La historia negra de los japoneses en México y una petición de perdón
Una estudiante de origen nipón solicita al Gobierno disculpas oficiales por el trato vejatorio que recibieron sus antepasados en el país durante la II Guerra Mundial
Hubo una vez en que unos samuráis que iban camino de Roma pararon en Cuernavaca y aprovecharon para bautizarse. Quizá fue la primera ocasión en que los japoneses cruzaron el Pacífico para entrar en México, pero no la última. Después se contaron varias oleadas y el Pacífico siempre fue el protagonista de esta historia en que se mezclan xenofobia y geopolítica, cuyo momento más traumático, siglos después, fue el ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941. Las cosas no habían sido fáciles para los migrantes japoneses en Estados Unidos, pero a partir de “aquella fecha que vivirá en la infamia”, como la calificó Roosevelt, todo se complicó, también para los que vivían en México. Algunos de los descendientes de aquellos desventurados que sufrieron desplazamientos, persecución y cárcel piden ahora una reparación al Gobierno mexicano. Que pida perdón, claman; “son solo unos minutos”, dicen; pero se topan con el silencio administrativo.
Jumko Ogata Aguilar tiene un abuelo de ojos verdes y ancestros en varios continentes. Se declara veracruzana, afrodescenciente, nikkei (como el índice bursátil) y chicana, porque es una de esas mexicanas que se crió en California, perfectamente bilingüe, ni de aquí ni de allá, de las dos orillas. Ella, estudiante de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), es la que encabeza esta petición de disculpas públicas para una comunidad “que sufrió tremendos agravios en sus derechos civiles”, algo que aún desconoce buena parte de los mexicanos, incluso aquellos con apellido japonés. “Los desplazaron a la fuerza, les desposeyeron de sus negocios, inmovilizaron sus cuentas bancarias, fueron encarcelados y eran ciudadanos mexicanos”, dice. ¿Por qué?
Lo que aún no se explica en las escuelas, lo cuenta con detalle, fruto de años de estudios, Sergio Hernández, investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), y el relato guarda tal paralelismo con la actualidad que recuerda lo cíclico que es el mundo. Y sus atrocidades. “Tres o cuatro décadas antes de Pearl Harbor, ya los japoneses estaban en California, y en esos inicios del siglo XX se dictaron leyes que les prohibían comprar tierras o llevar a sus hijos a escuelas públicas. Había un fuerte sentimiento antijaponés, porque Japón era un imperio pujante, los estadounidenses temían el dominio del Pacífico. Cuando se declaró la II Guerra Mundial, Estados Unidos solicitó a México que los alejara de la frontera norte, [estaban asentados en la Baja California, Sonora, Chihuahua] y que los llevaran al centro del país para tenerlos vigilados”. México obedeció. Pero qué hacer con los 120.000 japoneses, muchos de ellos ciudadanos naturalizados, que vivían en la California de Roosevelt. No sabían cómo alejar del Pacífico a aquellos “potenciales espías o enlaces de espías”. El FBI tenía sus planes, demoledores, pero finalmente el Ejército impuso los propios, que no eran mucho mejores: “California fue declarada área militar y sufrieron confinamiento. Se crearon 10 campos de concentración donde malvivieron estadounidenses de origen japonés y sus hijos por años”, cuenta Hernández.
Estados Unidos solicitó a los países latinoamericanos que enviaran a aquellos campos de internamiento a sus japoneses, pero ahí México se negó (no así Perú, que trasladó a 2.000, por ejemplo) y les colocó en haciendas para que trabajaran y pudieran vivir mal que bien. “Pero no eran prisioneros estrictamente, podían moverse, previo permiso, del campo a la ciudad, si encontraban trabajo allá”, prosigue Hernández. En todo caso, “fue un drama social y económico”, señala. Los que pudieron vender alguna propiedad en el Norte, o traspasar un negocio, llegaron a la Ciudad de México con un respaldo, los demás nada tenían". En Guadalajara y en la capital se organizaron “comités de ayuda mutua”, es decir, japoneses que ya vivían allí forjaron redes de solidaridad con sus compatriotas, quienes poco a poco fueron sacando cabeza. Hoy hay apellidos japoneses en cualquier esfera social y muchos han triunfado en sus áreas de negocio, cultura o arte.
El señor Ogata da para una novela que ahora su bisnieta, Jumko, ensaya en una tesis de final de licenciatura. “Llegó en 1907 como esclavo, le llamaban Coolie. Entró en las minas de carbón de Coahuila, pero logró escapar a Veracruz” dando inicio a un saga familiar que hoy exige perdón. “Le encarcelaron en la II Guerra Mundial, un conflicto que él ni siquiera sabía que se estaba librando. Y también estuvo perdido por ahí con el Ejército de Pancho Villa”, recuerda con una sonrisa telefónica Jumko. “En el fuerte de Perote, de Veracruz, hubo muchos encarcelados”. Entonces todos eran sospechosos de ser espías o colaboradores de una guerra que quedaba muy lejos. O simplemente chivos expiatorios de la xenofobia rampante. Las guerras abren camino a todas las miserias.
