Cientos de israelíes se quedan en las ciudades evacuadas: “Quiero seguir aquí, pero sé que debería irme”
Una minoría de los ciudadanos se resiste a abandonar sus casas cerca de Gaza, pese al miedo a un nuevo ataque y a la insistencia de las autoridades
Muli Asido pasea a su pitbull por las calles vacías de Sderot, la ciudad israelí a un kilómetro de Gaza que hasta el ataque masivo de Hamás del 7 de octubre tenía unos 32.000 habitantes y hoy parece casi fantasma, con todas las gasolineras, supermercados, restaurantes y cafeterías cerrados. Marcha sin prisa (trabaja en animación audiovisual y los trabajos civiles están hoy a medio gas en un país centrado en la guerra), pero ha cambiado desde entonces su trayecto diario. “Ahora escojo las calles en las que sé dónde hay un refugio cerca o una buena esquina para agacharme si suena la alerta [de cohetes]”, dice mientras retumban en el fondo los bombardeos de la aviación israelí sobre la Franja.
Es uno de los últimos de Sderot: unas 2.000 personas que han decidido quedarse en la localidad, según la estimación del portavoz del Ayuntamiento, Yaron Sasson. Unos dos tercios de la población ya huyeron por su cuenta después de que los grupos armados matasen en Sderot a unas 70 personas, la mayoría civiles, y llegasen a tomar la comisaría. Los policías se fueron al verse superados en número y fue demolida al día siguiente, con los últimos milicianos dentro. Un vídeo muestra cómo llegaron en furgonetas o a pie para ir abriendo fuego contra los pocos viandantes que había (era primera hora de la mañana) o quienes esperaban el autobús. En las calles aún se pueden ver coches calcinados o con las lunas rotas.
Casi todo el resto de Sderot se fue el pasado día 15. El Gobierno, apoyado por donaciones privadas (muchas de ellas llegadas desde el extranjero), fletó autobuses para trasladarlos a hoteles sin coste en Tel Aviv y Jerusalén y, sobre todo, Eilat, una ciudad turística a orillas del mar Rojo. “Contactamos con los habitantes para decirles que les recomendábamos mucho que se fuesen, pero no es obligatorio, así que no podemos forzarles. Tienen derecho a quedarse”, explica Sasson. A pocos kilómetros, un despliegue inédito de tropas, blindados y vehículos militares de logística espera la orden de ingresar en Gaza, algo que previsiblemente aumentaría el lanzamiento de cohetes.
Sderot sufrió menos que otra veintena de localidades fronterizas, así como varios kibutz en los que los milicianos mataron y secuestraron hasta a un 20% de la población. Fueron completamente evacuadas poco después del ataque. Sderot, en cambio, forma parte de un programa voluntario de “refresco”, como lo llama eufemísticamente el Ministerio de Defensa. Y en el que Asido, de 33 años, no quiere participar. “No sé muy bien por qué me quedo. Creo que es porque quiero tomarme el tiempo de pensar adónde quiero ir. O porque no quiero sentir que dejo abandonada la casa, que la descuido”, dice antes de hacer una larga pausa y añadir: “En realidad, quiero quedarme, pero sé y siento que debería irme”.
Vivía solo, pero su casa está orientada hacia Gaza, así que ha vuelto a la de sus padres y ha colocado a la entrada un cuchillo y un martillo. “Y está mi pitbull, pero es muy maja, no hace nada”, aclara. Es un barrio residencial y de noche calcula por el número de ventanas iluminadas cuántos se han quedado en la ciudad. “Cada vez veo menos. Hay, como mucho, una por manzana”. Se desplaza a la ciudad de Ascalón, 15 kilómetros más al norte y donde caen estos días los cohetes, para hacer la compra. “Aquí no hay mucho. Pan, huevos, leche… cuesta conseguir el resto”, resume.
En realidad, solo hay una tienda abierta en Sderot para hacerse con los productos más básicos. Es un pequeño comercio en el centro con las estanterías llenas de latas, panes y mucho tabaco. Su propietario, Mark, de 46 años, pregunta a todo el que cruza el umbral si quiere el café turco, solo o con leche. Es un regalo. “No te voy a mentir, claro que tengo miedo. Nadie quiere morir. Pero esto es lo poco que sé y puedo hacer por la gente de aquí, que conozco de toda la vida. ¿Cómo me voy a ir justo ahora?”, justifica. Uno de ellos es Eli Attias, un taxista de 51 años que ya no activa el contador. “Algún periodista me ha pedido que lo lleve, pero no me la quiero jugar”, dice. Se queda, asegura, porque en su casa están “los recuerdos de toda una vida” y porque ve “imposible que vuelva a suceder lo que pasó”. “Y a lo otro, a los cohetes, está uno acostumbrado”, aclara.
Tiempo detenido
La tienda, que atrae en buena medida a gente sin rumbo o que pide dinero, contribuye a la imagen de desolación. El tiempo parece haberse quedado detenido en el día del ataque. Era la última jornada de la festividad judía de Sucot (por eso la eligió Hamás, igual que Siria y Egipto 50 años antes con el Yom Kippur), así que siguen en pie algunos de los tabernáculos que se montan en esas fechas. También cuelgan los carteles electorales de los comicios locales que se iban a celebrar el próximo día 31 y han quedado aplazados a enero de 2024.
No se ven mujeres ni niños. Solo una, que entra al comercio embarazada, junto a su marido y visiblemente agitada. Se fueron el día del ataque y han vuelto solo a recoger unos documentos, explica. Compran una botella grande de agua y se suben corriendo al coche de vuelta a Tel Aviv.
En un país profundamente nacionalista como Israel —en particular estos días, en los que ha movilizado más de 300.000 reservistas para su “potente venganza” en Gaza, como la definió el primer ministro, Benjamín Netanyahu—, Elinor abre sola su gasolinera todos los días para ayudar a los soldados, prácticamente sus únicos clientes. Es la única operativa en varios kilómetros a la redonda. Se encuentra a las puertas de Netivot, una ciudad donde hoy quedan pocos de sus más de 40.000 habitantes y a cuya entrada fueron repelidos los milicianos. Como está un poco más lejos (11 kilómetros de Gaza), ya circulaba la noticia.
Elinor explica que tardó una semana en atreverse a salir de casa. Es casi el mismo tiempo que necesitaron las fuerzas de seguridad israelíes para confirmar que ningún palestino armado merodeaba ya por la zona. Con 42 años y dos hijos, estaba a punto de irse a Tel Aviv o a Estados Unidos, donde tiene familiares. “Pero, el primer día en que encontré fuerzas para salir a la calle, me acerqué a la gasolinera. Para comprobar en el sistema informático los niveles de combustible, que no se puede mirar desde casa. No lo hice con idea de reabrir, sino para ver si había pasado algo. Entonces vi a tantos soldados y cómo necesitaban un café que me dije a mí misma…: ‘Aunque sea con todo el miedo del mundo, tienes que abrir un poco cada día, para darles servicio”.
Cada mañana levanta la persiana, atiende unas horas y cierra antes de que oscurezca, por miedo. Regala un café a cada soldado que entra. Es la nueva política de la cadena comercial a la que pertenece la tienda, Joe. El resto paga. Antes hacía turnos con otros cinco empleados: cuatro judíos y un palestino. Ahora solo va ella. “Todos tienen miedo. Y no los culpo”.
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