El reclutamiento de indígenas en la selva venezolana
En febrero de 2021 los militares venezolanos atacaron un campamento de las disidencias de las FARC y entre los caídos apareció una mujer de la etnia jiwi. Fue uno de los primeros indicios públicos de una realidad que hoy afecta a distintas comunidades aborígenes: las guerrillas colombianas utilizan diferentes anzuelos para atraer a los jóvenes y sumarlos a sus filas
La muerte de una joven de la etnia jiwi en un ataque de la Fuerza Armada venezolana contra un campamento de las llamadas disidencias de las FARC en el Estado de Amazonas hace un año, en febrero de 2021, ofreció un indicio claro de dos hechos: no solo de que los grupos armados colombianos se habían desplazado al sur de Venezuela, sino que, además, contaban entre sus filas con aborígenes reclutados en el sitio.
La operación, denominada precisamente Jiwi por el mando militar venezolano, fue parte de una ofensiva inédita de Caracas contra las guerrillas colombianas. Apenas un mes más tarde, en marzo de 2021, hubo otro ataque de fuerzas aéreas y terrestres combinadas contra posiciones del Frente Décimo de las disidencias de las FARC —comandado por Miguel Botache, alias Gentil Duarte— cerca de la población de La Victoria, sobre la ribera norte del río Arauca que hace frontera con Colombia, en el Estado de Apure.
La escalada puso en evidencia un nuevo elemento en la tensa situación de la frontera sur de Venezuela, en particular en las regiones de Los Llanos y Guayana, donde por mucho tiempo el chavismo se ha mostrado indiferente —o bien dispuesto a la convivencia— con la presencia cada vez más patente de los grupos armados colombianos.
En cualquier caso, la campaña militar coincidió con las noticias de que las disputas internas entre las diferentes facciones guerrilleras por el control de negocios ilícitos y territorios se habían transformado en combates. Y la intervención de las fuerzas armadas venezolanas ha sido, en el mejor de los casos, opaca. Al menos tres destacados líderes de las disidencias de las FARC —Jesús Santrich, El Paisa y Romaña—, fueron asesinados en menos de un año en Venezuela sin que Caracas difundiera una versión oficial sobre esos episodios.
El ataque de febrero de 2021 apuntó a un campamento de la guerrilla en las afueras de la comunidad de Santo Rosario de Agua Linda, una comunidad indígena de 300 habitantes a unos 45 minutos al sur de Puerto Ayacucho, capital del Estado de Amazonas. Estuvo a cargo de tropas de la 52 Brigada de Infantería de Selva del Ejército, con alrededor de 170 efectivos. Por parte de la Fuerza Aérea tuvieron su bautismo de fuego los aviones de entrenamiento y de ataque táctico Hongdu K-8W Karakorum adquiridos a China en 2010.
Según el parte militar, en el asalto murieron seis personas del campamento, incluyendo a la joven jiwi oriunda de la comunidad Coromoto, ubicada en el eje carretero sur del Estado, una vía que desemboca en el puerto de Samariapo, punto de partida para el transporte fluvial hacia el interior del Amazonas. De acuerdo con la información oficial, la muchacha indígena se había enrolado en las filas insurgentes.
La transformación de la zona, por lo general un punto de interés turístico, en un teatro de operaciones de guerra, ha sido la culminación de un proceso iniciado en 2016.
N.G., habitante de la comunidad vecina de Botellón de Agua Linda, recuerda bien el día del ataque. Fue un domingo a las diez de la mañana, en plena ceremonia religiosa en el salón comunal. Primero se escuchó el sobrevuelo de los aviones, “luego vinieron los disparos y un estallido”, relata. Los bombardeos se prolongaron por tres días.
Emiliano Mariño es el capitán o cacique de Santo Rosario, la comunidad afectada por el operativo militar. La economía local depende de la producción de casabe y mañoco, dos preparaciones tradicionales de la yuca. Sus paisanos son jiwi, un pueblo también conocido por los criollos como guahibos, cuyos dominios se extienden desde Los Llanos del oriente de Colombia hasta la margen derecha del Orinoco, en Venezuela.
