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La amenaza de un ataque químico planea sobre Ucrania

Los expertos respaldan la hipótesis de que Rusia baraja el uso de armamento tóxico en la guerra

Carlos Torralba
Ataque químico Ucrania
Unos trabajadores destruían armamento químico, en 2017 en Kizner (Rusia).Ministerio de Industria y Comercio de Rusia

Las advertencias de distintos líderes occidentales sobre un posible uso de armas químicas en la guerra en Ucrania se han sucedido en los últimos días. La retórica del Kremlin, sumada a las enormes dificultades que el Ejército ruso está teniendo para tomar el control de los centros urbanos, inquieta a la OTAN. No hay evidencias de que las Fuerzas Armadas de Rusia hayan utilizado alguna vez sustancias químicas para atacar a una población civil, aunque el régimen sirio, al que protege con una decisiva intervención militar desde 2015, sí ha hecho uso de ellas en múltiples ocasiones en la última década. Oficialmente, Moscú acabó de destruir hace casi cinco años todo el arsenal químico y biológico heredado de la Unión Soviética.

El pasado día 11, Vasili Nebenzia, el embajador ruso ante Naciones Unidas, acusó a Estados Unidos y a Ucrania de haber estado intentando desarrollar armas biológicas en laboratorios ucranios. “El objetivo era estudiar la posibilidad de propagar los patógenos de peste, ántrax y cólera a través de pájaros, murciélagos y personas”, dijo el diplomático. En los días siguientes, el primer ministro británico, Boris Johnson, el canciller alemán, Olaf Scholz, y el presidente polaco, Andrzej Duda, alertaron de que las acusaciones infundadas de Moscú —“majaderías”, según la embajadora estadounidense ante la ONU, Linda Thomas-Greenfield— podrían servir de base para un ataque químico que intentarían camuflar como una operación de falsa bandera al atribuir la responsabilidad al Ejército enemigo. “Es una señal clara de que [el mandatario ruso, Vladímir Putin] está sopesando el uso de ambas (armas químicas y biológicas)”, sostuvo Joe Biden, el presidente de EE UU.

Hanna Notte, investigadora del Centro de Viena para el Desarme y la No Proliferación, apunta que en caso de se produjera un ataque químico, probablemente sería demostrable la responsabilidad de Rusia, pero “no es algo que parezca preocupar al Kremlin, que presentaría una narrativa radicalmente distinta a su población”.

Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, destacó el jueves que un ataque químico ruso en Ucrania “cambiaría enormemente la naturaleza del conflicto”. Biden hizo el mismo día en Bruselas unas declaraciones ambiguas: “Responderemos si él [Putin] las usa, y la naturaleza de esa respuesta dependerá de la naturaleza del uso”. Notte considera que afirmaciones como la de Biden reflejan que los países occidentales “no tienen buenas opciones para disuadir a Rusia de emplear armas químicas. Descartada la intervención militar, solo les queda imponer sanciones aún más duras a Moscú e intensificar su aislamiento internacional”.

En 2012, Barack Obama, entonces presidente de EE UU, trazó la línea roja de una intervención militar en Siria en el uso de armas químicas por parte del régimen de Bachar el Asad. Un año después, centenares de civiles murieron asfixiados tras un ataque del Ejército sirio con gas sarín en Guta, un suburbio de Damasco. La reacción anunciada por Obama nunca llegó. Durante el mandato de su sucesor, Donald Trump, sí hubo dos respuestas militares a dos ataques químicos, en 2017 por el de Jan Sheijún y en 2018 —en coordinación con París y Londres— por el de Duma, que se limitaron al lanzamiento de misiles contra supuestos centros de desarrollo o almacenamiento de armas. Esos proyectiles tampoco alteraron el curso de la guerra en Siria. “Como mínimo, Rusia hizo la vista gorda al uso de armas químicas por parte de El Asad y no le instó a dejar de hacerlo”, señala Notte.

Un hombre sostenía el cuerpo de un niño muerto entre los cadáveres envueltos en sudarios, en 2013 en Guta, en la periferia de Damasco.
Un hombre sostenía el cuerpo de un niño muerto entre los cadáveres envueltos en sudarios, en 2013 en Guta, en la periferia de Damasco.REUTERS

Las armas químicas están prohibidas por un tratado ratificado por todos los miembros de la ONU salvo Egipto, Israel, Corea del Norte y Sudán del Sur. Las sustancias vetadas son de distintos tipos: algunas afectan al sistema respiratorio o a la circulación sanguínea, otras como el gas mostaza queman la piel y dejan ciegas a las personas, mientras que las más letales suelen ser las que dañan el sistema nervioso. Dan Kaszeta, investigador asociado del Royal United Services Institute (RUSI), ve poco probable que Rusia use armas químicas en Ucrania. El experto cree que “históricamente no han sido demasiado efectivas para lograr objetivos militares”; sin embargo, no descarta que se puedan usar armas convencionales contra plantas industriales que almacenen sustancias tóxicas.

