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Carlos III trata con su coronación de reafirmar el papel central de la monarquía en el Reino Unido del siglo XXI

Las instituciones del país se vuelcan en una ceremonia cargada de liturgia, pompa y boato ajenos al resto de casas reales europeas

Nueva foto oficial de Carlos III y la reina Camila en el palacio de Buckingham, publicada el 28 de abril. Foto: HUGO BURNAND / ROYAL HOUSEHOLD (REUTERS) | Vídeo: EPV
Rafa de Miguel

A las 10.20 del sábado (11.20 en horario peninsular español), Carlos III y la reina consorte Camila saldrán del palacio de Buckingham en la carroza real del Jubileo de Diamante. Fabricada en Australia en 2012, cuenta con aire acondicionado, suspensión hidráulica y chasis de aluminio reforzado. Siguen tirando de ella seis caballos Windsor Grey, criados en las caballerizas reales y seleccionados por su especial belleza y temple. Tradición y modernidad. Liturgia y gestos de apertura.

El nuevo monarca del Reino Unido, ya en la abadía de Westminster, jurará defender las leyes de los territorios en los que reina y la fe de la Iglesia anglicana de Inglaterra y Gales, de la que es gobernador supremo. Pero la mitad de los 2.000 invitados de la abadía —médicos, enfermeros, trabajadores sociales y miembros del voluntariado— representarán una sociedad británica más plural en lo religioso, o más laica, y más diversa. Prescindirá de las medias y bombachos que llevó su abuelo, Jorge VI, y vestirá uniforme militar, pero no renunciará a la capa de terciopelo y armiño que cubrió a su madre Isabel II en 1953, o a él mismo cuando fue investido príncipe de Gales en 1969. Y, como su madre, que permitió por primera vez que fuera televisado un rito milenario, el acto vetará a las cámaras en el momento en que el arzobispo de Canterbury unja al rey, ya en el trono de Eduardo, sentado sobre la Piedra del Destino y de cara al altar, con el óleo sagrado. Aceite de oliva, en vez de aceite de ballena. El toque de conciencia ecológica de un rey que pretende combinar modernidad y tradición, y que comprende mejor que nadie que la supervivencia de la monarquía en el Reino Unido va inevitablemente unida a su carácter místico.

“El aceite para la coronación de Carlos III ha sido consagrado en Jerusalén, en una ceremonia especial que se celebró en la Iglesia del Santo Sepulcro. Las aceitunas proceden del Monte de los Olivos”, ha explicado George Gross, teólogo del King’s College de Londres. “La elección es una señal dirigida a las religiones abrahámicas, y al significado que tiene Jerusalén para cristianos, musulmanes y judíos”.

Si bien la ceremonia no tiene una derivada constitucional explícita ―Carlos III es rey desde el fallecimiento de Isabel II—, ningún monarca lo es del todo a ojos de la ciudadanía británica hasta el momento culmen en que es coronado. Eduardo VIII, que apenas reinó 325 días antes de abdicar por amor, no llegó a tener sobre su cabeza la Corona Imperial. “Una de las pocas cosas buenas que hizo. Al menos tomó la decisión antes de ser coronado”, dijo con su habitual sarcasmo la reina madre Isabel, esposa de Jorge VI y abuela del actual monarca.

En las calles de Londres se verán protestas contra la monarquía. Dos veces se ha salvado ya Carlos III, por los pelos, de acabar embadurnado en huevo durante un acto público. Carteles amarillos con el lema Not My King (No es mi rey), que servirán más para poner de relieve el carácter minoritario del republicanismo en el Reino Unido que para sacar a la superficie otra realidad: un 71% de los británicos, según la última encuesta de la empresa YouGov, contempla con indiferencia total este fin de semana de celebraciones y no tiene el menor interés en participar en ellas.

Los invitados al evento monárquico del siglo

Cuando Isabel II fue coronada, Winston Churchill era el primer ministro del Reino Unido y uno de los más reacios a la hora de permitir las cámaras de televisión en la abadía. Había ganado una guerra y perdido un imperio. Todavía le escocía la independencia de la India. El próximo sábado, un primer ministro de ascendencia india e hindú practicante, Rishi Sunak, completamente cómodo ante los focos, leerá un fragmento de la Epístola a los Colosenses del Nuevo Testamento.

