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Vivir “el mismo infierno dos veces”: la crisis golpea a los venezolanos que emigraron a Líbano

Los migrantes que huyeron de la pobreza del país latinoamericano dudan entre regresar tras la mejoría económica o quedarse en un Líbano en caída libre

Raghida Naim
Raghida Naim, en su casa en Chouaifet El Aamroussieh, a las afueras de Beirut, el pasado noviembre.Diego Ibarra Sánchez

Raghida Naim tenía 33 años cuando decidió mudarse desde su país de nacimiento, Venezuela, al de sus raíces familiares, Líbano, invirtiendo el camino emprendido por sus padres y otros millones de libaneses desde mediados del siglo XIX, sobre todo a Brasil, pero también a Colombia, Argentina o la propia Venezuela. Era 1998, Líbano crecía a buen ritmo tras dejar atrás la guerra civil y Naim se adaptaba a comunicarse en árabe, la lengua que creció entendiendo, pero no hablando. Un día, le propusieron preparar comida venezolana para dar diversidad a una verbena local y montó un pequeño quiosco con arepas, empanadas y chicha. “Hice comida para tres días, pero el primero se acabó todo”, rememora en su casa en la localidad de Chouaifet El Aamroussieh, a las afueras de Beirut, levantada en el terreno sobre el que se alzaba la de sus abuelos.

Ahí comenzaron los pedidos a domicilio y de catering para eventos. Crecían tanto que en 2011 fundó oficialmente Doña Arepa, un negocio de comida venezolana que le obligaba a tener el congelador siempre lleno de empanadas y tequeños. Pero llegó 2019, quedó a la vista de todos que el rey de la economía libanesa estaba desnudo y el país entró en una crisis definida por el Banco Mundial como una de las tres más graves del globo desde mediados del siglo XIX. El coronavirus y la explosión en el puerto de Beirut dieron un año más tarde la puntilla al país, en el que hoy rige un corralito bancario y el Estado solo proporciona cuatro horas diarias de luz.

Como el resto de la electricidad depende de generadores privados que a veces saltan, Naim ya no se atreve a tener empanadas y tequeños congelados. “La luz se va tantas horas que se pueden dañar. Ya no los hago sino por encargo. Siempre le digo a los clientes que me avisen unos días antes y los preparo”, señala. Ha pasado también a marcar los precios directamente en dólares porque el tipo de cambio es tan volátil (la moneda ha perdido el 99% de su valor) que acababa “cambiándolos cada semana”. De todos modos, admite, muy pocos clientes piden ya las cantidades de antes y solo le quedan casi latinoamericanos que echan de menos los sabores de su tierra.

“Allá la pasaron muy mal muchos años. Ahorita están como que un poquito mejor. […] Ya se consiguen las medicinas. Antes no había nada, yo les mandaba medicinas de aquí, ahorita nos mandan de allá las que aquí no tenemos. Sí, ahora estamos peor que ellos”, admite Naim, que se ha planteado volver, pero se queda porque su marido ―que nació en Líbano y no habla español― rechaza la idea. La mayor de sus dos hijas planea ya cursar un máster en España.

Familias divididas

Su caso refleja el dilema que enfrentan los miles de venezolanos en Líbano, que suelen tener ambas nacionalidades. Algunos, como Naim, llegaron por motivos familiares o identitarios; otros, escapando del hundimiento económico o por oposición al chavismo. Y todos han ido viendo cómo el país que abandonaron mejora poco a poco económicamente mientras el de sus antepasados atraviesa un túnel que ofrece pocas esperanzas. En Venezuela hay unos 340.000 descendientes de libaneses, según cálculos de la comunidad. Hay caras conocidas en altos cargos como el fiscal Tarek William Saab o el hasta hace muy poco poderoso ministro de Petróleo Tareck El Aissami, de familia sirio-libanesa. En total, en el mundo alcanzan los 14 millones (el doble de la población de Líbano), como el expresidente de Brasil Michel Temer, el empresario mexicano Carlos Slim o la cantante colombiana Shakira.

