Historia de un oficial condenado (y un jefe militar que burló a la justicia)
En 2009, un mando militar mexicano fingió un enfrentamiento para asesinar a dos civiles. La fiscalía acumuló pruebas en su contra, pero al final cargó la culpa a la tropa
Hubo un cerro y una veintena de militares. Y dos hombres, Rosendo Romero y Rigoberto Chávez. Ocurrió un sábado a mediodía en Michoacán, a esa hora muerta entre los últimos desayunos y las primeras comidas. En los papeles del juzgado no dice si hacía frío o viento. O si el sol daba en la cara a esos hombres antes de que los militares los mataran. Porque los mataron, a sangre fría, sin que nadie lo impidiera. Era mayo de 2009.
Al principio, los militares mintieron. Romero y Chávez, de 29 y 38 años, se desangraban en la falda del cerro mientras el jefe de los uniformados, el teniente coronel Alejandro Zárate Nava, ordenó que llamaran a la policía en Ecuandureo, el pueblo más cercano. Que dijeran que había habido un enfrentamiento, que les habían atacado durante un patrullaje y ellos habían contestado. Que los dos agresores habían muerto. Y sus hombres obedecieron.
El caso apenas salió en la prensa, no llamó la atención. Un enfrentamiento más, dos muertos a cuenta de la guerra contra el narcotráfico. Desde diciembre de 2006, el Ejército había asumido la seguridad en varios estados, Michoacán entre ellos. El Gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) consideraba que la violencia que generaban los grupos delictivos era uno de los problemas principales del país y encargó su solución a los militares.
Desde entonces, el número de enfrentamientos con civiles aumentó vertiginosamente. Si 2007, primer año de la ofensiva, se saldó con 48 tiroteos, según datos de la Secretaría de la Defensa, en 2008 fueron más de 100 y en 2009 más de 200. En esos años empezaron a trascender denuncias contra militares por casos de tortura, ejecuciones extrajudiciales y desaparición forzada. No todos los civiles que morían en enfrentamientos eran agresores. No todos los muertos habían caído en tiroteos, como era el caso de Romero y Chávez.
El expediente del caso Ecuandureo, al que ha tenido acceso EL PAÍS, muestra que los militares sostuvieron la mentira durante casi un año. Pero la denuncia de la esposa de uno de los civiles, Rosendo Romero, y la insistencia de la fiscalía militar quebraron el pacto de silencio. Al final todos cambiaron su versión de los hechos y apuntaron a Zárate Nava: él había ordenado los asesinatos.
El fiscal se centró entonces en el teniente coronel. El 7 de junio de 2010 consignó las nuevas declaraciones al juzgado y señaló que Zárate Nava era el “probable autor intelectual” del asesinato de los dos civiles. El fiscal pidió que se ejercitara “acción penal” contra él. Pero justo después su interés por Zárate Nava se esfumó. El expediente muestra que el investigador apuntó de repente a tres subordinados, un teniente y dos soldados. Su petición de procesar al mando se perdió entre las miles de hojas del expediente. Nadie preguntó nada y los jueces tomaron por buenas sus valoraciones.
El caso Ecuandureo refleja las dificultadas de la justicia para llamar a cuentas a los mandos de las Fuerzas Armadas, una constante en el marco de la guerra contra el narcotráfico. Hay casos parecidos de los años de Calderón y también del sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-20128), como la ejecución de un grupo de civiles en 2014 en el municipio de Tlatlaya, en el Estado de México. Entonces, la justicia evitó investigar la cadena de mando, pese a las dudas sobre su papel en el asesinato de al menos ocho personas.
El caso más reciente ha sido el del general Salvador Cienfuegos, secretario de la Defensa con Peña Nieto. Detenido en Estados Unidos el año pasado por narcotráfico y devuelto luego a México producto de un extraño acuerdo diplomático, la fiscalía mexicana decidió cerrar la investigación sin acusarlo. Los investigadores señalaron carencias en las pruebas que les compartieron sus pares en EE UU, pero ni siquiera intentaron recopilar evidencia nueva.
