El miedo a la amenaza de Rusia cala en la frontera de Finlandia
Los habitantes de Imatra, en la linde con Rusia, ven con desconfianza la cada vez más probable entrada de Helsinki en la OTAN
Ocho carriles, cuatro por sentido, lucen desiertos la mañana del Sábado Santo en Imatra, ciudad que marca la frontera entre el sur de Finlandia y Rusia. Tres funcionarios de aduanas, que aparentan estar ociosos, pasan las horas tras las ventanillas y junto a un cartel: prohibido traer carne y lácteos de Rusia. Fuera, se escuchan los pasos de un policía mientras pisa la grava, sobre la que no cuaja la nieve. “Por aquí pasaban 10.000 personas al día antes de la covid”, dice con media sonrisa. “Ahora serán de 10 a 30″, añade. En una hora, solo se ha visto llegar un camión desde el otro lado de los 300 metros de tierra de nadie que separan los dos países. No hay ni rastro de los enormes tráileres cargados de troncos de madera que antes cruzaban continuamente esta puerta de entrada en la Unión Europea.
La guerra de Ucrania —y las sanciones impuestas por Occidente al régimen de Vladímir Putin— han congelado unas relaciones comerciales bilaterales que la pandemia del coronavirus ya había deteriorado. Pero en Imatra, uno de los nueve pasos fronterizos en los más de 1.300 kilómetros de frontera entre Finlandia y Rusia, no solo preocupa el daño económico que ya supone el alejamiento del vecino del este, del que ya dejaron de llegar turistas por la covid y ahora mercancías, por las sanciones económicas de la UE. El Kremlin ha elevado el tono de sus amenazas ante la posibilidad —cada vez más real— de que Finlandia y Suecia entren en la OTAN. La primera ministra finlandesa, Sanna Marin, ha anunciado que el país decidirá sobre su adhesión a la Alianza Atlántica en las próximas semanas. Moscú respondió a estas declaraciones con una vuelta de tuerca a su retórica belicista: si los dos países nórdicos dan el paso de ingresar en la OTAN, Rusia entonces llevará armas nucleares al Báltico, aseguró el jueves el vicepresidente del Consejo de Seguridad ruso y exmandatario Dmitri Medvédev.
Muchos vecinos de Imatra admiten su preocupación ante las posibles represalias de Rusia. “Ahora Rusia tiene a sus soldados en Ucrania y no van a venir aquí, pero si entramos en la OTAN yo ya no estaría tan seguro”, asegura el taxista y soldador Eemil Tanskanen, de 26 años. Jari, de 54, añade: “Mi madre tiene pesadillas con que entran de nuevo los rusos”. Ha venido a ver a su progenitora, de 79 años, desde Helsinki, a 260 kilómetros al oeste.
Finlandia, independizada de la Rusia zarista en 1917, vivió dos invasiones por parte de la URSS en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Entonces perdió buena parte —24.700 kilómetros cuadrados— de su territorio, incluida la próspera y cosmopolita ciudad de Vyborg (antigua Viipuri). Pese a las dudas de las personas entrevistadas junto a la frontera, las encuestas muestran entre la población finlandesa un apoyo cada vez más firme a la entrada del país en la organización que encabeza el noruego Jens Stoltenberg. En cuatro meses se ha triplicado el número de ciudadanos que aprueban dejar atrás la política de no alineamiento. Una encuesta de la cadena pública YLE difundida el 13 de abril estimaba que el 59% de los finlandeses apoyaban la entrada.
“Si vienen los rusos, les daremos esto”, dice Kaisto, 76 años. Y “esto” es su puño cerrado que agita junto a una canasta de frutas en un hipermercado, a 15 minutos en coche de la frontera. Una vendedora asegura que, durante la pandemia, muchos consumidores hicieron acopio de papel higiénico, conservas de atún o pasta. Y que la novedad es que ahora la gente busca yodo “por la radiación [nuclear]”. Sus compañeras aseguran que los estantes están y han estado bien provistos estos meses de todo tipo de productos. Lo único que faltan estos días en los comercios de la zona son los añorados turistas rusos.
