Murió el actor, sigue la farsa
Una parte de Italia se vio representada por Berlusconi, el inventor del populismo, al que ni la política ni la justicia consiguieron dar caza
Silvio Berlusconi nunca engañó a nadie. Los italianos ―que, en vez de nacer, debutan sobre el escenario más antiguo y hermoso― se dieron cuenta enseguida de que aquel tipo con alzas en los zapatos, un bronceado eterno y aires de galán antiguo no era un político, sino un actor dispuesto al gran reto de representar, a la vista de todos, una parte del alma de Italia. El escritor Andrea Camilleri lo explicaba así: “Los italianos se reconocen en él. Cuando ven a un tipo que es imputado tantas veces y no lo condenan nunca porque el delito prescribe o porque cambia la ley a su favor, la gente piensa: qué listo, qué grande, yo quiero ser cómo él”.
La entrada al espectáculo que Berlusconi propuso a los italianos no era barata ―consistía en multiplicar su propia fortuna al ritmo de su poder, sirviéndose de la televisión para dar carta de naturaleza a todos sus excesos legales y morales―, pero la función lo merecía, hartos como estaban de viejas fórmulas y líderes distantes. Y pagaron. Una factura tal que generaciones enteras ―de italianos, pero también de europeos― tardarán tiempo en saldar. La semilla del populismo que él sembró en la política ―lo vulgar, lo zafio, la desfachatez a cielo abierto, la mentira sin complejos— ya se ha convertido en una plaga para la que, por el momento, no hay remedio; una franquicia con sucursales abiertas en medio mundo, a un lado y otro del espectro político.
No es bueno olvidar lo que sucedió, y por qué, a las diez de la noche del sábado 12 de noviembre de 2011, Silvio Berlusconi presentó su renuncia, pero no porque hubiese perdido la mayoría parlamentaria ni porque los jueces, que ya le pisaban los talones por delitos fiscales e inducción a la prostitución de menores, lograsen darle caza. Solo aceptó marcharse después de que la Unión Europea y los mercados pidieran su cabeza al entonces presidente de la República, Giorgio Napolitano, a cambio de tender la mano a una Italia en quiebra. El magnate que llegó en 1994 al Gobierno y se convirtió para siempre en una pieza fundamental de la política italiana no fue vencido por la razón, sino por el interés. De la Europa que pedía su dimisión y del suyo propio: sus intereses empresariales eran tan altos que el batacazo de la economía italiana podía convertirse también en su ruina. Incluso aquella derrota supo hacerla parecer un gesto noble. El actor que tantas veces se había disfrazado de payaso adoptó la pose de hombre de Estado.
Aquella noche de sábado, Berlusconi se echó por fin a un lado y aceptó que el tecnócrata Monti conformara un Gobierno de emergencia, pero no tardó en sobreponerse al disgusto y advirtió a los suyos: “No os preocupéis. A este Gobierno le podemos desenchufar el respirador en cuanto queramos”. La conclusión es clara, entonces y también ahora: la política ―en el buen sentido de la palabra: líderes decentes, propuestas creíbles y un programa sensato no exento de esperanza― nunca fue capaz de poner contra las cuerdas el proyecto populista de Silvio Berlusconi.
El éxito de su función es que será despedido con un funeral de Estado presidido por Giorgia Meloni, una de sus mejores alumnas. Murió el actor, sigue la farsa.
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