Devolver la palabra perdida en la cuarentena a niños y adolescentes
La escuela en esta pandemia debe ser el factor fundamental de protección e igualdad de oportunidades para todos y para todas. Sin distinción.
Escribo desde un déjà vu. Desde un Madrid confinado. Desde otro marzo que es octubre, aunque por suerte para muchos, yo incluido, a menor escala. Escribo desde el miedo al contagio, desde tener que tomarme la temperatura cada mañana antes de entrar en clase, desde la preocupación por una tos y desde un sentir cotidiano que oprime y no nos deja ser del todo libres.
Y esto me lleva a reflexionar sobre algo que solo puede ser blanco o negro: adaptarse o tomar la iniciativa. Entre vivir este momento desde la dificultad de verse limitado o desde la oportunidad de poder potenciar un cambio. Entre seguir haciendo lo mismo año tras año o entender que una crisis es una oportunidad de cambio tan grande, que no puedes dejarla pasar.
La covid-19 se ha convertido en lo cotidiano. Estar contagiado, hacer cuarentena, estar alerta, tener miedo, ahora es la norma. La situación nos obliga a convivir bajo presión, a normalizar el estrés, a asumir la incomodidad y a cambiar por imposición. Ahora las conversaciones de clase son conversaciones de mascarilla. Conversaciones sobre un positivo, una PCR o estar en cuarentena. Pero aunque parezca que todo está asumido, detrás de esas conversaciones hay duda y hay miedo. Porque una crisis te hace dudar. Dudar de todo. Una crisis como esta te expone, te desnuda y saca lo mejor y lo peor de cada uno. Lo blanco y lo negro.
Afrontamos cada día riesgos, riesgos para la salud. Y si ahora mismo la vida misma, nuestra forma de vivirla y afrontarla es un riesgo, en una escuela la protección tiene que centrarse en enseñar a afrontar el riesgo. En saber ser flexibles, saber adaptarse a eventos estresantes como los que estamos viviendo, y en tener capacidad para el cambio. Por esto, la escuela en esta pandemia debe ser el factor fundamental de protección e igualdad de oportunidades para todos y para todas. Sin distinción.
Leemos consejos de todo tipo sobre seguridad en las aulas tratando de buscar un equilibrio que es imposible. Porque es imposible que durante nueve meses los alumnos y alumnas no intercambien material, no compartan cosas, no se toquen y acerquen, no se hagan bromas o incluso no se peleen. Y aún queda lo más difícil, una dificultad que a día de hoy no sabemos responder: ¿Qué va a pasar cuando haga frío o cuando tengamos menos horas de luz solar? ¿Cuándo se agobien, cuando vengan los meses duros, cuando haya que dar clase a 15 grados con las ventanas abiertas en pleno mes de enero y les cueste prestar atención? ¿Y cuándo no puedan salir al patio porque llueve un día sí y otro también, y además el ocio en espacios cerrados termine por generar conflicto? ¿Y cuándo empiece a haber síntomas de fatiga y no quieran ir a clase? ¿Qué pasará cuándo esto les supere, como nos puede superar a cualquiera, y terminen hartos y hartas? ¿Ese día qué haremos? ¿Darles consejos? Está claro que no.
¿Cómo sería en estos momentos la escuela si nos hubiéramos adaptado a sus necesidades mucho antes? ¿Si hubiésemos potenciado sus habilidades? ¿Si les hubiésemos enseñado a convivir, a manejar conflictos y situaciones difíciles de forma cotidiana? ¿Si les hubiéramos enseñado a identificar emociones negativas, a gestionar el agotamiento emocional, manejar el estrés, comunicar el miedo, la tristeza o el fracaso como algo que es parte de la vida? ¿Y si les hubiéramos enseñado a vivir la diferencia o a ser fuertes, a sentir confianza y a quererse como son?
Es prioritario reflexionar sobre una educación que se centre en el interés de todos y de todas, especialmente en el de los más vulnerables, que son quienes más están sufriendo las consecuencias de esta pandemia. Es prioritario motivar y promover el cambio para cubrir las necesidades educativas reales de niños, niñas y adolescentes para construir unos cimientos que fomenten el cuidado de todo el alumnado, independientemente de sus condiciones y circunstancias, reconociendo que todos y todas tienen habilidades y potencialidades propias más allá de una adaptación de la realidad.
En el centro en el que trabajo, Escuela Ideo en Madrid, hemos puesto en marcha una campaña que se llama Mi escuela me cuida y yo cuida a mi escuela, porque ahora mismo el cuidado personal es el cuidado del grupo y el cuidado del grupo es el cuidado personal, apostando, de este modo, por la formación del alumnado en aspectos que van desde el fomento de la seguridad individual, al saber afrontar esta situación en grupo. Con este fin, de manera continuada hay comunicación entre las familias y la escuela, y desde el departamento de orientación se mandan periódicamente píldoras educativas para ayudar a lidiar con esta situación en casa. Además, se ha trabajado y se trabaja con el profesorado del centro para reducir y evitar el burnout docente.
Quienes trabajamos en algo tan importante como es educar en la responsabilidad y en el cuidado tenemos que saber priorizar la importancia de factores de protección y estrategias de afrontamiento asertivas ante una situación de tensión y de riesgo continuado en el tiempo, pero también saber que estos aprendizajes tienen que ser clave en la escuela después de esta crisis. Como señala Ignacio Calderón en su libro Reconocer la diferencia: “Se necesita valor, porque es una compleja tarea la de educar, y porque la verdadera educación es un acto revolucionario que anida dentro de las personas y en el espacio que hay entre ellas. Se necesita valentía para educar de verdad hoy, y la determinación a apreciar las diferencias”.
Y ahora se necesita valor, valor para generar un cambio, para no dejar de lado las necesidades reales de la infancia y la adolescencia en una situación que sin lugar dudas marcará sus vidas y las nuestras. En esta pandemia, priorizar su cuidado personal y preocuparnos por su futuro no es, ni será, un problema en el presente. Más bien al contrario, es posible que hacerlo a tiempo, hasta salve vidas.
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