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Destino AIFA: un primer aterrizaje en el corazón del ‘lopezobradorismo’

La inauguración del nuevo aeropuerto se convierte en una fiesta para los seguidores del presidente. EL PAÍS viajó en el vuelo de bautizo

El nuevo Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, el día de su inauguración, el 21 de marzo de 2022. Foto: Nayeli Cruz | Vídeo: Jon Martin Cullell
Jon Martín Cullell

Es decir “Santa Lucía” y ruge la cola del avión. “Les damos la bienvenida a este primer vuelo inaugural…”, arranca la azafata y los pasajeros completan la frase a gritos: “¡es un honor estar con Obrador!”. Teléfonos celulares en alto para grabar lo que para muchos de los presentes es un momento “histórico”. Algunos levantan banderas mexicanas por encima de los asientos y otros blanden libros del presidente Andrés Manuel López Obrador. Esperan conseguir un autógrafo a su llegada al Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), antes base aérea de Santa Lucía. El primer vuelo comercial que aterriza en la primera gran obra del sexenio en ser inaugurada es una fiesta alada de orgullo mexicano pero, sobre todo, de camaradería lopezobradorista.

“Es una obra maestra”, sentencia María Guadalupe Izaguirre, antes de embarcar, sobre un aeropuerto que todavía no ha visto. Viste discreta, con sombrero y pantalones negros y arrastra una pequeña maleta metálica. No carga insignias ni banderas, pero declara una militancia inquebrantable. Vive en Chicago, EE UU, desde hace 30 años y ha volado a Guadalajara especialmente para tomar el vuelo. Su jefe en la guardería donde trabaja no sabe que está en México. Ve la mañanera casi a diario y anotó en rojo el 21 de marzo en su calendario. Normalmente, es solo la fecha del nacimiento de Benito Juárez; ahora también lo será del aeropuerto. “Desde que se dio la fecha yo ya quería estar allí”, explica esta mujer de 59 años. Cuando aterrice, dice que se quedará hasta la noche paseando por sus terminales, puertas y pasillos.

Toca abrocharse los cinturones. Los cánticos se paran un momento durante las instrucciones de seguridad y el despegue. En cuanto el piloto anuncia los 10.000 pies, vuelve la fiesta. El líder de Morena, Mario Delgado, deja su café a un lado para levantar el puño y recordar a los pasajeros, a los incrédulos, que se trata de un día “histórico”. “¿Cómo va ese ánimo? ¡Arriba México! ¡sí se puede!”, exclama. “Es un honor estar con…”, es la réplica desde la cola, donde se concentran los seguidores más entusiastas. Aunque el liderazgo de Delgado ha sido muy cuestionado por la militancia de base, este no es día para rencores. Se le acerca un pasajero para tomarse un selfie “para los hijos” y otro le llama “mánager” cariñosamente.

Entre selfie y selfie, Delgado defiende el proyecto de su líder y quita hierro a las críticas que se le han hecho al AIFA. ¿Que solo hay seis rutas diarias?: “Es normal, poco a poco se convertirá en la mayor terminal aérea del país”. ¿Que los accesos están inacabados y hay malas conexiones con el actual aeropuerto? “Evidentemente, tendrán que construirse”. Por encima de todo, el AIFA es, de acuerdo a Delgado, una demostración de que el Estado puede construir de forma “austera”, palabra clave en este sexenio. “El Ejército lo hizo más rápido y más barato que cualquier otra empresa”, comenta para este periódico. “¡Bravo!”, “es un honor estar…”, interrumpen en la cola del avión cuando se anuncia que hay barra libre a bordo. “Mega cuernos” de jamón y queso y bebidas cortesía de VivaAerobús.

En medio de tanto entusiasmo, Eduardo Ramírez, abogado de 27 años, come su mega cuerno en silencio. Apasionado de la aviación, no ha querido perderse la inauguración, pero confiesa que no se hace ilusiones. “Estoy más en contra del AIFA que a favor, pero aquí estamos”, dice. Él prefería Texcoco, el aeropuerto que fue cancelado por este Gobierno por considerarlo muy oneroso, aunque su aeropuerto favorito es el Charles de Gaulle de París. “Está conectado con todo el mundo. Este por lo pronto solo tiene vuelos a Caracas”, señala. Además de Venezuela, tres aerolíneas nacionales —VivaAerobús, Volaris, Aeroméxico— ofrecen seis destinos diarios en México. Para conectar con otros vuelos internacionales o nacionales, los viajeros van a tener que ir al antiguo, a una hora en autobús.

Otra vez a abrocharse los cinturones. El avión inicia su descenso hacia los campos secos y los fraccionamientos desolados del norte de la capital. Hay un poco de neblina, pero los pasajeros se pegan a las ventanillas para ser los primeros en distinguir el AIFA. El aparato sobrevuela el nudo de carreteras que dan acceso al aeropuerto, algunas de ellas todavía por terminar, y la gigantesca estatua ecuestre del general Felipe Ángeles, el militar revolucionario que da nombre al complejo. Por fin, poco después de las 10.30, aterriza con un par de resbalones que dan sustancia a la idea de promesa cumplida. El avión tiene su bautizo al pasar debajo de dos chorros de agua. “¡Viva el agüita!”, “manténgase en sus…”, “¡huele a nuevo!”, “...asientos con los cinturones abrochados…”, “¡sí se pudo!”.

