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MARCOS PEÑA / EXJEFE DEL GOBIERNO ARGENTINO

“El bienestar mental de los políticos es un riesgo para la democracia”

El que fue mano derecha de Mauricio Macri cuestiona el mito de los grandes líderes y relata los traumas que deja el ejercicio del poder

Marcos Peña, el pasado lunes en Madrid.
Marcos Peña, el pasado lunes en Madrid.INMA FLORES
Xosé Hermida

Es raro encontrar a alguien que haya rozado la cúspide del poder y confiese sus fragilidades, sus traumas, sus miedos, las heridas emocionales que imprime la vida en la cumbre. Marcos Peña (Buenos Aires, 47 años), exjefe del Gobierno argentino bajo la presidencia de Mauricio Macri, lo ha contado en un libro, El arte de subir (y bajar) la montaña (Siglo XXI).

Pregunta. ¿El poder deshumaniza?

Respuesta. Sí, deshumaniza por la desconexión con uno mismo y con los demás, en exceso y durante demasiado tiempo. Por eso la metáfora de la alta montaña: son lugares donde uno no está hecho para estar mucho tiempo, tiene que entrar y salir. Cuando se quiere quedar ahí, el riesgo de deshumanización es mucho más grande.

P. La presión, la exigencia, la velocidad de respuesta que se demanda hoy… ¿Hay algo inhumano ahí?

R. Más que de líderes, me gusta hablar de personas en situación de liderazgo. Cuando se vuelve muy extrema esa situación, genera un estrés crónico que tiene un costo muy alto sobre lo emocional y sobre la capacidad de conectar con otros.

P. Y al mismo tiempo es adictivo.

R. Sí, fama, plata, poder… Son mecanismos compensadores.

P. ¿Adrenalina?

R. Adrenalina, dopamina… Son drogas que están muy en lo profundo de nuestro cerebro, necesarias para la supervivencia, pero tienen que estar compensadas con el sistema de cuidado, con la compasión, con los vínculos, con los afectos, para que no se descontrolen.

P. Cuando estaba empezando, le dijo a un periodista: “Yo no permito que la política me coma la vida”. Y se la comió.

R. Es el riesgo de la autosuficiencia, de subestimar ese desafío, de ir a la alta montaña en zapatillas y remera sin la preparación adecuada. Es una altísima exigencia que equivale a trauma. Y por eso debe ser procesada después.

P. ¿Cuándo se dio cuenta de que tenía que parar?

R. Siete meses antes de que terminara el mandato, en una charla con mi mujer, Luciana. Pude ver gráficamente que estaba en una bifurcación: que explotase mi familia y la enajenación se volviese estructural, o que tomase distancia. Y ahí donde dije: “Esto es lo que hago, no lo que soy. A fin de mandato, me retiro”. No sé si fue un regalo de la vida o un acto de lucidez.

P. ¿Todos los líderes arrastran un trauma?

R. El liderazgo extremo —empresarial, político, deportivo, artístico…— muchas veces surge de una necesidad de llenar un vacío muy fuerte. Cuanto más fuerte esa necesidad, más capacidad de liderazgo se tiene. Y se retroalimenta esa desconexión, genera más esa cosa adictiva.

P. Aunque desde fuera no lo parezca, usted subraya que se sufre mucho por las críticas.

R. El smartphone cambió radicalmente la experiencia de liderazgo. Los artistas y los deportistas son los que primero empezaron a hablar de salud mental en relación con la fama y el éxito. La política todavía lo susurra. Hace poco sacó un informe la Apolitical Foundation, una ONG alemana, sobre el bienestar mental de la política. Es uno de los riesgos sistémicos para la democracia hoy. El nivel de agresión, de exposición, de demanda… Hay mucha gente que empieza a decir: “No sé si quiero meterme en esto”. Es urgente hablarlo, por el bienestar de la democracia, no solo por el de los políticos.

P. Recomienda desconectarse de las redes. Ahí el nivel de agresión es enorme.

R. Pero lo peor es la demanda, estar todo el tiempo con la sensación de que tienes que contestar algo. No te permite momentos para concentrarte, para descansar, para tener reuniones. … Y afecta a tu capacidad cognitiva y de tomar decisiones.