“Queremos convivir como buenos vecinos”, asegura a EL PAÍS Kai Sauer, viceministro de Asuntos Exteriores de Finlandia. Pese a esta buena voluntad, Sauer califica la situación actual como “la crisis de seguridad más grave para Europa desde la II Guerra Mundial, no solo para Finlandia”. Y a pesar de la alarma, el Gobierno finlandés no prevé un conflicto armado con Rusia. “No hemos detectado nada extraordinario en nuestro entorno inmediato”, asegura el viceministro.
Rusia es —o, mejor dicho, era antes del conflicto— el quinto socio comercial de Finlandia, y sigue suministrando gas. “Vamos a conseguir suplir, si es necesario, la energía que viene de Rusia. Podemos aumentar las importaciones de otros países, reduciremos el consumo y aceleraremos la transición verde”, afirma Sauer.
Un país con 900.000 reservistas
Una derivada de la guerra sobrevuela la mente de los adultos varones. En Finlandia, el servicio militar o su equivalente civil son obligatorios. Y, una vez licenciados, los reclutas pasan a ser reservistas: pueden ser llamados de nuevo a empuñar las armas en caso de conflicto. Son unos 900.000, confirma una portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, en un país de 5,5 millones de habitantes.
Mikael Antonio, de padre chileno y madre finlandesa, hizo “el tiempo mínimo” obligatorio de la mili hace una década en un puesto de defensa antiaérea. Podría quizá evitar ser llamado a filas yéndose a Chile, pero no está seguro de hacer eso si llega el momento. Está en contra de Putin, pero también de la OTAN. Él apuesta por Europa: “La UE ya colabora en materia de defensa”, dice al teléfono desde Helsinki. El presidente, Sauli Niinistö, señalaba en una reciente entrevista al Financial Times que tres cuartas partes de los finlandeses están dispuestos a luchar por su país.
“Sí que iría [a filas], porque si desertas te caen seis años de cárcel”, comenta con sorna Tommi Tenha, 26 años, en paro. “La situación con Rusia siempre ha estado en nuestra mente, por eso quizá ahora la gente no está tan extrañada”, asegura mientras apura su cerveza bajo las luces cálidas del Bar Q, un local que está de bote en bote el Viernes Santo. A resguardo de los casi cero grados, en un invierno que este año se ha alargado hasta la primavera, la artesana textil Mona Melartin dice que desde del inicio de la invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero, ha decidido que si llegan los soldados de Moscú huirá a casa de amigos o familiares en otras partes del país. Pero entre los consultados nadie imagina un tanque ruso cruzando la frontera. “Están todos en Ucrania, no van a venir aquí arriba”, salda un cliente joven que prefiere no dar su nombre.
La guerra en Ucrania afecta también a la minoría de origen ruso que acoge Finlandia. Pero Tatjana Dorofejeva, estonia rusoparlante de 40 años, asegura no haber tenido ni un problema en Imatra por su origen. En una zona que pierde población, los emigrantes de la antigua URSS contribuyeron a aliviar el déficit demográfico. La mitad de los 12 alumnos de la clase de su hija son de origen ruso.
La actriz y cantante rusa Anastasia Trizna, de 34 años, llegó a Helsinki en 2009 desde San Petersburgo, en cuya escuela de arte dramático compartió clases con finlandeses de intercambio. “No he percibido cambios en el trato de la gente: me preguntan y agradezco que a través de mí puedan tener una visión distinta a la de la propaganda rusa”, que ella rechaza. Se mudó a la capital de Finlandia porque era una ciudad de encuentro, también durante la Guerra Fría. Sabe además que no puede volver a su país porque se ha involucrado contra el régimen y teme “represalias”.
La escritora y periodista hispanohablante Auli Leskinen, de 62 años, desciende de los finlandeses que tuvieron que abandonar su país cuando la zona donde vivían pasó a ser parte de la URSS. En sus escritos trata de “preservar una memoria” que por ley de vida se está perdiendo. Como la de su tía, Sievi Jakovlev, de 88 años, que empatiza con la situación vivida ahora por los millones de ucranios que tienen que abandonar su país. Ella también fue una refugiada de niña, cuando en 1940, como otros finlandeses en territorio ocupado por los rusos, pasó unos meses en el campo de concentración de Interpolskaia. “Lloro cuando pienso en la guerra. Y no puedo ver las imágenes de los niños ucranios huyendo por las carreteras”, asegura a este periódico al teléfono con su sobrina ejerciendo de traductora.
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