La búsqueda de mi madre a través de mi lente
Colombia busca a cerca de 100.000 desaparecidos. El fotógrafo Andrés Cardona ha documentado el proceso de hallar a su madre, que fue asesinada en 1993. Hace unos días participó en la exhumación de los restos en el lugar donde cree que está enterrada
Un pueblo al sur del Huila de atmósfera grisácea, una carretera en línea recta, los fragmentos de una historia macabra y la desaparición de mi madre es lo único que me une a Suaza-Huila, este pueblo que por muchos años fue un paso obligado entre el lugar donde crecí, en Caquetá, y el centro del país.
Pasé muchas veces en bus por allí y el instinto me hacía cerrar los ojos y evadir un mundo de preguntas y respuestas a medias, porque hablar de la guerra en medio de la guerra fue un tema que mi abuela María supo sepultar, tal vez por estrategia, aunque en realidad siempre supe que fue por miedo, ese que inició en la época de la “violencia” y en 60 años ha dejado un aproximado de 20 personas civiles de mi familia asesinadas por el hecho de vivir en la ruralidad y en la injusticia social de un país que se ha construido a punta de matar al que piensa diferente.
Después de dos años investigación, el 26 de marzo del 2022 la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas me citó en ese pueblo de la cordillera oriental colombiana para empezar la exhumación de una fosa común que, paradójicamente era el basurero del cementerio principal de la población. Veintinueve años atrás habían tirado allí unos cuerpos de unos “supuestos guerrilleros” dentro de los cuales podría estar el de mi madre.
Luz Mercy tenía 22 años cuando las Fuerzas Militares ejecutaron la “Masacre del Vergel” que dejó como resultado la muerte de 7 personas: líderes sindicales de la junta de acción comunal y cuyo único pecado fue pertenecer a la Unión Patriótica, porque para ser un blanco legítimo en Colombia solo hay que ser de izquierda.
“Hay una ley de la memoria que hace que las cosas de la niñez se queden fijadas para siempre”, decía Gabriel García Márquez y la mía estaba marcada por muchos vacíos, pesadillas y ausencia. Esto me llevó a acudir a la UBPD a contar mi caso y así empezar el camino de buscar el cuerpo de mi madre para armar el rompecabezas de mi vida. Es un camino doloroso en el que no voy solo. Mi familia y mi hermano, desde la distancia, saben que estoy aquí por ellos. Mis amigos, Federico, Fabio, Andrés y mis cámaras me acompañan.
Ese sábado 26 de marzo, al entrar al cementerio la tristeza hizo lo suyo y las cámaras no fueron el escudo que siempre han sido ante las injusticias. El aire me faltó, me alejé a las primeras paladas, lloré, caminé hacia una ceiba, fumé un tabaco y tomé fuerzas para sobreponer mi dolor y documentar la exhumación.
Esa ceiba ya la conocía en un viaje exploratorio que había hecho: el lugar movió algo en mí y me hizo sentir que este tal vez era el sitio que estábamos buscando. En la noche iluminamos el árbol con muchas velas a modo de acto simbólico, porque a pesar de la oscuridad siempre hay una luz de esperanza que hace que los que vivimos la violencia pensemos que no es justo que siga la guerra y si este país ha de cambiar debemos empezar por nosotros mismos: nos toca perdonar, ser resilientes.
Las luces en el árbol son las personas que buscan a desaparecidos y aún no han encontrado a sus seres queridos; veintinueve años son veintinueve velas en la fosa y el documento detrás de mí es lo que nos queda de un proceso judicial interminable para demostrar que esa joven era inocente, y que en Colombia te cambian un muerto por papeles.
La fotografía sin duda me cambió la vida y es la herramienta que decidí usar para recorrer, hacer duelo y, simbólicamente, cerrar un ciclo de dolor.
Aquel día, cuando ese pueblo gris se cubrió de lluvia, la tarea de cavar, mover escombros, basura y tierra se hizo tan compleja para los forenses que tomé una pala para ayudar, porque muchas manos no eran suficientes. Ahí descargué mi rabia, mis manos se ampollaron y no me importó. Mover lodo y hacer un hueco en la tierra es lo más cercano que he estado de terminar con el vacío que deja la ausencia de mi madre. Lo que queda de su cuerpo debe ser dignificado como la mujer y campesina madre de familia que era.
Cavar 7 metros de largo y con casi 2 de profundidad fue lo que se necesitó para que aparecieran seis cráneos, varios restos óseos intactos y cientos de fragmentos de huesos. Una misión que estaba programada para dos días terminó prologándose a cinco, días en los que bajé a la fosa con espátula y gubia para seguir ayudando esta vez, con la calma de un escultor.
El dolor estuvo presente, las caras de cansancio no pudieron con las 16 personas que estábamos para excavar hasta que la tierra hablara y mostrara un color y una densidad que nos indicara que de ahí en adelante no había sido intervenida. Fui testigo del tumulto de huesos que se iban descubriendo, estuve a pocos centímetros de lo que posiblemente era el cadáver de mi madre y ahora me queda esperar que el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses arme estos restos óseos y determine con pruebas de ADN si mi búsqueda ha terminado o simplemente este es el retrato vivo de lo que significa buscar a un desaparecido en un país donde las fosas son más comunes que la educación, la salud, la vida digna.
En la última tarde, mientras se cerraba este hueco, dejé de echar tierra, me senté frente a la fosa y empecé a escribir este texto, pensando en lo esencial que es el hecho de buscar, entender que encontrar es importante, pero no el final. Por eso a quienes tienen seres queridos desaparecidos y me leen les invito a que inicien este camino, tomen fuerzas, vuelvan a reconstruir los lazos familiares, acompañense y hagan el duelo al que nunca tuvimos derecho.
Este viaje no es el único que he hecho. Hace 5 años empecé a hacer las primeras fotos de lo que muy pronto será un fotolibro que recoge la vivencia del conflicto armado visto desde mi familia, sus sueños, sus historias. Sus tristezas y las mías son la materia prima para dejar un documento que narre nuestra verdad, la de miles de familias que sufrieron la guerra, el desplazamiento, la muerte, la tortura, la discriminación en todas sus formas, muchas veces por parte del Estado, de aquellos que deciden creer en las declaraciones oficiales y nunca toman en cuenta la voz de los que la violencia ha silenciado.
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