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Caso Ayotzinapa
Columna
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Al borde del “golpe blando”: Ayotzinapa y la militarización

Está en duda la disposición del Ejército a asumir las consecuencias legales de los actos y omisiones de sus miembros en el caso de los 43 estudiantes desaparecidos y, por extensión, en todos los otros casos de abusos de derechos humanos

Alberto J. Olvera
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, y Luis Cresencio Sandoval, secretario de la Defensa Nacional.
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, y Luis Cresencio Sandoval, secretario de la Defensa Nacional.Diego Simón Sánchez (Cuartoscuro)

La semana final de septiembre ha sido prolífica en acontecimientos que han puesto de nuevo en duda la disposición del Ejército a asumir las consecuencias legales de los actos y omisiones de sus miembros en el caso Ayotzinapa y, por extensión, en todos los otros casos de abusos de derechos humanos por parte de militares en el pasado y en el presente. Esta peligrosa constatación se produce justo en el momento que se pretende constitucionalizar la permanencia de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública, a quienes de hecho se entrega esta función decisiva para la vida pública. Es urgente detener este proceso hasta que se lleve a cabo una reforma profunda de todo el estatuto legal del Ejército y de la Armada que las coloque efectivamente bajo el mando civil y en un entorno de rendición de cuentas. Y es más urgente aun detener la absurda y riesgosísima consulta que el presidente pretende hacer para legitimar lo inadmisible: la entrega parcial del poder a las Fuerzas Armadas.

El presidente Andrés Manuel López Obrador asumió como una de sus principales promesas de campaña la resolución con justicia del caso de la desaparición en Iguala de 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa en 2014. Esta tragedia marcó el principio del fin del régimen de la transición a la democracia en México. Sin embargo, a más de cuatro años de mandato, y a pesar de los trabajos de una Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia con rango presidencial, a la cual se le adscribió además una Unidad Especial de Investigación y Litigio (UELCA), y de la extensión del mandato del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), el caso está hoy en un estado de confusión e incertidumbre similar al padecido desde el Gobierno anterior, a pesar de la mucho mayor información disponible.

La causa de esta parálisis está en la confrontación, al interior del Gobierno, de las visiones e intereses de tres instituciones: el Ejército, la Fiscalía General, y la Comisión para la Verdad, encabezada por el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas. La crisis, causada por la negativa del Ejército a entregar toda la información que posee y por la intromisión indebida de la FGR en la UELCA, anulándola de facto e imponiendo una agenda distinta a la programada por la unidad. Este hecho pone en cuestión no sólo la capacidad y voluntad del Gobierno para resolver el caso, sino la legitimidad de la militarización emprendida por el presidente.

Las investigaciones del caso Ayotzinapa han demostrado, casi desde el principio, que el Ejército estuvo involucrado en la construcción de un orden político criminal en la región de Iguala, dominado por el grupo de delincuentes llamado Guerreros Unidos. Las investigaciones de la DEA sitúan a este grupo como responsable del trasiego de drogas desde el norte de Guerrero a la zona de Chicago. No se trataba de un gran cártel, sino de un clan criminal relativamente pequeño, precario en comparación con los que dominan la escena criminal mexicana.

Sin embargo, las investigaciones llevadas a cabo por las autoridades mexicanas y el GIEI demuestran que el grupo tejió alianzas con el alcalde de Iguala y las policías municipales de todos los pueblos de la región y que, por medio de la corrupción, contaba además con la protección de los agentes locales de la Fiscalía y la policía estatales y federales, así como probablemente de la guarnición del Ejército y del destacamento local de la Marina. Este orden, que era continuamente retado por otros grupos criminales regionales (los Rojos, los Ardillos) condujo a que Iguala se convirtiera en uno de los ejes de la desaparición forzada en Guerrero mucho antes de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa.

Un colectivo importante, el de Los Otros Desaparecidos de Iguala, ha documentado decenas de casos, con muchas más víctimas que las del caso de los estudiantes. Increíblemente, ninguna de las investigaciones en curso ha estudiado el desarrollo de ese orden criminal, dejando a las otras víctimas de desaparición forzada en el olvido y bloqueando la posibilidad de entender a fondo la naturaleza de esta fusión entre crimen y autoridades del Estado, especialmente, del papel de las fuerzas del “orden” en él. Ante la tragedia, tanto la organización de los padres de los estudiantes y sus aliados como los Gobiernos estatal y federal, focalizaron la lucha y el conflicto derivado de la desaparición forzada de los normalistas en este único caso, ignorando el orden criminal estructural. Paradójicamente, esta decisión contribuyó, ante todo al principio del proceso, a la invisibilización de la tragedia nacional de la desaparición forzada masiva de personas.

