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Maksim Butkevich, víctima de la tortura de Rusia: “Le dije a mi interrogador que me iba a romper el hombro, pero me contestó que sabía lo que hacía”

La ONU y la OSCE acusan a Moscú de malos tratos sistemáticos a presos de guerra ucranios. Putin estudia retirar al país del tratado europeo contra la tortura

Maksim Butkevich, el sábado pasado en una cafetería de Kiev.
Óscar Gutiérrez (enviado especial)

El cinismo es un arma de guerra y Rusia un tirador certero. Su presidente, Vladímir Putin, tiene sobre la mesa la retirada del país del tratado europeo contra la tortura, del que es parte desde 1998. Una mofa política que ahonda en la herida abierta de miles de soldados y civiles ucranios en cárceles rusas víctimas de terribles vejaciones. Maksim Butkevich, de 48 años, es uno de ellos. Su relato es pausado, pero demoledor. Fue liberado en un canje de prisioneros de guerra el pasado 18 de octubre, tras dos años y cuatro meses de cautiverio. Admite que quizá suene raro decir que uno tiene miedo al temor, un juego de palabras, pero se entiende. “Recuerdo el temor en prisión cuando los guardias estaban cerca, en las celdas de al lado”, explica, “recuerdo cómo anticipaba el dolor, es lo que más miedo me daba”.

La historia de Butkevich, natural de Kiev, que antes de empuñar las armas fue periodista y defensor de los derechos humanos, con la BBC y Amnistía Internacional en su expediente, es similar a la de tantos ucranios que han pasado y pasan por centros de detención rusos. Con una particularidad y frustración: él salió de allí, otros no, y no sabe por qué. “Soy antifascista y quizá era el preso menos adecuado para ser acusado de nazi”, apostilla.

Una trampa

Aunque Butkevich no había sido amigo de la guerra, en la noche del 24 de febrero de 2022, unas horas después de que Moscú enviara sus tropas al país vecino, este se apuntó como voluntario para defender a su país. Participó con éxito en la resistencia y expulsión del enemigo de la periferia de Kiev. De ahí saltó al frente oriental al mando de un pelotón de 20 hombres. “No éramos conscientes de lo diferente que era allí la guerra”, reconoce. El 21 de junio de aquel año fue capturado junto a ocho de sus reclutas cerca del pueblo Mirna Dolina, en la provincia de Lugansk. Recuerda lo paradójico que era estar peleando en un lugar que, traducido, significa Valle Pacífico.

Les tendieron una trampa. El mando había ordenado a Butkevich y sus hombres acudir a un punto de observación. Los rusos estaban cerca. Se habían perdido las comunicaciones, pero el ruido de muchos vehículos les hizo pensar en marcharse. Un camarada de otra unidad les informó de que estaban rodeados y que si querían salvarse tenían que seguir sus directrices. El interlocutor, preso en ese momento del ejército ruso, les condujo bajo amenazas a campo abierto. “Os matarán si no tiráis las armas”, les advirtió en una nueva comunicación. Eran un objetivo fácil, así que Butkevich ordenó a los suyos capitular.

“Nos quitaron todo lo que teníamos”, recuerda, “pero no nos trataron mal inicialmente”. Los llevaron a un lugar sin identificar a las afueras de Lugansk. Allí cambió el tono. Maniatados, recibieron la visita de otros militares de alto rango y fuerzas especiales. Empezaron los golpes y las amenazas. Recuerda Butkevich algo que dijo uno de los mandos rusos: “No sois prisioneros de guerra [protegidos por el derecho internacional], nadie sabe dónde estáis, si no os comportáis, moriréis”.

Vejaciones sistemáticas

Naciones Unidas acusa al ejército ruso de torturar a los prisioneros de guerra ucranios. Estas prácticas van desde los malos tratos a las condiciones extremas de internamiento e incluso la violencia sexual. En un informe del pasado junio, la ONU afirmó tener pruebas creíbles de la ejecución de 35 militares ucranios. También señaló que presos rusos habían denunciado malos tratos en centros de tránsito en Ucrania.

La oficina de derechos humanos de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) ha descrito con detalle el modus operandi de las autoridades rusas con los reos: juicios falsos bajo cargos de terrorismo, espionaje, sabotaje, destrucción de la propiedad o crímenes de guerra. En total, la OSCE ha podido documentar 1.472 de estas causas inventadas.

