La rebelión de Wagner en Rusia: notas tras un motín fallido
Aleksandr Lukashenko tiene el mejor olfato de Europa. El líder bielorruso está ahora en la posición de mediar entre rusos y tal vez de jugar un papel de árbitro entre Rusia y Occidente
El fracasado motín protagonizado por Yevgueni Prigozhin y Wagner, su ejército de mercenarios, aporta elementos de reflexión política y evidencia aspectos a considerar en el futuro. Estos son esquemáticamente algunos de ellos:
El mejor olfato de Europa. Sin duda esta cualidad corresponde al presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, un político dotado de un formidable instinto de supervivencia. Gracias a su actuación en el conflicto interno de sus aliados rusos, el líder de Bielorrusia vuelve a recuperar el papel de intermediario que ya desempeñó en el pasado. A partir de 2014 y hasta que Rusia invadió Ucrania en febrero de 2022, Lukashenko fue el anfitrión de las negociaciones que bajo la égida de la OSCE se celebraron en Minsk para tratar de encontrar un acuerdo pacífico entre Ucrania y los separatistas prorrusos de la región de Donbás.
Antes, durante años, Lukashenko supo hacer equilibrios entre los intereses de Occidente y de Rusia (y sacar partido de ambos). Su política serpenteante se mantuvo con mayor o menor éxito hasta la represión que siguió a las truculentas elecciones presidenciales de agosto de 2020. Pero la ayuda que Putin se brindó a darle para resistir la presión multitudinaria de la oposición, y para reprimirla duramente, dejó a Lukashenko en manos de Rusia y muchos pensaron que su capacidad de maniobra entre el este y el oeste se había acabado.
El líder bielorruso aceptó las condiciones del Kremlin en la estrecha alianza política, económica y militar con Rusia y lo secundó en la invasión de Ucrania. Prigozhin le ha proporcionado ahora un nuevo margen de maniobra. Y está por ver si el ejército de los Wagner puede reorientar sus energías y acciones en beneficio de Bielorrusia.
La paradoja bielorrusa. Lukashenko está ahora en la posición de mediar entre rusos y tal vez de jugar un papel de árbitro en algún futuro acuerdo entre Rusia y Occidente. Y eso puede ser así pese a que, según datos actualizados del grupo de defensa de derechos humanos Vesná, en las cárceles bielorrusas hay 1.496 presos políticos, entre ellos Viktor Babariko, que quiso competir con Lukashenko en las elecciones de 2020 y que fue condenado a 14 años de prisión en régimen severo. En la cárcel está también la líder de las grandes manifestaciones de oposición, María Kolesnikova, condenada a 11 años.
Los presos políticos bielorrusos reciben mucha menos atención que los rusos. Pero si Lukashenko se siente seguro, incluso podría permitirse liberar a algunos de ellos, como ya hizo en distintas ocasiones en el pasado para neutralizar las sanciones que Occidente le imponía por su represión de los opositores.
Burócrata frente a campesino. Lukashenko tiene orígenes rurales y Putin orígenes urbanos y eso les distingue. El primero tiene la intuición del campesino, ya que nació en un pueblo agrícola a las orillas del Dniéper y dirigió una explotación agraria colectiva. Putin es un personaje más alambicado y más tamizado por la experiencia de una carrera burocrática en los órganos de seguridad del Estado.
El motín no fue una opereta. En las 24 horas que duró se vertió sangre y eso podría dejar un poso. Prigozhin dijo no haber derramado ni una gota, pero un exresponsable de prensa del Ministerio de Defensa ruso se refirió a más de 20 muertos, en su mayoría aviadores, a consecuencia del derribo de siete aparatos (entre helicópteros y aviones) de las Fuerzas Aéreas, uno de ellos el que cumplía funciones de mando.
Dos personajes del campo nacionalista ruso se han expresado con pesar sobre este acontecimiento. Se trata de Igor Strelkov, coronel retirado de los servicios de Seguridad de Rusia, y de Aleksandr Jodakovski, comandante del batallón Vostok, de los insurgentes de Donetsk.
Strelkov manifestó su deseo de que los “artífices de la marcha por la justicia” se acuerden de los aviones y helicópteros derribados y sentenció: “Creo que nada ha acabado aún”. Jodakovski, por su parte, ha escrito que millones de personas se quedaron horrorizadas ante la idea de que todo lo que habían aportado en los pasados años pudiera quedar borrado en un solo día. Esos millones de personas, afirma, “no podrán nunca mirar, sin condenar, a los ojos de quienes se alegraron al ver caer a los helicópteros derribados ayer”.
No hay dos golpes de Estado iguales. El primero y único presidente de la URSS, Mijáil Gorbachov, disponía de un equipo de correligionarios que creía en un cambio para mejor y tenía también una alternativa (oportuna o no) en la persona de Borís Yeltsin, el presidente de Rusia. Los golpistas de 1991, altos funcionarios del Estado que intentaban salvar a la Unión Soviética, fueron incapaces de asumir responsabilidades por el derramamiento de sangre para conservar el sistema caduco que representaban. En el sistema opaco que Putin preside no sabemos cuál es la alternativa, pero sí se sabe que los golpistas representados el pasado fin de semana por Prigozhin no tienen escrúpulos ante la violencia.
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