El presidente López Obrador, consiente de que su Gobierno no podría atender el problema nacional de la desaparición forzada, y de que el caso Ayotzinapa tenía una enorme centralidad simbólica y política, decidió resolver este único caso, y usarlo como una especie de demostración de su voluntad de justicia. La parte por el todo, al igual que en el discurso político en que una parte de la población deviene el pueblo entero. Ahora bien, hay que ubicar esta decisión del presidente en el contexto de su proyecto de destruir las instituciones del “régimen neoliberal” y construir un orden paralelo, no necesariamente apegado a la ley, mediante el uso central de dos agentes estatales: los “servidores de la Nación”, ejecutores en la sombra de la política de subsidios generalizados, y el Ejército, cuyo estatuto jurídico especial, fruto del pacto de despolitización de las fuerzas armadas en la fase de consolidación del régimen autoritario priista, se ha mantenido hasta la fecha. Ese pacto le dio al Ejército y a la Marina autonomía administrativa (sin rendir cuentas) y un régimen legal de excepción, por el cual los miembros de los cuerpos castrenses son juzgados en un fuero especial.

El problema central de militarizar buena parte de la Administración Pública sin haber antes cambiado ese estatuto de excepcionalidad es que, una vez empoderado el Ejército, no será fácil someterlo a la disciplina civil. Si ya de suyo la institución castrense ha evitado asumir responsabilidades penales de sus miembros en los años recientes, es de esperarse que se resistirá más aun en la medida que su poder crezca.

Enfaticemos este punto. A diferencia de la gran mayoría de los países democráticos del mundo, en México las Fuerzas Armadas no están sometidas al mando civil en la estructura de Gobierno. No hay un Secretario de Defensa civil, como en casi todas partes. El presidente es el Comandante Supremo según la Constitución, pero en ausencia de una estructura de control administrativo y político, esa figura es mera retórica. Este orden fue la condición que pusieron los generales revolucionarios para dejar de verse tentados a tomar el poder o actuar abiertamente en política. Por años el PRI los mantuvo como una especie de sector militar del partido oficial, y hubo muchos diputados federales militares. Pero no tenían poder político. En la transición, los gobiernos democráticos trataron de crear un Ministerio de Defensa Civil, pero tanto el Ejército como la Marina se negaron. No por ello se detuvo un proceso que ya estaba en marcha desde los años noventa, que era la “militarización” de las policías estatales y algunas municipales, el cual se magnificó con el inicio de la “guerra contra las drogas” de Calderón y la consiguiente militarización generalizada (e ilegal) de la seguridad pública.

Al principio de su Gobierno, López Obrador, enfrentado a esta dura realidad, se planteó una aparentemente brillante idea: en vez de detener la militarización de la seguridad pública, había que “policializar” al Ejército. Para qué tener 250.000 hombres y mujeres en armas que sólo ocasionalmente realizaban operaciones de salvamento en emergencias, si podían usarse en la seguridad pública (lo que ya hacían de facto), para lo cual bastaba crear un mecanismo de legalización y transición ordenada a la construcción de una policía civil. De aquí el proyecto de la Guardia Nacional, aprobado casi unánimemente por todos los partidos, después de una larga negociación. Todos los partidos ignoraron en ese preciso momento, una obviedad: sin la construcción de policías estatales y municipales profesionales, y sin fiscalías estatales que sirvieran, la creación de una Guardia Nacional no sería garantía de combate al crimen.

Otra omisión del mismo tamaño fue no refundar la Fiscalía General de la Nación, que fue, por el contrario, puesta en manos de un oscuro personaje del pasado, dispuesto a pasar por encima de la ley en el cumplimiento de la agenda política del presidente y de la suya propia. Para colmo, la Guardia Nacional nunca se separó ni presupuestal ni funcionalmente de la Secretaría de Defensa, ni se capacitó debidamente a sus miembros en materia policial.

Es en este contexto que hay que leer el desaguisado del caso Ayotzinapa. Está claro que el Ejército se niega a asumir la responsabilidad que le corresponde en la tragedia a varios de sus oficiales y tropa, razón por la cual hasta hace apenas un año había ocultado información clave para desentrañar los acontecimientos. La presión del presidente los ha obligado a entregar información y a abrir sus archivos. Pero no por ello tolerarán un proceso judicial que involucre a un amplio grupo de militares. Sólo unos cuantos y sólo en este caso, parece ser el mensaje. En cambio, la Comisión Especial, la GIEI y la Unidad Especial estaban por un proceso ejemplar. Todo indica que el presidente decidió aceptar los límites impuestos por los militares, por lo que cedió el manejo del proceso al Fiscal general, quien ha ido desmantelando a la Unidad Especial desde hace más de un mes, hasta forzar la renuncia de su titular.