Como colofón, el primer ministro ruso, Mijail Mishustin, instó la pasada semana a Putin a elevar al Parlamento la retirada de Rusia del Convenio Europeo para la Prevención de la Tortura y de las Penas o Tratos Inhumanos o Degradantes, adoptada en 1987 por el Consejo de Europa, organismo del que Rusia no es parte tras ser expulsado a causa de la invasión de Ucrania. Moscú, no obstante, sigue siendo todavía firmante de ese tratado contra la tortura, así como de la Convención contra la Tortura de la ONU.

Confesión

Maksim Butkevich prosigue su relato. El siguiente que entró a interrogar al pelotón de cautivos les hizo arrodillarse. Quería que los presos recitaran junto a él propaganda contra Ucrania, probablemente fragmentos de textos o discursos de Putin. “Cogió un palo de madera y amenazó con usarlo contra mí si alguien se confundía”, narra Butkevich. Cree que querían humillarle por ser el jefe del pelotón. “Empezó a pegarme en un punto concreto de la espalda, por detrás del hombro. Le dije que me lo iba a romper, me estaba mareando, y me respondió que sabía lo que hacía”. Estuvo con las manos inmovilizadas durante semanas.

Vinieron otros y le siguieron pegando. Uno de ellos le hizo levantar los brazos hacia arriba para propinarle un puñetazo en el estómago. Con las extremidades en esa posición el dolor es más fuerte. Fueron trasladados a otra cárcel de Lugansk, donde recibieron un colchón en mal estado, comida insuficiente y una toalla. No había papel higiénico. Se sucedieron los malos tratos durante los meses venideros; más interrogatorios de diferentes cuerpos de seguridad y de la autoproclamada autoridad rusa de Lugansk. Hasta que llegó agosto de aquel primer año de guerra. Ahí empezó la fabricación del caso que acabaría en una condena.

En agosto, un par de meses después de la captura, Buktevich fue interrogado sin que pudiera ver a sus interlocutores. Mientras le pegaban con una porra y con las manos, cubiertas con guantes, le dieron tres opciones: o se declaraba culpable de crímenes de guerra, era condenado y canjeado; o le enviaban adonde, según la acusación, había cometido su delito, le dejaban escapar y le tiroteaban; o le encerraban con presos comunes, dándoles vía libre a hacer con él lo que quisieran. “Confesaré”, les dijo. Firmó el papel sin saber siquiera lo que ponía porque se lo taparon con las manos. Lo que sí pudo ver es un palo electrificado con el que, según le avisaron, podrían violarle. Esto no sucedió, aunque Butkevich sí escuchó a sus carceleros en alguna ocasión dar cuenta de este tipo de vejación.

Él fue el único de los detenidos en Mirna Dolina aquel 21 de junio de 2022 al que se le obligó a firmar una confesión. Cinco de sus hombres fueron canjeados por prisioneros rusos; tres siguen cautivos. En marzo de 2023, Butkevich fue condenado a 13 años de prisión por crímenes de guerra. Supo después que en aquel escrito de culpabilidad aparecía como responsable de la muerte de dos civiles en una localidad en la que nunca estuvo. De hecho, en la fecha del suceso, él se encontraba aún en Kiev. Las víctimas eran reales, pero habían perecido por fuego ruso.

Su destino fue un centro penitenciario de régimen estricto donde al fin pudo pasear y ver la luz, donde hizo ejercicio y enseñó inglés a otros compañeros; donde escuchaba música que recordaba en su cabeza, creaba historias distópicas o rememoraba a toda la gente buena que había conocido. “Mis interrogadores no podían arrebatarme ese mundo interior”, cuenta con cierto orgullo. Por entonces ya se había lanzado una campaña internacional para su puesta en libertad. Tuvo lugar hace diez meses junto a otros 189 prisioneros de guerra.

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Sobre la firma

Óscar Gutiérrez (enviado especial)
Periodista de la sección Internacional desde 2011. Está especializado en temas relacionados con terrorismo yihadista y conflicto. Coordina la información sobre el continente africano y tiene siempre un ojo en Oriente Próximo. Es licenciado en Periodismo y máster en Relaciones Internacionales
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