La tropa ha seguido en el punto de mira de la justicia en el caso Ecuandureo. El teniente y los soldados fueron detenidos en 2011 y encerrados en una prisión militar. En 2017, un juez condenó a los soldados a 30 años por asesinato. La pena contra el teniente fue de 37 años: el juez consideró que había ordenado los homicidios.
En el caso del teniente, Omar Gutiérrez de Velasco, de 38 años, su abogado ha presentado un recurso ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, denunciando los virajes de la fiscalía militar y el “halo de impunidad” que cubre a Zárate Nava. Es su última oportunidad de justicia en México. Si falla, acudirán a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Las perreras
Cuando los militares empezaron a hablar pintaron un panorama terrible. No solo habían asesinado a dos civiles, los habían secuestrado desde antes y los habían retenido en el cuartel hasta el día en que los llevaron al cerro y simularon el enfrentamiento. El abogado del teniente, Jesús Orozco, dice que la denuncia de la esposa de Rosendo Romero fue clave para llegar a la verdad.
El 30 de mayo de 2009, el mismo día de los asesinatos, la mujer denunció la desaparición de Romero a manos de militares. El 28 por la noche, cuenta, fue a buscar a su hijo adolescente, que estaba con su padre y otro amigo de él en el municipio de Jacona, cerca del cuartel de los militares. Los dos hombres bebían cerveza y la madre quiso llevarse al muchacho, ya pasada la medianoche. La señora llegó donde estaban ellos, le dijo a su esposo que no eran horas y se llevó al muchacho. Minutos después aparecieron los militares.
Ella y su hijo caminaban calle abajo y cuando llegaron a la esquina, escucharon ruido de llantas chirriando. Voltearon y vieron a varios soldados bajando de una camioneta. Los militares persiguieron a Rosendo, que nada más verlos había corrido a refugiarse en su camioneta. “¡Bájate hijo de tu puta madre!”, dice ella que le gritaron. Los militares bajaron a golpes a Romero, lo metieron en su vehículo y se lo llevaron. También se llevaron su camioneta. La mujer cuenta que los militares dispararon al hombre que estaba con su esposo al menos tres veces, pero este logró escapar.
Ningún familiar denunció en cambio la desaparición de Rigoberto Chávez. Se sabe sin embargo que los militares se lo llevaron también. Lo cuenta un soldado en la primera declaración que dio negando la versión del enfrentamiento. El soldado cuenta que el 29 de mayo por la noche, un convoy militar salió del cuartel bajo el mando del teniente coronel Zárate Nava. Fueron camino a otro pueblo cercano al cuartel, Tengüecho. Antes de llegar, se desviaron por una brecha y llegaron a un rancho. Ahí, dice, aseguraron a un hombre. Zárate Nava y dos subalternos le preguntaron que quién “había levantado y desaparecido a unos soldados”. Chávez contestó que no sabía. Los militares entonces se lo llevaron al cuartel. Ahí, dice el soldado, lo encerraron en “las perreras”, unas caballerizas viejas donde guardan a los canes del batallón. El soldado no da muchos más detalles, pero dice que cuando dejaron a Chávez en las perreras, había otro hombre allí. Ese era Romero.
Por los dichos de los militares que tomaron parte en el falso enfrentamiento el día 30, estos dos hombres habían participado en el asesinato de un militar semanas antes, un compañero del cuartel. Eso dicen que sugirió Zárate Nava cuando los reunió a todos después de los asesinatos. Nadie le preguntó por las pruebas que tenía en contra de ellos, porque ningún capitán, mayor o teniente le pide explicaciones a un teniente coronel, menos un soldado.