Para crear confusión y como espectáculo distractor, la FGR decidió imputar al exfiscal Murillo Karam, creyendo que esta detención apaciguaría al público por lo menos temporalmente. Pero como todo lo que hace la FGR, hasta eso estuvo mal ejecutado. El GIEI ha denunciado, en su último informe, que hubo precipitación en esa acción, con consecuencias legales imprevisibles; que falta validar las capturas de pantalla de las conversaciones filtradas la semana pasada que demuestran la colusión entre criminales, autoridades y militares, y que debe concluirse una investigación que se ha prolongado mucho por la resistencia del ejército a entregar información clave.

La salida en falso en el caso Ayotzinapa está ya causando la indignación de las familias de víctimas y del movimiento de estudiantes normalistas rurales. La radicalización de una parte del movimiento ha llevado a airadas y riesgosas protestas en instalaciones militares. Este proceso está coincidiendo en el tiempo con otros movimientos de normales rurales con agenda propia, centrada en el descuido de sus instalaciones y la carencia de recursos humanos y financieros; con un descontento creciente en universidades públicas ante la falta de atención a denuncias de abusos contras cientos de estudiantes mujeres, ante la precariedad de la infraestructura, la falta de profesores y el autoritarismo interno, ejemplos de lo cual son las protestas recientes en la UNAM, el IPN y universidades de provincia; y, aunque aun no es visible, un creciente descontento de miles de profesores de asignatura con alta formación que no encuentran empleo de tiempo completo, dado que los viejos profesores tienen todos los incentivos para no jubilarse; en fin, se está configurando un cóctel explosivo que puede dar lugar a un movimiento estudiantil de carácter nacional que incluiría la solidaridad con Ayotzinapa y sumaría su propia agenda de democratización y de atención seria a la educación superior.

Esta crisis todavía coyuntural tiene un espacio de salida en la reformulación de la reforma constitucional que pretende extender hasta el 2028 la militarización plena de la Guardia Nacional. La reforma se aprobó en la Cámara de Diputados a un altísimo costo para el Gobierno, el que, después de demostrar la corrupción monumental del líder del PRI y amenazar con quitarle el fuero y procesarlo penalmente, y tener listos otros escándalos contra el resto del liderazgo priista en las dos cámaras, ha reculado vergonzosamente una vez que los priistas se disciplinaron.

El Gobierno corroboró así que usa la justicia discrecionalmente y con fines políticos, y que su supuesta fuerza moral y su diferencia respecto al pasado es un discurso vacío. A pesar del chantaje masivo a la oposición, la reforma no pasó en el Senado, abriéndose un impasse que debe ser usado para reformular la reforma de tal forma que se garantice la vigilancia parlamentaria y civil sobre la Guardia Nacional, la creación de policías y fiscalías estatales profesionales y, de ser posible, repensar y refundar la Fiscalía general de la Nación, cuya legitimidad y supuesta autonomía han quedado borradas por completo después de los recientes acontecimientos. Aun estas reformas, si las hubiere, no atenderían el problema de fondo, nunca resuelto, del estatuto de excepción de las fuerzas armadas, cuya continuidad en medio del proceso de militarización es un riesgo inminente de politización franca y abierta del instituto armado.

Para colmo, el presidente López Obrador, en un acto reflejo irresponsable ante su derrota en el Senado, ha convocado a un “ejercicio participativo” en enero para que el “pueblo” corrobore su confianza en las Fuerzas Armadas. Tal ejercicio, no sólo ilegal sino aventurero, tendría consecuencias terribles en el escenario político. Politizaría al Ejército, convertido ya en franco y único salvador de la patria; fortalecería al Secretario de Gobernación, designado por fuera de toda norma como organizador del acto circense; y le daría motivos a López Obrador de hacer giras nacionales ahora como campeón de una justicia militarizada. Tal cosa sería un verdadero “golpe blando” a la precaria democracia mexicana: un acto de ratificación simbólica de la entrega parcial del poder al Ejército ¡en nombre de la justicia! Esperemos que el presidente recupere el sentido común antes de cometer el más grave atentado a la democracia mexicana en su breve historia.

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