P. No hay lugar para la reflexión.

R. Por eso más que en una carrera lineal y de mucho tiempo, hay que pensar en una lógica de montaña de ascenso y descenso. Después de un tiempo, tomar distancia, alejarse del personaje, recuperar fuerzas, procesar… Es más saludable que lo que he visto en muchos dirigentes que están 30, 40 años y ya ni se acuerdan de lo que era la formación o la reflexión, incluso el disfrute. Y esto también me impresionó mucho trabajando con empresarios.

P. La opinión pública no acepta que los políticos muestren sus vulnerabilidades.

R. Tengo mis dudas de si no hay un cambio generacional en ese sentido. También hay que diferenciar la autenticidad, el alinear lo que sós, lo que decís y lo que hacés. Si uno es un duro que de repente se quiebra a llorar porque dice “no puedo más con mi trabajo”… Ahí lo que se castiga es la inconsistencia. Fue muy interesante lo que pasó con Gabriel Boric, el presidente de Chile, cuando él plantea en campaña su situación de salud mental, con un trastorno obsesivo-compulsivo. Y los votantes no lo castigaron por eso. También hay que repensar el rol del ciudadano. En la medida en que se pone de víctima, de espectador, de que otro le resuelva todos los problemas, la frustración va a ser siempre muy grande. Esa imagen del líder que está en una estatua, que nos va a conducir, no resiste tanto el archivo histórico.

P. Por eso prefiere hablar de personas en situación de liderazgo antes que de líderes.

R. La estatua que habita en nuestras ciudades es algo engañoso. Si uno mira los grandes líderes del siglo XX, han sido hombres con depresiones, con adicciones, y ocultar eso no los hace mejores líderes, los hace menos humanos. Y por eso me gusta pensar esto del liderazgo como un verbo, no como un sujeto, como algo definido.

P. Cuenta que uno se crea un personaje como un mecanismo de defensa. Y al final el personaje te come.

R. Para mí fue un regalo de la vida atravesar esa muerte política. Fue doloroso, fue difícil, me genera enojos, contradicciones, por más que yo mismo me lo había planteado. Pero es lo que te permite después integrarlo desde otro lugar. Eso lo aprendí mucho del retiro de los deportistas, que muchos lo planteaban como una muerte en vida. A mí me pasó, el 10 de diciembre de 2019, dejamos el poder a la mañana y a la tarde era un ciudadano más, caminando por Palermo, en Buenos Aires, y habiendo tomado la decisión de sacarme el traje. Estás como un poco desnudo en la calle, porque ese traje era un mecanismo de protección, pero creo que es supernecesario para crecer.

Marcos Peña, en la sede de Siglo XXI Editores, en Madrid.
Marcos Peña, en la sede de Siglo XXI Editores, en Madrid.INMA FLORES

P. ¿Y pese a todo no se arrepiente?

R. No, para mí la política ha sido una experiencia extraordinaria y sigue siendo una función esencial. No hay democracia sin políticos y no hay libertad sin democracia. Entonces, es urgente que nos ocupemos de eso. Pero lo hago desde el amor por la tarea. Realmente fue una experiencia maravillosa. Estoy agradecido de poder haberla atravesado.

P. Rechaza los liderazgos “personalistas y mesiánicos”, el “superhéroe”, dice. Una definición muy adecuada para Javier Milei, que hasta se disfraza de superhéroe.

R. Él tiene un grado de autenticidad y de conexión muy consistente entre quien se propuso para ser, el que ganó y el que es. Te puede gustar o no, pero es medio raro que una vez que gane pase a ser un político formal... La gente lo votó así y eso tiene un valor. El problema tiene muchas veces que ver con los rivales, que no fueron capaces de conectar. Y hay una alerta ahí muy grande en varios países: poner todo el foco en el disruptivo nos hace perder de vista que el problema central pasa por los no disruptivos. Porque hay un rechazo al resto, al político profesional.

P. ¿Usted sigue entre los no disruptivos?

R. Sí, sí… Los liderazgos disruptivos pueden cumplir un rol de ruptura, pero no de construcción. Una sociedad democrática se hace con liderazgos más grupales, más colectivos, más capaces de tener una voz.

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Sobre la firma

Xosé Hermida
Es corresponsal parlamentario de EL PAÍS. Anteriormente ejerció como redactor jefe de España y delegado en Brasil y Galicia. Ha pasado también por las secciones de Deportes, Reportajes y El País Semanal. Sus primeros trabajos fueron en el diario El Correo Gallego y en la emisora Radio Galega.
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