Las crisis de ambos países mantienen a algunas familias divididas. Es el caso de Rashel Lahoud, de 23 años, que volvió a Venezuela en 2020. La covid le dio el empujón que necesitaba. Viajó a su país natal a una boda y la pandemia la obligó a prolongar su estancia, mientras veía desde la distancia cómo Beirut seguía cuesta abajo. Decidió quedarse en Caracas, de donde su familia había emigrado 13 años antes, cuando era la ciudad más violenta del mundo. Su padre había llegado a Venezuela con 18 años en busca de trabajo. Allí, los Lahoud vivieron de la venta de zapatos como distribuidores de varias marcas, lo que sigue siendo su sustento. “En los peores años en Venezuela mi papá no cerró. Y menos mal, porque no sé qué haríamos en Líbano sin lo que tenemos acá”, cuenta la joven. “Me escapé un poco antes de que se pusiera peor. Me vine a Venezuela cuando el dólar estaba en 5.000 libras. Ahora está en 40.000″, cuenta.

Junto con un hermano que regresó antes, ayuda a su padre en el negocio de calzados. Otros dos hermanos pequeños y su madre se han quedado a la espera de que terminen los estudios y puedan reunirse todos en Venezuela. “Ahora Líbano está peor”, dice, aunque matiza, que la comparación entre ambas crisis es también un asunto de escala y tiempo, porque este es mucho más pequeño y no lleva hundido ni un lustro.

En los dos países, la gente vive condicionada por la inflación y la economía se ha dolarizado informalmente. En el primero, un 80% de la población está por debajo del umbral de la pobreza. Por varios años, existió la misma correlación entre 28 millones de venezolanos, pero en el último año la pobreza en el país se redujo a la mitad, según la Encuesta de Condiciones de Vida que realizan universidades de Venezuela. Ya pasó la época en la que el control cambiario generó una profunda escasez de alimentos y medicinas. Ahora se consigue comida, aunque la mayoría no puede pagarla.

Apertura económica

La familia de Cristel Yamin está entre los siete millones que abandonaron Venezuela. Hace una década, lo vendió todo, cerró sus negocios y se mudó a Líbano. En 2021, ha hecho al revés, al calor de la apertura económica emprendida por Nicolás Maduro, quien ―obligado por la hiperinflación y por las sanciones internacionales, que le han cercado financieramente― ha desmantelado algunos de los controles que impuso su predecesor, Hugo Chávez.

“En Líbano, pasábamos fines de semana sin luz”, recuerda Yamin. En Venezuela los servicios públicos fallan constantemente, pero las tarifas todavía son accesibles para los que están conectados formalmente. La joven, de 28 años, también pone matices a las libertades económicas. “Aquí por muchos años no podías tener dólares en los bancos venezolanos, así que muchos los teníamos afuera. En Líbano todas las cuentas eran en dólares y, cuando la crisis de los bancos, la gente se quedó con su dinero represado. Lo que hice trabajando, que era muy poco, lo he podido sacar por partes. Mi papá tuvo la intuición de sacar su dinero antes”, explica. Yamin ha lanzado en su país natal un negocio con una marca de carteras ―que manufactura en Líbano― y con la importación de productos libaneses. Los amigos que dejó allá están emigrando a Europa y a otros países árabes, como Emiratos Árabes Unidos.

Dida Saab es la otra cara de la moneda. Ella lo tiene claro: mientras en Caracas siga hablando uno solo[en referencia al chavismo], se queda en Beirut. Sus 58 años de vida han estado divididos entre Venezuela, México y Líbano. La guerra entre Israel y el partido milicia Hezbolá de 2006 le pilló de vacaciones en el lugar de origen de sus padres y le creó un “nexo” especial. “Fue un ‘lo que están viviendo todos, lo voy a vivir yo’. […] O sea, me hundo con el barco”, recuerda en una cafetería de la capital libanesa. Tres años más tarde, se estableció en el país con su marido. “Y no”, ataja, “no me planteo ahora vivir en otro lado”.

Venezolanos en Líbano
Dida Saab, en una cafetería de Beirut, el pasado noviembre.Diego Ibarra Sánchez

Saab cree que los venezolanos en Líbano “se han encontrado con vivir el mismo infierno dos veces”, pero también que la experiencia previa les preparó más para lo que venía que al resto de libaneses. Y señala otra diferencia. En Venezuela, las manifestaciones iban contra el Gobierno y se podía “culpar a uno” de la situación. En Líbano, en cambio, la frustrada revolución iniciada en 2019 cuestionaba todo el sistema, con sus políticos y sus corsés identitarios. “Mientras no haya una revolución interna dentro de cada grupo religioso y político, aquí no podremos pedir un cambio de Gobierno”, lamenta.

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