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Bombas contra cohetes: la tensión que no cesa en el frente del norte entre Israel y Hezbolá

El ejército y la milicia proiraní cruzan ataques de alcance limitado después de haber bordeado una guerra abierta en los últimos días

Muro que separa Israel y Líbano, visto desde las calles de Arab el Aramshe, pueblo beduino colindante con la frontera. La torre que asoma es un puesto de observación de Hezbolá.
Muro que separa Israel y Líbano, visto desde las calles de Arab el Aramshe, pueblo beduino colindante con la frontera. La torre que asoma es un puesto de observación de Hezbolá.Edward Kaprov
Juan Carlos Sanz (enviado especial)

“Solo se puede morir una vez. Mejor que sea en mi tierra”, susurra Hazel Mazguit, de 50 años, junto a su casa de Yordeij, aldea del pueblo de Arab el Aramshe, que dista apenas 300 metros de la Línea Azul, la tensa divisoria entre Israel y Líbano. Mazguit ha dejado en Nazaret, 70 kilómetros al sur, a su esposa y sus cinco hijos para ocuparse de una granja avícola. “Aparque detrás de la casa, es más seguro”, recomienda mientras señala la torre de observación de la milicia proiraní de Hezbolá que sobrevuela el muro de hormigón fronterizo. “No tiran a dar, los proyectiles y cohetes casi siempre caen en zonas deshabitadas, pero nunca se sabe”, recita un mantra de hombre precavido. En el oeste, hacia al Mediterráneo, las detonaciones secas de la artillería israelí coinciden con el inicio del sabbat en el atardecer del viernes. “Habrán detectado movimientos de la guerrilla libanesa y los están espantando a cañonazos”, menea la cabeza sin poder ocultar un rictus de espanto.

En un monte boscoso de Daheyra, del lado libanés de la frontera, se eleva una columna de humo. En paralelo a la guerra en Gaza contra Hamás, que está a punto de cumplir 100 días, Israel y Hezbolá están viviendo en la Línea Azul su conflicto más largo desde que el ejército israelí se retiró hace 24 años del sur de Líbano, y el más sangriento desde la guerra que les enfrentó en el verano de 2006. Ambas partes parecían estar librando un conflicto de baja intensidad, hasta que la muerte en Beirut del número dos de Hamás, Saleh al Aruri, en un ataque con un dron atribuido a Israel, desató el pasado día 2 una espiral de enfrentamientos que ha estado a punto de desencadenar un conflicto a gran escala.

Hace una semana, un diluvio de decenas de cohetes causó graves daños en las antenas de vigilancia electrónica del centro de control aéreo israelí en Meron, en la parte oriental de la frontera. Fue la “respuesta preliminar” de Hezbolá al asesinato selectivo de Al Aruri. Otra operación de precisión de un dron israelí se cobró la vida el lunes de Wisam Tawill, jefe de la fuerza de élite chií Radwan y estrecho colaborador de líder del partido-milicia chií, Hasán Nasralá.

Por mucho menos hubiese comenzado otra guerra en otras circunstancias. En territorio libanés han muerto durante los tres últimos meses 170 personas, de las que 150 son milicianos de Hezbolá o aliados palestinos exiliados. En Israel han fallecido otras 13, en su mayoría soldados.

El granjero Mazguit observa los ataques sincopados de la artillería israelí desde la puerta de su casa mientras maldice las semanas que pasó en un hotel del Nazaret, desplazado con los suyos lejos de su verde colina de Galilea a causa de la guerra, como otros 100.000 habitantes de la zona fronteriza del norte de Israel. Entre ellos, los 60.000 de la ciudad de Kiryat Shmona, emparedada entre Líbano y los Altos del Golán sirios. En el sur de Líbano, un número similar de residentes ha huido hacia el norte del país.

Arab el Aramshe, colindante con la peligrosa frontera, es un pueblo fantasma del que falta un 90% de sus más de un millar y medio de habitantes. Han escapado del fuego cruzado de bombas y cohetes que se cierne sobre sus cabezas. Todos son beduinos, árabes con nacionalidad israelí, herederos de los palestinos anteriores al nacimiento de Estado judío en 1948. Como las obras de su nueva mezquita de cúpulas doradas paralizadas, el tiempo parece detenido en este lugar peñascoso, en la vertiente más tupida de los bosques de la Alta Galilea.

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La escalada bélica llegó a su cima el martes, cuando una oleada de drones cargados de explosivos penetró desde Líbano en el espacio aéreo israelí. La mayoría de los aviones no tripulados fueron derribados por las defensas antiaéreas, pero uno de ellos estalló en pleno cuartel general del Comando Norte de las Fuerzas Armadas en Safed, al sureste de Meron, en una ofensiva de Hezbolá con escasos precedentes. Los portavoces castrenses aseguraron que no se produjeron bajas, aunque los daños materiales fueron ingentes. Pocas horas después, el comandante del escuadrón de drones del sur libanés de Hezbolá, Alí Husein Burji, caía liquidado por un misil.