Apoyado sobre el fogón, mientras remueve los granos de la fibra que se extrae de la yuca amarga para convertirla en harina, Mariño cuenta que los guerrilleros llegaron en 2016, instalaron un gran campamento en las faldas de la montaña y allí permanecieron durante cinco años.
“En un principio veíamos a hombres vestidos de militar caminando por las calles de la comunidad a la montaña, pero asumimos que se trataba de militares venezolanos”, dice. La confusión suena verosímil: a escasos cuatro kilómetros del asentamiento indígena, sobre la carretera principal que conecta con Puerto Ayacucho, se encuentra un comando de la Guardia Nacional Bolivariana.
Un día, cuenta Mariño, un uniformado que se identificó como miembro de las FARC llegó a su casa. “Nos dijo que necesitaban permanecer escondidos en la selva porque su gobierno los persigue para matarlos, que su presencia no iba a alterar la dinámica de la comunidad y que, por el contrario, nos querían apoyar con la seguridad y que podíamos confiar en que no se iban a meter o abusar de las mujeres, ni con los conucos”, refiriéndose a las parcelas de cultivo de supervivencia de los campesinos.
Y en efecto: transcurrieron cinco años de una convivencia pacífica que solo fue interrumpida por las bombas.
Alistamiento de jóvenes
El reclutamiento forzoso de menores y de indígenas no es noticia en el contexto de la guerra interna colombiana. Pero en Venezuela no se había reconocido nada semejante. Hasta ahora.
“Aquí hay chamos de hasta quince años que se han ido a trabajar con los guerrilleros”, dice A.Q., una madre de 23 años que trabaja en un comercio ubicado a las orillas del río Orinoco, en el cruce de chalana que conecta Puerto Nuevo —sector del municipio de Atures también conocido como El Burro— con Puerto Páez, en el Estado de Apure.
Junto a su madre, A.Q. atiende un negocio que se dedicaba a la venta de víveres y alimentos, pero que a causa del aumento del precio de la gasolina subsidiada en Venezuela y las fallas en el suministro en los Estados al sur del país, debió mutar a la venta clandestina de gasolina proveniente de Colombia. Una actividad que se ha convertido en fuente de sustento para muchos en la entidad.
“La mayoría de los comercios en El Burro trabajan con contrabando de gasolina. Por ahí pasan los autobuses que vienen de Ciudad Bolívar y de Caicara cargados de vendedores bachaqueros que cruzan a Puerto Carreño a comprar mercancía colombiano al por mayor para luego venderla en Venezuela. Ayer llegaron tres autobuses”, detalló.
La joven madre asegura que en ese paso desde Los Llanos al Estado de Amazonas “todos conocen quién es quién. Todos sabemos quiénes son la gente del monte”, señala, en referencia a los guerrilleros. “Ellos tratan con uno, con la gente normal, no nos piden vacuna [o cobro extorsivo de protección]. Ellos en su mundo. Pero sí ayudan. Por ejemplo, si una mujer tiene un hijo enfermo y recurre a ellos, le ofrecen apoyo económico”.
Una de sus hermanas tiene 16 años y está embarazada de un muchacho venezolano que se sumó a las filas de la guerrilla, relata. Y una amiga de la infancia también trabaja para ellos.
“A mi amiga se la llevaron a Cabruta [población situada sobre la margen norte del Orinoco, en el estado Guárico] Allí las mujeres hacen lo mismo que los hombres: cargan armas, montan guardia, lavan, cocinan. Yo no lo haría. En eso es fácil entrar, lo difícil es salir”.
“La guerra vino por mí”
A M.L. su mamá la fue a buscar al campamento guerrillero. Pidió hablar con el comandante jefe para exigirle que su hija regresara a la comunidad. No fue fácil, relató E.R., uno de los profesores de la joven, pero la madre se plantó en el campamento decidida a no abandonar el lugar sin su hija. Lo consiguió.
M.L. fue, junto con la joven muerta en el bombardeo y una tercera compañera, una de tres mujeres indígenas de la comunidad Coromoto que optaron por unirse a la guerrilla. E.R., que le dio clases, es un docente de una comunidad vecina, llamada Rueda.