Otros miembros de su Gobierno asistirán a la ceremonia, junto a los ex primeros ministros vivos: John Major, Tony Blair, Gordon Brown, David Cameron, Theresa May, Boris Johnson y Liz Truss. Pero frente a los cientos de diputados y lores que abarrotaron las gradas para más de 8.000 invitados que se instalaron en la abadía en 1953, en esta ocasión apenas serán 40 y 40 de ellos, respectivamente, para irritación de muchos parlamentarios.

Y también en contraste con la ceremonia de hace 70 años ―una especie de comunión entre el pueblo británico y su reina, ajena al exterior—, casi 100 jefes de Estado estarán el sábado en Londres. Los Reyes de España, Felipe VI y Letizia, acudirán junto a otros miembros de la realeza mundial: Alberto y Charlene de Mónaco; el príncipe Akishino y su esposa, la princesa Kiko, de Japón; o Carlos Gustavo de Suecia y su hija, la princesa Victoria.

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, ha confirmado su asistencia. Así como la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. No estará el presidente de Estados Unidos, Joe Biden. En su nombre acudirá la primera dama, Jill Biden.

Con Enrique y sin Meghan

Si las disputas, rencillas y reconciliaciones de la familia real británica son el alimento de los diarios tabloides del país —y de la prensa del resto del mundo—, la ceremonia del sábado será un festín. El talón de Aquiles de Carlos III, su hijo el príncipe Enrique, confirmó finalmente su asistencia. Estará en la abadía, pero no en primera fila, y su papel se reducirá al de un invitado más. Su esposa, Meghan Markle, ha preferido quedarse en Estados Unidos junto a sus dos hijos. El mayor, Archi, cumplirá cuatro años el mismo sábado.

Guillermo, sin embargo, actual príncipe de Gales y heredero al trono, se arrodillará ante su padre para jurarle lealtad hasta la muerte, como en su día hizo Felipe de Edimburgo ante Isabel II.

Los dos hermanos del rey que ocupan un papel prevalente en muchos actos públicos, en nombre de la casa real tendrán un puesto privilegiado: la princesa real Ana y el duque de Edimburgo, Eduardo, estarán en primera línea. El príncipe Andrés, condenado al ostracismo por su turbia relación con el millonario pedófilo estadounidense Jeffrey Epstein, quedará relegado a la vista, y su exesposa, Sarah Ferguson, no ha sido invitada.

La consagración de la reina Camila

Hace ya unos meses, cuando pasó el luto por la muerte de Isabel II, que el palacio de Buckingham decidió quitar la coletilla de “consorte” para referirse a la reina Camila. A los medios, y a muchos ciudadanos, les cuesta aún —casi como un acto reflejo de pudor— despojarse de ese adjetivo. La ceremonia de la coronación ayudará a normalizar las cosas. Camila Parker-Bowles, durante décadas la mujer más odiada del Reino Unido, será también ungida con óleo sagrado, y entronizada en un rito más simple que el de su esposo, pero igual de relevante. Sobre su cabeza reposará la Corona de la Reina Madre, fabricada para la reina María, esposa de Jorge V: 600 gramos, 2.200 diamantes y terciopelo púrpura.

Los reyes Carlos y Camila regresarán al palacio de Buckingham en el carruaje Dorado de Estado. Querubines, tritones y paneles pintados. Siete metros de largo, cuatro toneladas. El rey llevará sobre su cabeza la Corona Imperial: un kilogramo y 2.868 diamantes. “Inquieta vive la cabeza que lleva una corona”, decía el Enrique IV de Shakespeare. A Carlos de Inglaterra la inquietud le invadió durante largas décadas de espera. Puede ser que hasta disfrute como el que más la ceremonia del sábado.

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Sobre la firma

Rafa de Miguel
Es el corresponsal de EL PAÍS para el Reino Unido e Irlanda. Fue el primer corresponsal de CNN+ en EE UU, donde cubrió el 11-S. Ha dirigido los Servicios Informativos de la SER, fue redactor Jefe de España y Director Adjunto de EL PAÍS. Licenciado en Derecho y Máster en Periodismo por la Escuela de EL PAÍS/UNAM.

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