El soldado Aguilar
Ante la nueva versión que surgía de los hechos de Ecuandureo, el fiscal militar mandó llamar a más soldados del cuartel. No todos los que habían estado en el cerro declararon al principio, solo los que habían firmado el informe con la versión del enfrentamiento. Uno de los nuevos declarantes era el teniente Gutiérrez de Velasco. El militar dijo que el día de los hechos, Zárate Nava le ordenó que se subiera a una de las camionetas que llevó a los civiles al cerro. Como encargado de las operaciones de información e inteligencia del batallón, el militar sabía quiénes eran. Ellos dos, dijo, habían participado en el asesinato del militar semanas antes.
En el cerro, Zárate Nava le ordenó que subiera a los civiles por la ladera. Más tarde, el teniente coronel ordenó a un capitán que los matara, pero este se negó. Gutiérrez de Velasco dice que trató de evitar los asesinatos: “Jefe, estamos a tiempo de ponerlos a disposición, esto no está bien”. Pero no le hizo caso. El teniente dice que luego se apartó del lugar con otros compañeros. Al rato escucharon disparos, los que mataron a Romero y Chávez.
El relato del teniente data del 28 de mayo de 2010. Otros militares dieron por esos días declaraciones similares, aportando detalles sobre la actuación de Zárate Nava. Un soldado desveló que el teniente coronel les ordenó que se aseguraran de que no había nadie en los caminos y las veredas del cerro: quería evitarse testigos incómodos. Un subteniente confirmó que el mando militar ordenó al capitán que “se los chingara” y que este se negó. Otro soldado dijo que Zárate Nava los reunió después de los asesinatos para decirles que así eran las cosas: “Nos empezó a decir que al que no le pareciera, que se abriera. Pero dijo que de todas maneras, ellos —los muertos— habían matado a un soldado”.
Fue entonces cuando el fiscal pidió que se ejerciera acción penal contra Zárate Nava. Y fue entonces también cuando el caso se torció. El abogado Orozco cree que algo ocurrió dentro del Ejército, negociaciones, coacciones, quién sabe.
En la segunda semana de junio, militares que ya habían declarado negando la versión del enfrentamiento pasaron de nuevo ante el fiscal. Algunos añadieron datos nuevos. Uno, el soldado Alonso Aguilar, dijo que el teniente Omar Gutiérrez de Velasco le había ordenado que disparara contra unos de los civiles. Él se negó. Aguilar dijo también que el teniente había disparado las armas que luego les habían colocado a los civiles para simular el enfrentamiento. Otro, el subteniente Dick Jiménez, dijo que vio al teniente a “cuatro metros” del soldado que disparó contra uno de los dos civiles. En esos días, todas las preguntas del fiscal a los militares referían de repente a Omar Gutiérrez de Velasco.
Cuando tomó el caso hace unos meses, el abogado Orozco sintió cierta incomodidad al leer los testimonios de Aguilar y Jiménez. Le sorprendió también la fijación del fiscal con su representado. Siguió leyendo el expediente y encontró una nueva declaración de Alonso Aguilar, firmada dos días después de la detención del teniente, el 16 de junio de 2011. En esa declaración, Alonso dice que la Policía Judicial Militar (PJM), brazo ejecutor de la fiscalía militar, le presionó para que dijera el nombre del teniente, porque si no se iba a ir al “bote”, a la cárcel.
Por algún motivo, la justicia no ha tenido en cuenta este último testimonio del soldado Aguilar. Como si no existiera. En todas sus declaraciones, el teniente Gutiérrez de Velasco ha dicho que el día del cerro nunca estuvo cerca de los militares que asesinaron a los civiles. Como oficial de inteligencia del batallón, él había investigado a los civiles y había elevado informes a la jefatura del cuartel, pero defiende que no hizo nada más. No participó en su secuestro y menos en su ejecución.
Orozco ignora el motivo por el que la PJM apuntó al teniente. El abogado se pregunta igualmente en qué quedó la petición del fiscal de procesar a Zárate Nava. ¿Alguien ordenó que la desecharan? Orozco apunta a la lógica jerárquica del Ejército para dejar las cosas claras. “El mando es indivisible. Si en la operación de Ecuandureo el teniente coronel estaba al mando, nadie más que él podría ser el autor intelectual”.
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