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La guerra arrincona a ancianos y pacientes crónicos en Ucrania

Los bombardeos y la soledad empeoran las dolencias de los colectivos más vulnerables

Guerra de Rusia en Ucrania
Óscar Gutiérrez (enviado especial)

Quizá no haya mentira más piadosa que la de una mujer que oculta a su madre un cáncer cerebral. Menos aún en plena guerra. La hija se llama Inna Kochenko y tiene 30 años. Es de gran envergadura, seria y mirada noble. Se percibe que sufre por su madre, Lubov Uzhishchenko, de 49 años, postrada con su cerebro muy dañado, sin esperanza de mejora, en una casita de una zona rural de Nizhin, en la provincia ucrania de Chernihiv. Dicen los expertos que el estrés de una guerra puede despertar enfermedades, potenciarlas, precisamente cuando crece la soledad, la posibilidad de quedar desahuciado mientras los tuyos huyen o mueren. “Las explosiones y los bombardeos afectan mucho a la condición de mi madre”, se lamenta Kochenko, “y no puedo evitarlos porque no tenemos un refugio cerca”.

Según datos recogidos por la oficina ucrania del Programa para el Desarrollo de la ONU (UNDP, en sus siglas en inglés), unas 500.000 personas en el país requieren cuidados paliativos. Más que nunca y con más necesidades. Entre ellos están los de más edad, discapacitados, veteranos de guerra heridos y pacientes que, como Uzhishchenko, tienen una enfermedad sin remedio. Es por este motivo por el que su hija recibe la visita periódica de Alina Kazalap, oncóloga de 30 años, al frente de una unidad móvil de paliativos del Hospital Central de Nizhin.

Su relación es casi familiar. Admite esta especialista que una enfermedad como el cáncer “se extiende más rápido debido al estrés y la privación del sueño” que causan la violencia diaria en los pacientes. Reconoce también Kazalap que, a tenor del miedo que Uzhishchenko tiene a la palabra “cáncer”, su hija hace bien al mentir. La madre sabe que es un tumor, nada más.

El impacto de la barbarie

La barbarie rusa ha elevado a cotas muy altas el sufrimiento de toda una población, obligada, además, a dar saltos de gigante en su relación con el tratamiento psicológico o los cuidados paliativos, casi ausentes en el pasado. Queda camino. “La limitación de los recursos financieros y humanos, que afecta a la disponibilidad de servicios, especialmente en zonas remotas, sigue siendo un problema”, afirma Dmitro Kushch, analista del UNDP, agencia que sufraga la unidad móvil. Señalan también desde el UNDP que “en el contexto de la guerra, garantizar el acceso a un alivio adecuado del dolor no es solo una cuestión médica, sino también una cuestión de derechos humanos”.

Las exigencias de los heridos de guerra son grandes, por lo que las enfermedades crónicas quedan en un segundo plano, pese a concentrar el 80% de las muertes antes de la gran invasión, según la Organización Mundial de la Salud. Los pacientes crónicos, además, sufren por la destrucción de hospitales, la huida de sus hogares, insuficiencias económicas o la mala calidad del aire, atravesado por la maquinaria de guerra.

Añade otra cosa la oncóloga muy reveladora: su mayor reto es convencer a las familias de que la vida de los enfermos aún es importante. “Antes, quizá por herencia soviética”, comenta Kazalap, “solo se consideraba útil a aquel que estaba sano”. Kochenko sabe que la vida de su madre vale, pero está exhausta. Llora al contar que tiene que bañarla, darle de comer, moverla, cuidar los niveles de azúcar para que no pierda la conciencia; con una niña de año y medio y un marido que trabaja fuera gran parte del día. “Con todo eso, más los ataques, los civiles que mueren, ¿cómo puedo cuidar de mí?”, se pregunta contrariada.

Nizhin fue ocupada por tropas rusas durante algo más de un mes tras la invasión de febrero de 2022. La guerra allí, pese a estar ya lejos del frente, se sigue sintiendo a diario. Unos minutos después del mediodía, un helicóptero ucranio pulveriza un dron ruso que circulaba sobre el municipio, fácil de ver desde la entrada del hospital, con un enorme estruendo que causa cierto pavor.