Los pasajeros bajan del avión sin tiempo que perder. Algunos quieren un autógrafo del presidente, que acaba de llegar a la ceremonia de inauguración, y otros simplemente ir al baño. O ambas cosas a la vez, como el matrimonio López Santana. Se han detenido frente a unos lavabos inspirados en el personaje de Cri Cri, el grillo cantor. Los espejos tienen antenas de grillo, pero los grifos no sueltan agua. “¡No están terminados!”, llega un empleado corriendo. Graciela Santana entra de todos modos. Al rato, vuelve a salir: “No están habilitados, pero están terminados y son muy bonitos”. No está dispuesta a que le arruinen esta experiencia nada más aterrizar. Mientras avanza por un largo pasillo resplandeciente con mármol, hace un balance rápido: “Conozco los aeropuertos de Madrid y San Diego y este no le pide nada a ninguno”.

Santana y su esposo, José Luis López, de 77 años, son seguidores del presidente desde los años 90, antes de que saltara a la fama como jefe de Gobierno de la capital. Es su consistencia lo que estiman. “Si ves un discurso de 1990 y lo ves ahora, está haciendo exactamente lo que prometió”, apunta él, que carga con dos de sus libros más recientes bajo el brazo. “Creo que no hay aeropuerto en el mundo que se haya construido tan rápido”, dice ella. Acostumbrados a obras eternas que se heredaban a los siguientes sexenios, los mexicanos tienen frente a sí un aeropuerto construido en apenas dos años y medio, aunque a costa de decretar las obras como de “seguridad nacional” para evitar amparos judiciales de los vecinos.

José Manuel, hijo de los López, compró los boletos como regalo de cumpleaños para su padre, extrabajador del aeropuerto de San Diego. Conoce bien la pasión que mueve a sus padres. “Son muy fanáticos”, asegura, con un sombrero de vaquero. Él desconfía de la religión de sus padres y se declara más “analítico”. “Hasta ahorita el aeropuerto se ve bien… hasta que pierdan el equipaje”, bromea soltando una risotada.

“¡Misión cumplida!”, congratula López padre a un militar que come galletas en un rincón. El aire marcial está presente desde el aterrizaje. Los altavoces de la terminal reclaman a un general de división en la puerta tres. Militares dan información sobre dónde recoger las maletas, los mariachis llevan las siglas de la Secretaría de la Defensa (Sedena) bordadas en el traje de charro y un militar, el director de la orquesta sinfónica de la Sedena, marca el paso a los niños que dan la bienvenida a los recién llegados con sus trombones y violines. El Ejército construyó el AIFA en un tiempo récord a petición de López Obrador y, superado el reto, ahora se encargará de su operación a pesar de tratarse de un aeropuerto civil.

Los pasillos con escasos pasajeros y música ranchera dan paso al hall de entrada, donde se concentran miles de seguidores llegados por tierra para asistir a la ceremonia y vendedores cargados de tazas, muñecos y camisetas con la cara del presidente. Todavía hay muchos locales en busca de dueño y anuncios que proclaman la próxima llegada de cafés y sucursales. Los pocos comercios que ya han abierto no dan abasto.

Al único Starbucks se le ha acabado el café y al servicio de taxis, los taxis. De una flota de 33, han hecho ya 60 viajes y hay una larga fila de personas preguntando cómo salir de allí. Seguramente se calme cuando, tras la inauguración, el aeropuerto se asiente en su normalidad de 12 vuelos diarios, pero ahora todo es confusión. Las conexiones con la ciudad y el antiguo aeropuerto, a unos 45 kilómetros de distancia, son dos de los pendientes y serán claves para su éxito -o fracaso-.

Ana Beaven, llegada de Houston con escala en Guadalajara, está sentada sobre una pila de maletas en la salida. Solo hay un autobús al día al World Trade Center, cerca de donde vive, y los ubers le están cancelando. El taxi que espera tardará una hora, pero se ha armado de paciencia. ”Venimos a la aventura”, dice esta restaurantera de 50 años. Está harta del antiguo aeropuerto, a donde vuela una vez al mes por trabajo y que se ha quedado pequeño. Siempre intenta ir al baño antes de despegar de Houston para evitar hacerlo a su llegada. “Este está construido como se necesita. Con grandes espacios” , afirma. Sobre los baños sin agua nada más aterrizar, se muestra clemente: “Se les debe permitir un margen de error. No es el fin del mundo”.

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Jon Martín Cullell
Es redactor de la delegación de EL PAÍS en México desde 2018. Escribe principalmente sobre economía, energía y medio ambiente. Es licenciado en Ciencias Políticas por Sciences-Po París y máster de Periodismo en la Escuela UAM- El PAÍS.

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