el que escribe –en caligrafía Freinet—sobre el verde diamante imaginario de la página en blanco, la misma que se convierte en reducido pentágono blanco que llamamos Home.

Home Run cada vez que publicas, Panchúcaro; Run Home al patio de tierra, todas las plantas que bordean la cocina de tu casa natal, al filo de la Surada y contra todo Norte (que casi siempre viene del Puerto). Corre a Casa, pelotero de veras, para perdernos en la laguna de Catemaco y definir en raros hexámetros el peso exacto de las sílabas y el sabor de los chanchamitos. Home Run: a casa corre en la memoria de la inolvidable empanada mizantleca que me presentaste el mismo día en que probé el agua de chagalapólin, agua de púrpura y capulín.

Agua morada, pura agua de azar porque te debo una novela (que prometo ya concluir) y las muchas cosas que heredaste a mis hijos y sí, te debo mi otoñal y cíclica propensión a vestir una piyama a rayas tenues y sentir que te sigo la sombra en pleno Yankee Stadium y te debo el recuerdo imborrable de no pocas veces que fuimos juntos a las corridas de toros y aquella neblinosa tarde en que junto con David Huerta nos pasamos las horas cantando a tres voces pura trova yucateca, pura trova vieja cubana como Moneda de tres caras, tu libro del Premio Villaurrutia, retrato en fado de tres voluntades atormentadas, y entre cuerdas danzaba la sombra de tu negra perra llamada Depresión y los manteles olían a Jamaica y agua mineral, desmontados del potro del alcohol en una rara borrachera sobria de sincronicidades.

A Panchúcaro le dije en voz alta la primera línea de la primera novela que escribí cuando andaba de pastor de la palabra ajena, como aprendiz de editor bajo la guía de Adolfo Castañón y la tutela de Jorge Ruiz Dueñas… cuando el Fondo era el fondo que toqué con el ánimo recrecido de inventar la Colección Fondo 2000, entre cuyos 150 volúmenes se me instruyó editar Fuego de pobres de Rubén Bonifaz Nuño. La edición de bolsillo y accesible de ese mínimo tomo monumental la trabajé en varias sobremesas compartidas con Bonifaz en el Club España y no pocas veces se habló de Francisco Hernández sin que pudiéramos imaginar –el Poeta ya ciego y el cegado Editor por admiración—que el agua del azar juntara el nombre de Bonifaz Nuño con el de Francisco Hernández en un notable Premio Internacional que arranca con divisa de postín y por lo menos, otra sincronía o coincidencia feliz: luego de la Colección Fondo 2000 se prolongó mi vida de Editor bajo la guía de Joaquín Díez-Canedo y la tutela de Consuelo Sáizar (cuando el Fondo seguía siendo el Fondo) y allí tuve como si fuera una Maestría en Letras o Doctorado en Sensibilidad, el feliz privilegio de editar El corazón y su avispero de Francisco Hernández en una nueva Colección Cenzontle, con la que se honraba la famosa errata de tiempos de Alfonso Reyes y el padre de Joaquín Díez-Canedo que por instruir por teléfono la palabra Cenzontle se convirtió en Tezontle, pues eso creyó escuchar al otro lado de la línea y al pie de la imprenta el Maestro Torres, añorado tipógrafo de cuando todo fondo (editorial) llevaba en el fondo las entrañas de los poetas mayúsculos, la prosa de escritores de veras, los empeños de las antiguas labores de edición y corrección ortotipográfica y la transpiración de las imprentas casi de tipo móvil… todo eso como parte de la sabia savia que llevaban en la saliva escritores como Rubén Bonifaz Nuño y que le dan solera a un premio que cobra prestigio al celebrar la obra de Francisco Hernández, figura del toreo, tercer bate entre bombarderos del Bronx, jaranero sin cuerdas, repentista e intemporal… amigo incondicional que me salvas la vida –solo por hoy—cada vez que te leo, cada vez que te pienso y sí, cada vez que te extraño tanto sobre el mar que en realidad nos une tanto a pesar del tiempo… tan cerquita que te llamo Panchúcaro.

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