La persecución de aquellos mexicanos que tenían los ojos rasgados resultó tan traumática que las familias tendieron un manto de silencio durante décadas sobre lo ocurrido, sin que los hijos y los nietos sepan hoy, a ciencia cierta, qué pasó. Shinji Hirai ha podido comprobarlo en un curso impartido a los descendientes “para que investiguen, conozcan, conserven y trasmitan” la historia verdadera. Muchos, casi todos, perdieron el idioma y la cultura japoneses. Se convirtieron al catolicismo y dejaron de celebrar los cumpleaños del emperador de los que décadas atrás dejan constancia antiguas fotografías de la colonia nipona en Monterrey, explica Hirai. Se acabaron las escuelas, las asociaciones. Las esposas mexicanas, madres y abuelas, apartaron a su descendencia de lo que podía hacerles daño, por lo que muchos entonces, ni aún ahora, no conocían lo que envolvía aquel silencio y se criaron como mexicanos de pura cepa, ajenos a sus orígenes. “En el curso me han contado algunos cómo veían a sus abuelos llorar cuando ponían un disco de música japonesa”, dice Hirai, antropólogo que lleva 20 años en México.
¿Hay que pedir perdón por todo aquello? A la luz de su experiencia, Hirai considera que falta mucho conocimiento entre la comunidad japonesa en México para una iniciativa como esa, que puede resultarles incómoda o causarles extrañeza. “Deben hablar, en todo caso, los que nacieron en la generación de los cuarenta o cincuenta, y dialogar con sus hijos y nietos. Pero, primero, hay que tener conocimiento de lo que pasó, que no es algo extendido. Hubo un silencio prolongado. Las reuniones de japoneses estuvieron prohibidas, la cultura silenciada”, dice.
Los hermanos de Tomás Hirata aprendieron japonés “como un desafío personal”, porque los hijos de este licenciado en Informática “son más mexicanos que el mole”, se ríe. Este veracruzano de apellido inequívoco cree que una petición de perdón por parte del Estado sí ayudaría a las familias afectadas “a reconciliar emociones, algo que en el presente no se percibe en toda su dimensión”, afirma. Él ha conocido recientemente todo lo que ocurrió en aquella guerra en la que México se movía al son de los aliados.
Pero, a diferencia del reclamo de perdón que solicita el presidente Andrés Manuel López Obrador a España por la conquista en 1521, en este caso hay personas vivas que sufrieron aquello. “Que vieron como se perdía la honorabilidad de aquel pueblo”, dice Hirata, nieto de un inmigrante japonés que entró por Chiapas y cultivó café y arroz antes de poner alguna tienda de víveres o inaugurar una gasolinera. “Malvivieron en aquellos beneficios [del arroz y el café] hasta caer en enfermedades”.
¿Puede un perdón oficial cerrar heridas o abrirlas en una comunidad dispersa como la japonesa en México? “Que no se hable de eso sigue siendo una herida abierta, son traumas colectivos y hay que remover esos sentimientos, sacarlos afuera, hacer una catarsis colectiva. Fue, más que otra cosa, una cuestión racista”, asegura Jumko Ogata. “Hay que construir otras historias que revaloricen ese pasado, para que ayude a no repetirlo”.
Aunque la convivencia pacífica y la actual mezcla indisoluble entre ambos pueblos no parece reclamar a gritos una reparación. Quizá se trate de la ignorancia que brotó del silencio.
Por el Pacífico entró el abuelo de Alejandro Hirashi a México, precisamente huyendo de la II Guerra Mundial, y no como espía, de lo que les acusaban a todos para encarcelarlos o vigilar sus pasos. “Llegó a Oaxaca con otros hombres, solos, que pronto se casaron con mexicanas”. Ninguno de sus descendientes aprendió japonés. “Los contextos determinan las relaciones históricas de los países y fuera de ellos todo parece ajeno a la realidad actual. [Pedir perdón] escapa a cierta lógica y da relevancia a aspectos que nada tienen que ver con un programa político o cultural”, dice este investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana. “Mejor es explicar lo que ocurrió, investigar, apoyar a la investigación humanística, literaria, que emanó de esas relaciones. Tienen que ver con la formación de ambos pueblos. La educación nos salva de pedir y ofrecer disculpas en un momento en que las relaciones son óptimas”.
Sergio Hernández, que ha estudiado exhaustivamente lo que pasó en aquellos años de ignominia, se pronuncia a favor del perdón. “Tres décadas después de que aquello ocurriera en Estados Unidos, el movimiento de japoneses no solo logró disculpas, también una indemnización. Se ha pedido perdón de alguna manera en Perú, en tiempos de Alan García. En Brasil, la iniciativa no prosperó. Yo creo que México les debe una disculpa, pero eso lo tienen que decidir y plantear ellos mismos. El pueblo mexicano, en todo caso, debe conocer esta historia”.
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