En la reunión de la OTAN del pasado jueves se acordó el envío a Ucrania de material para contrarrestar un hipotético ataque químico, biológico o nuclear. Paul Walker, vicepresidente de la Asociación para el Control de Armas y director de la organización ambientalista Cruz Verde Internacional, explica que los instrumentos que pueden mandar los aliados para mitigar los efectos de un ataque químico son “máscaras antigás, guantes, agujas hipodérmicas para inyectar atropina (un antídoto) y, en el mejor de los casos, trajes de protección individual”. Stoltenberg anunció que también se había dado la orden de activar “las defensas [contra armamento químico, biológico y nuclear] de las fuerzas desplegadas en los países del este de la Alianza”. Daniel Gerstein, investigador de la Corporación RAND, detalla que los instrumentos a los que se refería el noruego incluyen sensores y vehículos con capacidad de identificar y tomar muestras ambientales. Gerstein añade que las herramientas para detectar ataques biológicos —en los que lo que se propaga es un patógeno, como un virus, una bacteria o un hongo— son más limitadas que las diseñadas para casos de ataques químicos.

La Unión Soviética creó en los años setenta una gigantesca agencia de armamento biológico—llamada Biopreparat— que llegó a tener más de 30.000 trabajadores. En enero de 1993, apenas 12 meses después de la disolución de la URSS, Rusia firmó la Convención sobre las Armas Químicas, que entró en vigor en 1997. Moscú declaró entonces que almacenaba unas 40.000 toneladas de armas con sustancias ilegalizadas tras la ratificación del tratado y se comprometió a su completa eliminación.

La Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) verificó en octubre de 2017 que Rusia había destruido todo su arsenal químico. Y el Kremlin puso en marcha su maquinaria de propaganda. En una ceremonia televisada, Putin, junto a un representante de la OPAQ, se presentó como un defensor de la paz y de la legalidad y el orden internacional, y criticó a Estados Unidos por no haber destruido aún por completo todo su armamento declarado.

Un mes después, Moscú vetó en el Consejo de Seguridad la extensión del mandato del órgano de expertos encargados de determinar la responsabilidad por los ataques con armas químicas en Siria, un mecanismo conjunto de la ONU y la OPAQ que se había puesto en marcha en 2015 con el respaldo de todas las potencias.

En marzo de 2018, cuando aún no se había cumplido medio año desde la última inspección de la OPAQ en territorio ruso, Serguéi Skripal, un antiguo agente doble al servicio del espionaje británico, y su hija Yulia fueron envenenados en la ciudad inglesa de Salisbury con algún compuesto de la familia novichok, un grupo de agentes nerviosos de fabricación soviética y cuya posesión Rusia jamás ha admitido. Moscú negó tajantemente cualquier relación con el suceso, pero Londres acusó al Kremlin e identificó a dos ciudadanos rusos como los responsables. Skripal y su hija sobrevivieron tras pasar varias semanas inconscientes, pero casi cuatro meses después una mujer y un hombre se contagiaron con la misma sustancia a través de un frasco de perfume que se habían encontrado en un parque a 13 kilómetros de Salisbury; ella murió 10 días después.

Unos policías recogían muestras tras el envenenamiento de los Skripal, en Salisbury en marzo de 2018.
Unos policías recogían muestras tras el envenenamiento de los Skripal, en Salisbury en marzo de 2018.Ben Stansall (AFP)

Alexéi Navalni, el principal opositor de Putin, también fue envenenado con novichok, en agosto de 2020. Tras ser ingresado en un hospital de la ciudad siberiana de Omsk, fue trasladado a Berlín en estado de coma inducido. Navalni regresó a Moscú en enero del año pasado y fue detenido nada más aterrizar por haber incumplido los términos de su libertad condicional, impuesta tras la suspensión de una pena de prisión. El pasado martes fue condenado por un tribunal de Moscú a nueve años de cárcel por “fraude a gran escala”.

Los casos de Skripal y Navalni, sin embargo, fueron meros intentos de asesinato, no acciones de guerra indiscriminadas. Sí hubo una ocasión en la que el Gobierno de Putin autorizó un ataque químico a mayor escala, pero fue en una situación crítica que guarda poca relación con el escenario en Ucrania. En octubre de 2002, durante la segunda guerra de Chechenia, un comando de terroristas caucásicos se encerró en un teatro moscovita con 850 rehenes. Tres días después, minutos antes de que las fuerzas especiales asaltaran el recinto, se bombeó una sustancia química (nunca se esclareció cuál) por el sistema de ventilación con la finalidad de anestesiar a los secuestradores. Al menos 130 civiles murieron por la inhalación del gas.

En la guerra en Ucrania, en la que la población de las ciudades sitiadas por las tropas invasoras como Mariupol o Chernígov resiste los continuos bombardeos sin gas ni electricidad y sin apenas agua ni alimentos, Walker opina que las armas químicas podrían ser efectivas como “un arma de terror contra los civiles”. El experto incide en que los ciudadanos que resistan en refugios subterráneos, agotados física y psicológicamente, podrán sentirse relativamente protegidos de las explosiones y la artillería enemiga, pero no de los gases que provocan muertes agónicas.

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Sobre la firma

Carlos Torralba
Es redactor de la sección de Internacional desde 2016. Se ocupa de la cobertura de los países nórdicos y bálticos y también escribe sobre asuntos de defensa. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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