Ojo por ojo. Desde entonces ambas partes parecen no querer tentarse con más casus belli y pueden haber dado por saldadas las cuentas pendientes. Hezbolá e Israel han regresado a la rutina del intercambio de ataques con cohetes y drones, de un lado, y represalias con bombardeos de artillería y aviación. Este sábado, el servicio de prensa del ejército detalló que los disparos de artillería del viernes observados en la zona fronteriza iban dirigidos contra un comando de Hezbolá dotado con cohetes antitanque Kornet de fabricación rusa, el arma más letal sobre el terreno de la milicia libanesa chií. El escenario del frente del norte ha vuelto a ser el acostumbrado: lanzamiento de cohetes que impactan sobre zonas desiertas del norte de Galilea y replicas de los cañones israelíes contra los presuntos puntos de lanzamiento. La aviación suele bombardear además los centros de mando habituales de Hezbolá en el sur de Líbano.

El granjero Hazel Mazguit, junto a su casa de Arab el Aramshe, una de las más próximas a la frontera de Líbano.
El granjero Hazel Mazguit, junto a su casa de Arab el Aramshe, una de las más próximas a la frontera de Líbano.Edward Kaprov

El constructor Husein Yuna, de 40 años, que acaba de regresar a Arab el Aramshe desde Nazaret, aparca su quad en la puerta del único comercio abierto, donde Ahmed Masal, de 57 años, y su esposa Laila, de 51, todavía sirven café y venden alimentos. “Estaba harto de vivir con mi familia en una habitación de hotel”, refiere Yuna, “y aquí no me falta trabajo”. Ha retornado con sus tres hijos, pero la escuela del pueblo sigue cerrada.

La carretera que conduce hasta allí está desierta. A las afueras de Nahariya, principal ciudad costera de la Alta Galilea, un primer puesto de control indica que se está entrando en zona militar. Las barreras y retenes se suceden a lo largo de la ruta, hasta el desvío de la sinuosa ascensión que lleva a la frontera, donde se asienta un destacamento militar permanente. Las marcas sobre el asfalto revelan la presencia masiva de los pesados carros de combate Merkava IV.

Ahmed Masal apenas se ha movido de Arab al Armshe desde el inicio del conflicto en Gaza. “Las primeras semanas de la guerra fueron horribles, no paraban de caer cohetes”, recuerda, “ahora todo parece relativamente más tranquilo; nos hemos acostumbrado a que las explosiones se produzcan casi siempre muy lejos del pueblo”. El comerciante mira con preocupación a su mujer antes de reconocer que en la localidad existen pocos refugios antiaéreos, y los vecinos se protegen en los sótanos de las casas. “Sí, tenemos algunos refugios, pero la distancia desde el punto de disparo es tan corta que solo disponemos de unos tres segundos para resguardarnos”, se lamenta. “Aunque no tenemos mucho miedo, apenas ha habido heridos en nuestro pueblo”.

130 kilómetros de vallas y muros

Mientras su marido atiende a un grupo de reservistas del ejército que compran comida antes de dirigirse a sus posiciones en la Línea Azul, surcada de vallas, alambradas y muros a lo largo de 130 kilómetros, Laila Masal sirve dedalitos de café negro bien cargado y aromatizado con cardamomo. Como muchos otros, ellos tienen parientes beduinos al otro lado de la frontera. “Parece como si el ego de los jefes militares y políticos les impidiera alcanzar un acuerdo para parar la violencia, cuando está claro que ninguno de ellos desea empezar una guerra”, se queja.

El enviado especial de la Casa Blanca para Líbano, Amos Hochstein, que el año pasado medió en la consecución de un tratado de delimitación de la frontera marítima entre Israel y Líbano, en un área con importantes yacimientos de gas, ha viajado en los últimos días a Jerusalén y Beirut para reunirse con altos responsables. Hochstein sostuvo el viernes en la capital libanesa que es “urgente rebajar la tensión en el sur”, aunque reconoció que “una solución definitiva [para pacificar la frontera con Israel] no es previsible en este momento”.

Laila Masal revela que la semana anterior al 7 de octubre, cuando Hamás lanzó un ataque a gran escala contra Israel en la frontera de Gaza, se acercó a la frontera para saludar a unos parientes beduinos del sur de Líbano. “Los soldados nos daban permiso siempre”, rememora, “y si bien podemos hablar a través de las aplicaciones de internet, nos gusta vernos la cara de vez en cuando, aunque sea de lejos”. “A nosotros no nos van a disparar desde el otro lado”, dice casi en la misma divisoria internacional el granjero Hazel Mazguit, “pero es mejor no asomarse demasiado”.

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Sobre la firma

Juan Carlos Sanz (enviado especial)
Es el corresponsal para el Magreb. Antes lo fue en Jerusalén durante siete años y, previamente, ejerció como jefe de Internacional. En 20 años como enviado de EL PAÍS ha cubierto conflictos en los Balcanes, Irak y Turquía, entre otros destinos. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza y máster en Periodismo por la Autónoma de Madrid.

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