La complicidad en las escuelas de Ecuador silencia los abusos sexuales a niños
La ausencia de una política pública integral, que mida y sea contundente contra las agresiones, se refleja en la repetición de casos
No importa que Ecuador carezca de una cifra oficial de los casos de abusos sexuales en las escuelas para que tenga la dimensión de problema estructural. Las estadísticas desperdigadas en informes de entes oficiales o de organizaciones reflejan lo mismo: una epidemia crónica que ha tocado a todas las generaciones. Hay registradas 14.000 denuncias de índole sexual en el sistema educativo desde que empezaron a contarse en 2014, pero además, una encuesta de 2019 a la población muestra que en todas las generaciones de mujeres -adolescentes, jóvenes, adultas y mayores de 65 años- en torno al 20% de cada grupo de edad reconoce haber tenido algún episodio de violencia sexual en el ámbito escolar.
El último caso que escandalizó a los padres de estudiantes se conoció a mediados de agosto. Un niño de ocho años llevaba meses sufriendo el abuso de otro alumno de secundaria en una escuela de un sector de Guayaquil de bajos recursos. Su profesora lo sabía y la escuela también, pero los familiares de la víctima solo lo descubrieron cuando requirió hospitalización por una violación en los baños del centro educativo. “Se está ejecutando un procedimiento sumario, que es sancionatorio, ante la conducta de omisión de la docente”, fue la respuesta del coordinador jurídico del Ministerio de Educación, Édgar Acosta, que precisó ante las cámaras que la profesora había sido suspendida.
Esa denuncia coincidió con el primer aniversario desde que Ecuador declaró el 14 de agosto como el Día de lucha contra la violencia sexual en las aulas. Esta conmemoración se fijó el año pasado solo después de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos responsabilizase y condenase en 2020 al Estado ecuatoriano por no haber protegido a Paola Guzmán, una adolescente que quedó embarazada de su rector, 50 años mayor que ella, y que terminó suicidándose hace ahora 20 años.
Apenas 15 días después de conocerse el caso de Guayaquil, otra denuncia reveló a inicios de esta semana que un profesor de 38 años de una escuela rural, en la provincia de Santo Domingo, había sido acusado por manosear a 30 niñas de 12 años y de chantajearlas con suspender el curso si rompían el silencio. Quedó en libertad provisional tras la denuncia de cinco de sus víctimas. A finales de abril, un audio publicado en redes sociales estremecía a Quito por el llanto de desesperación de una adolescente que acusaba al conductor del bus de la ruta escolar de haberla violado al inicio del camino.
En la grabación de 38 minutos, la víctima cuenta sollozando a sus compañeros y a varios adultos que solo la escuchan con recelo y escepticismo. “Te juro que me violó”, repite hasta el hartazgo la joven ante los comentarios de descrédito de quienes la oyen. Para cuando las autoridades se tomaron en serio la acusación, el responsable se había dado a la fuga. Solo después de que el caso se convirtiera en un escándalo mediático y de que los estudiantes del colegio salieran a las calles a protestar, la movilización concluyó con su captura en una provincia de la Amazonía ecuatoriana.
“Hay un fuerte ambiente de impunidad, en el que está normalizado el abuso sexual”, diagnostica Valeska Chiriboga, técnica en incidencia política para el cumplimiento de la sentencia Paola Guzmán vs. Ecuador. La coordinadora del observatorio que vigila los avances del Estado para evitar la repetición de casos como el condenado por la Corte IDH reconoce que ha habido reuniones para definir la política pública contra la violencia sexual en el ámbito educativo. Están implicados actores institucionales como el Ministerio de Educación, la Secretaría de Derechos Humanos, la Fiscalía o el Consejo de la Judicatura. Pero es insuficiente. “No hay rutas claras para la denuncia, para que los estudiantes sepan cómo actuar y eso tiene que ser materia educativa”, apunta hacia una educación sexual integral.
La impunidad está garantizada en estos casos, explica Chiriboga, porque en los centros educativos no se denuncia a los agresores, se les encubre, no se quiere dañar la imagen de la escuela e, incluso, pasa en la misma familia de la víctima. “No conocen que es un delito; la discriminación y los estereotipos influyeron en el caso Paola Guzmán y decían que ella era la que sedujo al rector. Eso sigue pasando”, retrata. “Se esconde al responsable o simplemente es separado de la institución”, reniega Chiriboga, aludiendo a la aún escasa voluntad política. Sin esta ruta, insiste, es hoy difícil medir el problema o trabajar para la prevención y la reparación porque no hay denuncias, no hay cifras y no son públicas.
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