E.R. relata que le preguntó a M.L. por qué había corrido el riesgo de irse con la guerrilla. La respuesta que quedó grabada en su memoria no parece sorprenderle: “Creí que trabajando para ellos podría ayudar a mi familia, estamos pasando mucha necesidad”, recuerda el docente que le dijo la muchacha.
Una encuesta socioeconómica aplicada por la Delegación de la Red de Defensores Indígenas en esa comunidad de Rueda, así como en otra aldea cercana, Platanillal (a casi cinco kilómetros al oeste de Coromoto, la residencia de M.L.), reveló que 80 de las 286 personas que participaron en el estudio presentaban algún nivel de desnutrición.
A.S., un indígena jiwi que vive en Platanillal y que forma parte de la Red de Defensores, explica que la ausencia del Estado y la crisis humanitaria que azota al país son las causas principales de la dramática situación que viven las comunidades indígenas. Y no pueden paliar sus necesidades ni siquiera con la caza y pesca tradicionales porque la presencia de grupos irregulares en su territorio les ha vedado el acceso.
“Los indígenas no quieren ir al conuco a pescar porque en el camino se encuentran con los guerrilleros, tienen miedo. La bolsa CLAP llega, con suerte, cada dos meses”, explica A.S. en referencia al programa gubernamental de distribución de alimentos y productos de la canasta básica a precios subvencionados.
Un informe presentado por el Grupo de Investigaciones sobre la Amazonía (Griam), en abril de 2021, alerta sobre el desplazamiento masivo de poblaciones indígenas desde Venezuela a Colombia. Los indígenas migran sobre todo a los departamentos fronterizos del Vichada y Guainía. “De las 34 comunidades del eje carretero sur, seis fueron abandonadas completamente, todos se fueron”, detalla A.S.
“De las comunidades de Rueda, Coromoto, Platanillal y Brisas del Mar, sabemos que 350 indígenas migraron a Puerto Carreño, y 400 a Cumaribo [poblaciones del lado colombiano]. Solo entre octubre y noviembre del 2020, un estimado de 200 indígenas, jóvenes y adultos, han salido del Estado por vía fluvial”, explica el defensor indígena.
Sentado en una minúscula oficina, Michelle Beath Zurfluh, secretario del despacho de la Gobernación de Vichada, reconoce que la entidad enfrenta un problema con la migración de indígenas provenientes de Venezuela. Explica que los jiwi completan ahora un segundo éxodo, pues muchos habían cruzado el Orinoco años antes rumbo a Venezuela.
Ahora, a la inversa, los hijos y nietos de esos migrantes están regresando a Colombia. Allí ocupan asentamientos con precarias viviendas hechas de láminas de zinc, plástico y telas que no cuentan con ningún tipo de servicio público. Según datos recopilados por Griam, producidos por la Secretaría de Desarrollo Social y Asuntos Indígenas de la Gobernación de Vichada, existen 25 asentamientos jiwi en la capital de ese departamento colombiano.
Los hijos de la guerrilla
Desde que el Ejército de Liberación Nacional (ELN) instaló en 2017 tres campamentos cerca de Betania Topocho, una comunidad habitada por 1.200 indígenas Piaroa al norte de Puerto Ayacucho, las cosas empezaron a cambiar de formas inesperadas.
Con el tiempo, los forasteros se fueron mezclando con la comunidad. Captaron a jóvenes indígenas para trabajos menores. Entre una cosa y otra, mientras entablaban relaciones con los muchachos locales, empezaron a conocer a las chicas solteras de la comunidad.
“Poco a poco los jóvenes empezaron a hablar como los guerrilleros, se expresaban y comportaban como los guerrilleros”, cuenta J.S., un poblador.
De forma voluntaria, algunos se sumaron a sus ejércitos: “Se les veía portando el uniforme y en muchas ocasiones iban armados”.
El vínculo entre los guerrilleros y los jóvenes de la comunidad cobró otra dimensión, y comenzó a normalizarse en cierta medida, con el nacimiento de los primeros niños producto de relaciones entre combatientes irregulares y las mujeres piaroa de Betania. Según testimonios de los lugareños, al menos siete hijos de miembros del ELN integran hoy la comunidad.
