Un país que deja de ser blanco lentamente
En una nación que acumula tres siglos de bruscos cambios demográficos, crece el peso electoral de hispanos, afroamericanos y asiáticos; pero sin “fin de la raza blanca” a la vista, pese a los temores agitados por Trump
Cuando Barack Obama revalidó su mandato en 2012 como primer presidente afroamericano de la historia de EE UU, la tesis dominante era que los republicanos no podrían sobrevivir como “partido blanco”: el cambio demográfico hacia un perfil poblacional mucho más multicolor aconsejaba una moderación paralela de las posiciones sobre migración, segregación y desigualdades. Los Estados fronterizos con México, muchos de ellos asumidos históricamente como propios por el electorado conservador, servían como ejemplo: en sitios como Texas (-18%), Arizona (-12%) o Nevada (-18%) el peso del electorado blanco ha caído fuertemente en lo que llevamos de siglo.
Pero Trump ganó, en parte gracias a votantes blancos temerosos de la supuesta pérdida de poder de su propia raza. Un miedo que su propia victoria servía para descartar, a menos de momento. Y la verdad incontrovertible es que en el electorado de los Estados Unidos hay (había en 2018 al menos, según las estimaciones de Pew Research) 158 millones de potenciales votantes blancos. Dos tercios del total, y diez millones más que a inicios del milenio.
Es cierto que en este mismo tiempo el electorado de origen hispano y asiático se ha duplicado; y también lo es que el afroamericano ha crecido un 50%. Todo ello hace que la población blanca tenga menor peso relativo sobre el total. Pero sigue siendo mayoritaria, sin haber dejado de aumentar. Dispone además de un mejor acceso al voto, con demasiada frecuencia vedado para las minorías por trabas que se disfrazan de requisitos administrativos, con lo que puede consumar la promesa de movilización del bloque racial de manera mucho más sólida.
Cuando uno considera la evolución demográfica del país bajo esta óptica matizada, el mapa Estado a Estado también se vuelve más parsimonioso: en algunos es verdad que hay menos votantes blancos hoy que ayer, pero en la mayoría lo que sucede se parece más bien a un crecimiento desigual, superado apenas por los otros grupos poblacionales, y con interrogante electoral pendiente.
🌁 California y Pennsylvania: dos gigantes multicolor
El miedo al fin de la raza blanca es uno de los más siniestros de los muchos que cabalgó Trump hasta el Despacho Oval. Es siniestro no por las cifras, que por sí mismas apenas son una descripción neutra de un cambio demográfico inevitable, casi cíclico en un país construido a base de varias olas de migrantes (si tuviéramos datos, probablemente podríamos construir mapas similares contrastando “británicos”, “irlandeses”, “alemanes”, “italianos” en los años 1900: todos “blancos” ahora). Pero hoy, como ayer, la comparación negativa implica una valoración nítidamente racista; cuanto menos, supone que la “raza blanca” es algo intrínsecamente valioso, a preservar, amenazado.
Sin embargo, aquellos lugares en los que, efectivamente, el electorado blanco está disminuyendo de manera absoluta son pocos y específicos: los domicilios de las grandes ciudades del siglo XX estadounidense (California, Nueva York, Illinois, Massachussets), sumados a ciertos puntos en su entorno nororiental.
El mayor Estado de la Unión juega en su propia categoría. California sería por sí mismo uno de los países más grandes del mundo. Su firme voto demócrata desde hace décadas está unido a un perfil demográfico propio determinado por una historia que se resume en algo tan simple como que la frontera entre EEUU y México lo parte en dos (Baja California, y Baja California Sur, son las primeras entidades federativas mexicanas en las que uno se encuentra). Sus cifras son, por tanto, de magnitud extraordinaria.
El resto de Estados que presentan una caída absoluta de votantes blancos lo hacen marcados por el envejecimiento diferenciado de esta población y la falta de renovación generacional pareja al resto. En ninguno de ellos el descenso es enorme, y solo uno es realmente un lugar de disputa política: Pennsylvania, uno de los tres clave en el triunfo republicano de la elección pasada.
El lado negativo del gráfico de cambio poblacional se ubica en su corazón, otrora industrial y minero, del que por cierto es oriundo Joe Biden: Scranton, municipio de tradición obrera que cita a la mínima ocasión para resaltar su conexión con el perfil de votante que acabó por darle la presidencia a su rival en 2016. Los nuevos llegados al electorado están en otros sitios: en la capital, Filadelfia, y en municipios de sus alrededores al Sudeste del Estado; municipios como Reading y Allentown, que concentran proporciones mayores al 50% de hispanos sobre el total de sus habitantes.
Si California o Nueva York son recordatorios incansables de que EE UU es un país en constante cambio, Pennsylvania es el lugar que soñó con una homogeneidad que realmente era más bien un espejismo circunstancial.
🌅 Georgia, el nuevo viejo Sur
Prueba fehaciente de que cualquier equilibrio demográfico aparente en los Estados Unidos está sometido a los vaivenes de la historia nos la da el cuarteto sureño de Alabama, Mississippi, Louisiana y, sobre todo, Georgia, el más poblado de los cuatro. Juntos forman el epicentro del pecado original de la democracia norteamericana: la esclavitud primero, la segregación racial sancionada por ley después, y sus secuelas permanentes hasta nuestros días. Por todo ello fueron lugares denostados, abandonados incluso, por familias afroamericanas enteras que buscaron entornos menos hostiles en la Unión. Y sin embargo, ahora en los cuatro el ritmo demográfico está marcado por sus herederos. Ello es particularmente cierto en Atlanta (capital de Georgia) y sus alrededores, con apenas un 40% de población blanca.
Con ello, y con los nuevos votantes de origen hispano y asiático, un Estado tradicionalmente Republicano (pero que llegó a ser de Bill Clinton en los noventa) puede caer del lado Demócrata en 2020.
🎢 La desigual ola latina
Pero si una corriente de cambio ha merecido atención pública y mediática en los últimos años en EEUU ha sido el crecimiento de la población hispana en condiciones de votar. Inevitablemente rezagado con respecto a los momentos migratorios, que suelen venir con dificultades de acceso a los derechos más básicos (también, claro, al del voto), parece que al fin el penúltimo sedimento demográfico de una sociedad hecha a capas alcanza parte del poder que le corresponde numéricamente. Esta consolidación se produce, sobre todo, en Estados que ya son del partido al que pertenecen una mayoría de los hispanos. Pero no todos, ni mucho menos: en Florida, ser latino no equivale a votar azul; en Arizona y en Texas quizás la correlación es más fuerte, pero allí la ola aún tiene que demostrar su capacidad de desborde. El primero se considera como en juego en esta elección; el segundo está algo lejos de ser pieza de caza demócrata hoy por hoy.
Resulta cuanto menos curioso que un país cuya historia es incomprensible sin partir de una primera ola de conquista y colonización puramente hispana, que además consolidó su territorio actual a través de adquisiciones y guerras hacia el sur (“no cruzamos la frontera, fue la frontera que nos cruzó a nosotros” es una figura retórica habitual en la mitología latino-estadounidense), restrinja tanto su mirada histórica como para construir un relato de una sola dirección que va de lo blanco a lo multicolor, que es un efecto óptico del cierre de campo: Estados Unidos nunca fue otra cosa que cambio.
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