Mario Molina, el nobel pionero sobre el calentamiento global
El químico mexicano impulsó el Protocolo de Montreal con sus hallazgos sobre la capa de ozono
Es poco usual presenciar una revolución global en una vida. Los hallazgos del químico mexicano Mario Molina (1943-2020), que ha muerto este miércoles a los 77 años, sobre la emisión de gases en la atmósfera cambiaron en un par de décadas a industrias enteras y los hábitos de miles de millones de personas en todo el planeta. Molina publicó en 1974 un artículo científico en el que, con su colega Frank Sherwood Rowland, explicaba los efectos negativos que los compuestos clorofluorocarbonados (CFC) —emitidos por aerosoles y neveras— estaban teniendo en la capa de ozono. “Me asusté un poco cuando me di cuenta de lo que significaba nuestra investigación”, contaba en una entrevista a la televisión en 2015.
El mundo no creyó –hasta diez años más tarde– que el uso de una nevera o un aerosol estaba dañando severamente la atmósfera. El Servicio Antártico Británico confirmó en 1985 el descubrimiento del agujero de la capa de ozono a causa de los gases que Molina y Rowland habían descrito. Su hallazgo movilizó a decenas de países que se comprometieron en 1989, a través del Protocolo de Montreal, a reducir la producción y el consumo de productos con CFC. La industria cambió los mecanismos con los que funcionan las neveras y la población comenzó un camino hacia la pedagogía del cuidado del aire y del medio ambiente, que permanece cambiante y avanza 30 años después. La atmósfera se ha recuperado lentamente desde entonces. Molina obtuvo en 1995, junto con Rowland y Paul J. Crutzen, el premio Nobel de Química.
Su pasión por la química comenzó en una casa al sur de la Ciudad de México donde su padre, un abogado, se empeñó en que sus hijos tuvieran una buena educación. “Teníamos una biblioteca muy buena en casa y yo tocaba el violín”, recordaba Molina en 2015. Pero la influencia vital la recibió de una tía, hermana de su padre y química de carrera, que le enseñaba a hacer algunos experimentos caseros. Molina llenó un baño de la casa con matraces, probetas, mecheros y microscopios. Con la vocación en la piel, el joven se inscribió en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) a la carrera de ingeniería química. Después completó su educación en la Universidad de California en Berkeley con un doctorado y se quedó en Estados Unidos para seguir con su investigación.
“Mi trabajo empezó como científico y luego me interesé por los problemas ambientales ocasionados por las actividades humanas”, contaba en 2013. Cuando ganó el Nobel, los periódicos le sacaron brindando con sus estudiantes en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés). México sumaba su tercer galardón llegado de Estocolmo: Alfonso García Robles, Nobel de la Paz en 1982 y Octavio Paz, Nobel de Literatura en 1990, le precedieron. Desde entonces, en todas las escuelas de México se enseñó como un apartado muy especial su aportación al mundo y se promovieron las clases de ecología. Su nombre llegó a calles, plazas, escuelas y centros de estudios en todo el país. Con los fondos del premio, Molina concedió becas a estudiantes mexicanos de química para estudiar en el extranjero, como él mismo hizo al comenzar su carrera.
El científico reconoció en varios momentos de su vida que la mayor lección de su descubrimiento no tuvo que ver con la ciencia, sino con la capacidad de comunicar sus hallazgos al mundo. En 2004, fundó el Centro Mario Molina, que desde entonces desempeñó un papel relevante en la reducción de las emisiones de contaminantes en Ciudad de México. En los últimos años, su trabajo se centró en promover la divulgación científica sobre el cambio climático, una obsesión que compartió con el exvicepresidente de Estados Unidos y Nobel de la Paz Al Gore quien le acercó a la Administración de Bill Clinton. Durante ocho años fue también parte del consejo de asesores científicos del expresidente estadounidense Barack Obama y fue un impulsor del Acuerdo de París de 2016, en el que una buena parte de países se comprometieron a reducir sus emisiones de contaminantes. Obama le entregó en 2015 la Medalla de la Libertad por sus aportaciones.
El químico mexicano expresaba en los últimos años, sin reparos, su inconformidad ante los giros de las medidas políticas relacionadas con el medio ambiente. Sobre la decisión del presidente Donald Trump de abandonar el Acuerdo de París decía a este diario: “Si no sabe nada, ¿por qué opina?”. Molina tenía claro que, nuevamente, el cambio global de hábitos eran la ruta para detener el calentamiento global. “El cambio climático es quizá el problema más serio que tiene la sociedad hoy”, explicaba recientemente en una charla en la UNAM. “A mediados de siglo ya no podemos seguir usando combustibles fósiles”, decía como advertencia y sentencia. Molina ha muerto el mismo día que la Real Academia Sueca de las Ciencias ha entregado el Premio Nobel de Química 2020 a la francesa Emmanuelle Charpentier y la estadounidense Jennifer Doudna por el desarrollo de una técnica de edición genómica. Le sobrevive su esposa Guadalupe Álvarez, con quien se casó en 2006. Su mensaje constante era el de la revolución y el cambio global: “Los científicos pueden plantear los problemas que afectarán al medio ambiente, pero su solución es responsabilidad de toda la sociedad”.
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