En una oportunidad se vio a un uniformado haciendo fila en un operativo especial llevado a la comunidad por la Alcaldía del municipio de Atures venezolano para el registro de identidad de un hijo.
Dividida en dos polos —el de quienes apoyan la presencia de los irregulares y hasta trabajan para ellos, contra aquellos que la rechazan de plano—, en Betania Topocho ya son varios los debates comunitarios que se han dado para sopesar y atenuar el impacto que están teniendo los vecinos recién llegados sobre sus formas tradicionales de vida.
En agosto de 2021 se dio una situación así. Entonces se identificó a una muchacha de la comunidad que servía de intermediaria para organizar citas amorosas y encuentros íntimos entre insurgentes y chicas piaroa. La asamblea exigió, sin éxito, que los guerrilleros se quedaran en sus campamentos y no volvieran a poner pie en el caserío.
Para J.S. la precariedad de la vida cotidiana es solo la base anímica sobre la que la guerrilla encuentra sustento para seducir a los jóvenes de la comunidad. “Les prestan las armas, las gorras, les hablan de una nueva vida llena de aventuras, de dinero y de poder. Se aprovechan de la inmadurez de los menores”, lamenta.
La Fundación Conflict Responses (Core) asegura que las narrativas simplistas según las cuales estos grupos únicamente están formados por quienes no dejaron las armas en Colombia no reflejan la realidad. En su informe Las caras de las disidencias: cinco años de incertidumbre y evolución, publicado en marzo del 2021, Core afirma que los grupos disidentes se han nutrido, en gran medida, de nuevos reclutas. Esto sería cierto a ambos lados de la frontera colombo-venezolana.
En la Defensoría del Pueblo del Estado de Amazonas reposa una denuncia formal por el reclutamiento de siete indígenas por parte de miembros de las FARC en el Municipio Maroa, en el suroeste del estado. En la denuncia, señalan como responsables de la presunta esclavitud y extorsión “a mineros extranjeros ilegales y grupos armados colombianos al margen de la ley (desertores de las FARC), quienes ejercen el control total de la zona minera del Rio Siapa”.
Familiares de los siete jóvenes dijeron que estos “fueron llevados con falsas promesas y no les permiten la salida de las zonas mineras”, según señala el documento, registrado en marzo del 2021 en la ciudad de Puerto Ayacucho.
Los familiares acudieron a los puestos militares, pero no recibieron apoyo, relata la denuncia. Tuvieron por lo tanto que movilizarse al campamento guerrillero y solicitar que los adolescentes fueran liberados, sin obtener respuesta. “Presumimos que estos adolescentes fueron captados para realizar trabajos en zonas mineras. Es un caso que apenas estamos iniciando las investigaciones por parte de la Defensoría del Pueblo”, detalló Gumercindo Castro, responsable de la Defensoría del Pueblo en el Estado de Amazonas, al momento de la denuncia.
(*) Esta es la cuarta entrega de una serie investigada y publicada en simultáneo por Armando.info y El País, en conjunto con el apoyo de la Red de Investigaciones de los Bosques Tropicales del Pulitzer Center y la organización noruega EarthRise Media.
(**) En este reportaje se citan testimonios de fuentes personales cuyos nombres se transcriben solo como iniciales, aún si no solicitaron de manera explícita la reserva de sus nombres. La redacción de Armando.info decidió hacerlo así de modo de evitar posibles represalias de los grupos armados contra esas fuentes. Cuando no se presentan los nombres de esa manera, se trata de fuentes que ya aparecieron identificadas en anteriores publicaciones.
Créditos
Coordinación: Javier Lafuente | Guiomar del Ser Dirección de arte: Fernando Hernández Diseño: Ana Fernández Edición: Eliezer Budasoff Maquetación: Alejandro Gallardo Infografía: Nacho Catalán | Jorge Moreno Por Armando.info participaron: Joseph Poliszuk (coordinación) | Jorge Luis Cortés y Cristian Hernández (diseño, infografía y montaje) | Ewald Scharfenberg (edición) | Vanessa Pan y Pablo Rodríguez (dirección de arte).
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