Mikola Panasovich, de 83 años, recuerda cómo llegaron los rusos y mataron a algunos vecinos. “Rusia ha hecho muchas cosas malas con nosotros y no lo entiendo, teníamos una relación”, relata este hombre, risueño y amable, de manos grandes y castigadas por la tierra. Las lágrimas brotan cuando habla de por qué vive a las afueras de la ciudad. “Mi mujer murió hace seis años”, relata, “la echo mucho de menos porque era mi compañera”. Está triste, pero su mirada es agradecida.

Los mayores, los más castigados

Los mayores de 60 años representan el 25% de la población ucrania. No obstante, debido a su salud o su propia voluntad, son los que se quedan y sufren más la violencia o la propia soledad. Un estudio de la organización HelpAge International, especializada en el análisis de las dificultades de los más mayores, reveló el pasado julio que un 44% de los que superan los 70 años en Ucrania viven solos y sin apoyo familiar.

Antes de sentarse a charlar, Panasovich recibe tumbado el chequeo de varias facultativas de la unidad móvil. Sufre, sobre todo, las consecuencias de un tumor en la próstata del que fue operado. Tiene el sistema cardiaco delicado, presión alta, una hernia… “Pero estoy bien para mi edad”, dice, aunque la guerra, él lo sabe, afecta a su salud. Sigue cultivando el grano para alimentar a las gallinas y que estas den buenos huevos. Tiene dos vástagos. “Mi hija me visita todas las semanas”, continúa, “pero mi hijo se mudó a Kiev y no viene porque tiene miedo a ser movilizado”. Se refiere a la posibilidad de que una unidad de reclutamiento lo lleve a la fuerza a nutrir el ejército.

Este hombre es un buen ejemplo de lo que explica Oleg Kacher, de 65 años, director general del Hospital Central de Nizhin, con 40 camas para paliativos siempre ocupadas: “La gente está muy sola, sobre todo la mayor, y necesita más cuidados debido a que muchos familiares se fueron con la guerra”.

La doble pena de Maria Oliinik, de 87 años, es que no solo murió su marido, sino también su hijo a la edad de 45 años. Con un pañuelo en la cabeza de color burdeos, anudado al cuello, y unos ojos pequeñitos ya de vejez, Oliinik se resiste a tomar asiento y prefiere conversar junto a la pared. Trabajó de cocinera en guarderías. Vivía sola desde hacía seis años, pero enfermó del riñón y tuvo que pedir ayuda. Ahora reside en el geriátrico de Nizhin, donde la cuidan. “Es mejor vivir aquí que en casa”, afirma. Su hogar está tan solo a un par de kilómetros.

Cuenta Zoria Harda, de 57 años, una de las responsables del geriátrico, que en los últimos años ha crecido el número de personas solas que acuden al centro para recibir sus cuidados, la mayoría gente mayor que no puede valerse por sí misma. El paciente más joven tiene 48 años, el mayor, 92.

Oliinik se emociona cuando habla de aquellas semanas en las que la ciudad estuvo ocupada. “Me dan miedo las explosiones”, dice la anciana muy bajito. Es generosa hablando, aunque le falle el oído. Su nieto se llama Dima y tiene 31 años. Emigró a Polonia antes de que Moscú lanzará sus tropas y no ha regresado. Es lo único que le queda a ella. “Me llama un par de veces al mes”, apunta, “quiero que acabe la guerra para que pueda volver”.

Dima le dice a su abuela al teléfono que la echa mucho de menos. La violencia agravó la soledad de los dos. Por fortuna, dice Oliinik, aún la visitan en el geriátrico los vecinos de siempre.

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Sobre la firma

Óscar Gutiérrez (enviado especial)
Periodista de la sección Internacional desde 2011. Está especializado en temas relacionados con terrorismo yihadista y conflicto. Coordina la información sobre el continente africano y tiene siempre un ojo en Oriente Próximo. Es licenciado en Periodismo y máster en Relaciones Internacionales
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