Mike Pence, el devoto de Dios y de Trump
El vicepresidente, casado y con tres hijos, recibió una estricta educación, se planteó el sacerdocio y sigue la regla de que un hombre no cene solo con otra mujer que no sea su esposa
Los hermanos de Mike Pence (Columbus, Indiana, 1959) lo llamaban “el burbuja”, porque era gordito y divertido. Los seis pequeños -cuatro hombres y dos mujeres- se entretenían lanzándose bromas pesadas y jugando al fútbol, aunque al Burbuja no le gustaba la pelota. Crecieron en el seno de una modesta familia católica en un pueblo que no alcanzaba los 30.000 habitantes en la América profunda. Según dijo uno de los hermanos a New Yorker, tenían prohibido hablar durante la cena, debían ponerse de pie cuando entraba un adulto a la habitación y, si mentían, el padre les golpeaba con el cinturón. Los viernes por la noche el panorama familiar era perseguir en coche al camión de bomberos y, los domingos, servir como monaguillos en la misa.
De ese hogar de raíces irlandesas y forofos de los Kennedy, salió un joven demócrata Mike Pence, el actual número dos de Donald Trump, que esta semana en el debate de los vicepresidentes se presentó como un gran activo para la candidatura del republicano, capaz de llegar al voto moderado que se le escapa al neoyorquino.
Aconsejado por su padre, un veterano de la guerra de Corea, Mike Pence pospuso su idea de entrar al sacerdocio y se inscribió en la Facultad de Derecho de la Universidad de Indiana. Era un buen orador, con un temperamento flemático. En esta etapa, el votante de Jimmy Carter vivió tres experiencias que enterraron al adolescente de Columbus y lo conviertieron en el hombre de Washington. La primera ocurrió en un viaje de amigos al festival Christian Woodstock en Kentucky, donde las bandas de rock evangélicas sacudieron a Pence. En esos años se produjo una migración masiva del voto cristiano al Partido Republicano. Ronald Reagan ganó en 1984 en todos los Estados, menos Minenesota. Entre quienes le dieron la victoria se encontraba Mike Pence, un nuevo miembro de sus filas de una ferviente fidelidad. Ese mismo año, el joven se sientió atraído por Karen, la chica que tocaba la guitarra en la Iglesia.
Karen Batten era una maestra de escuela, divorciada, dos años mayor que Pence. El republicano la invitó a patinar sobre hielo en su primera cita. Nueve meses después, escondió un anillo en una hogaza de pan y fueron a alimentar a los patos a un canal. Karen, un mes antes, había mandado a grabar la palabra “sí” en una cruz de oro, según The Washington Post. Cuando estaba cortando el pan, Pence le preguntó si se casaría con él y ella le entregó el crucifijo. El actual vicepresidente estadounidense reconoció en una entrevista en el pasado que sigue una regla del pastor evangélico Billy Graham, la que no permite que un hombre cene solo con otra mujer que no sea su esposa o asista a un evento mixto en el que se sirva alcohol a menos que su pareja esté presente.
Ya casado y convertido al cristianismo evangélico, Pence intentó hacerse con un escaño en el Congreso en 1988 y 1990, sin éxito. Decidió entonces llegar a su electorado por otra vía, pero sin perder de vista que el objetivo era el Capitolio. Se convirtió en presentador de radio y le hablaba a las amas de casa y jubilados de Indiana. “Soy un conservador, pero no estoy enojado por eso”, explicaba Pence, quien sabía traspasar sus ideas más radicales con la serenidad de quien lee en voz alta la lista de la compra. Cuando salió una vacante para las elecciones del año 2000, el republicano se fue de vacaciones con su esposa y sus tres hijos. Cabalgaba con Karen por las montañas de Colorado cuando miraron al cielo y divisaron dos gavilanes colirrojos que alzaban el vuelo sobre sus cabezas. Lo interpretaron como una señal, explicaría su esposa después. Pence volvió a presentarse como congresista y, esa vez sí, logró su escaño.
Durante los 12 años de Pence en el Congreso, propuso 90 proyectos de ley y resoluciones, pero ninguno de ellos se convirtió en ley. A pesar de tener la apariencia de un tipo inexpresivo y ausente, casi como un muñeco de cera, su cálida mirada y el asomo constante de una sonrisa lo vuelven cercano. Su carácter lo llevó a generar una red de conexiones importantes en Washington y se terminó haciendo amigo de donantes millonarios, que serían claves para sus aspiraciones hacia la Casa Blanca. Entre ellos, el magnate David Koch, una fuente de dinero para el avance del radicalismo conservador en Estados Unidos. Koch falleció en agosto del año pasado.
Tras su paso por Washington, se convirtió en gobernador de su natal Indiana. En el cargo sacó sus garras ultraconvervadoras y firmó un proyecto de ley que prohibía a las mujeres abortar un feto con malformación y obligaba el entierro de este incluso después de un aborto espontáneo. Un juez federal declaró que la normativa era inconstitucional. Rodeado de monjas, sacerdotes y activistas anti-gay firmó una ley sobre libertad religiosa que esencialmente legalizaba la discriminación contra los homosexuales por parte de las empresas. El alud de críticas de la ciudadanía y de varias compañías lo obligó a dar marcha atrás. Después de los ataques terroristas de noviembre de 2015 en París, Pence emitió una orden ejecutiva para prohibir el reasentamiento de refugiados sirios en Indiana.
Mientras intentaba llevar a cabo su agenda radical hacia la derecha en Indiana, Washington lo observaba. En 2016 el Partido Republicano eligió a su candidato a la presidencia: Donald Trump. Un hombre que dijo que jamás había buscado el perdón de Dios; conocido por estar rodeado de jóvenes modelos en discotecas y pocas veces visto en una Iglesia. Fue entonces cuando el partido pensó en Mike Pence para equilibrar la balanza. Pence desenmascaró su faceta ambiciosa y no lo pensó dos veces. Desde hace cuatro años, el devoto sirve a Dios y a Trump.
Suscríbase aquí a la newsletter sobre las elecciones en Estados Unidos
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.