Brasil, un país partido
Los brasileños se abocan a una segunda vuelta electoral en medio de una polarización extrema, tras constatar que el bolsonarismo ha prendido más de lo previsto
En la historia mundial de los gatillazos demoscópicos, estas elecciones brasileñas tienen garantizado un lugar de honor. La legislación permitía publicar encuestas hasta el mismo sábado y las cifras de los más reputados institutos del país apenas ofrecían diferencias: la única duda que dejaban era si Lula da Silva, con una intención de voto de alrededor del 50% y más de 10 puntos de ventaja sobre Jair Bolsonaro, vencía ya o debería esperar a la segunda vuelta. Las urnas se han abierto y los responsables de los institutos demoscópicos deben de estar a punto de cortarse las venas. No solo habrá segunda vuelta, sino que será mucho más disputada de lo previsto.
Solo hay dos explicaciones: o las empresas de sondeos brasileños son un desastre —y los antecedentes invitan a pensar lo contrario— o los ciudadanos les han mentido cínicamente. Confesar que votas a un tipo grosero y violento, que se pasa la vida insultando y amenazando a medio mundo, no debe de ser un plato de mucho gusto. Las encuestas más o menos se acercaron a predecir la cosecha de Lula, pero a Bolsonaro lo subestimaron clamorosamente.
La distancia entre lo que dibujaban los sondeos y lo que han arrojado las urnas es la que media entre lo que parecía un país dispuesto a cerrar heridas y un país real que está completamente partido. Brasil se aboca a un mes preelectoral en medio de una polarización extrema. Y concede una oportunidad de oro a Bolsonaro para seguir agitando sus delirantes insinuaciones de fraude electoral y sus amenazas golpistas.
Bolsonaro no se medía solo a Lula. Enfrente tenía a algunos de los principales medios de comunicación, a personajes importantes del centroderecha, incluso a ciertos sectores del empresariado, todos tradicionalmente hostiles a Lula, pero que ahora veían en él la única opción para defender las instituciones democráticas, zarandeadas por cuatro años de matonismo bolsonarista. Seguramente todo el mundo subestimó hasta dónde ha penetrado en la sociedad el discurso brutal del antiguo capitán de paracaídas. Un hombre que ha coqueteado reiteradamente con el golpismo; que ha insultado a los magistrados del Tribunal Supremo, a las mujeres, a las poblaciones indígenas y a los periodistas; que hizo campaña contra las vacunas mientras morían de covid decenas de miles de brasileños; que dejó la Amazonia a merced de latifundistas y buscadores de oro… Ese hombre ha superado holgadamente el 40% de los votos, después de cuatro años de exhibición de incompetencia y sin que siquiera le sople a favor el viento de la economía. Todo indica además que sus seguidores tendrán una fuerte presencia en el Congreso.
La semilla del bolsonarismo ha prendido con fuerza en la sociedad brasileña. Y el grueso de la clase media blanca no ha olvidado su profundo odio al primer hijo de una familia pobre que alcanzó la presidencia del país. Lula ya avisó durante la campaña: “Derrotaremos a Bolsonaro, pero el bolsonarismo continuará”. De momento ni siquiera tiene garantizado lo primero.
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