Boris Johnson pide disculpas en el Parlamento por acudir a una fiesta en Downing Street durante el confinamiento
La oposición laborista reclama la dimisión del primer ministro británico, que asume la responsabilidad por lo ocurrido, pero se escuda en que pensó que era un evento de trabajo
Aquellos que conocen bien a Boris Johnson aseguran que su capacidad de sorprender tiene mucho que ver con el modo en que rehúye el pensamiento convencional. Hace lo que nadie esperaría, y actúa como si estuviera exento de las reglas que rigen para el resto de los mortales. Hasta este miércoles, cuando no le ha quedado más remedio, si no quería verse arrollado por la ira de los ciudadanos y de sus propios diputados conservadores, que hacer lo más evidente: pedir disculpas a los británicos por el escándalo de la fiesta prohibida en Downing Street, en pleno confinamiento, y admitir sin matices su presencia en el evento del 20 de mayo de 2020. “Quiero pedir disculpas”, comenzaba Johnson la que hasta ahora ha sido su comparecencia más delicada y compleja ante la Cámara de los Comunes. “Sé de los extraordinarios sacrificios que millones de personas han hecho en los últimos 18 meses. Soy consciente de la rabia que sienten hacia mí y hacia mi Gobierno cuando piensan que las reglas no se cumplieron en Downing Street”, ha asegurado el primer ministro con gesto compungido.
Fiel a su estilo, Johnson ha desplegado ante los diputados una argumentación con la que nadar y guardar la ropa. Pedía perdón por la fiesta en el jardín de la sede de su Gabinete, en la que más de cuarenta personas compartieron bebida, comida y risas mientras en el resto del país se prohibía que más dos personas de distintos domicilios se reunieran en exteriores. Admitía su presencia aquella tarde, durante 25 minutos, pero para asegurar a continuación que pensó en todo momento que era una reunión de trabajo incluida en las excepciones a las normas de distanciamiento social. Aseguraba que solo salió para agradecer a todos su tarea durante esos días. Y que enseguida volvió a su despacho. “Desde la perspectiva actual, creo que debí haber pedido a todos que volvieran adentro. Debí haber dado con otro modo de darles las gracias. Debí haberme dado cuenta de que, aunque técnicamente se estaban cumpliendo las recomendaciones oficiales, millones de personas serían incapaces de verlo de ese modo”, ha dicho Johnson.
Pero, sobre todo, una vez aceptada la humillación de agachar la cabeza ante el Parlamento, el político conservador intentaba ―y, en cierto modo, lograba― ganar tiempo. Una y otra vez ha pedido a todos los diputados que esperaran a conocer las conclusiones definitivas de la investigación sobre las fiestas en Downing Street que encabeza la vicesecretaria permanente de la Oficina del Gabinete, Sue Gray. Sus compañeros conservadores, cuya rabia ante el comportamiento de Johnson y su equipo habían aireado en las horas previas, han decidido no hacer sangre después de la comparecencia del primer ministro. Ya se han encargado de eso todos los grupos de la oposición, que reclamaban en cadena su dimisión. “Su defensa ha sido que no sabía que estaba en medio de una fiesta”, ha ironizado desde su tribuna el líder laborista, Keir Starmer. “Es algo tan ridículo que resulta ofensivo para los ciudadanos británicos”, acusaba a Johnson. “Se acabó la fiesta, primer ministro. La única duda que queda por resolver es si le acabará echando la ciudadanía británica, su propio partido, o si hará usted mismo lo único decente que puede hacer y dimitirá”, preguntaba. Entre los tories, solo el líder de los conservadores escoceses, Douglas Ross —después de una conversación telefónica con el propio Johnson— ha reclamado también su dimisión: “No puede continuar como líder del partido y como primer ministro, y pedir a la ciudadanía que obedezca las normas y recomendaciones de su Gobierno, cuando no creo que él lo haya hecho”. Ross necesita tomar distancia para salvar la posición de marginalidad que tiene en la política escocesa, donde la figura del primer ministro provoca un amplio rechazo.
En una situación extremadamente delicada, Johnson no ha querido mostrarse especialmente bravo en la refriega con los diputados de la oposición laborista, liberal demócrata o de los nacionalistas escoceses, a pesar de que todos ellos han ridiculizado sus explicaciones y le han exigido que se vaya.
Un 56% de los ciudadanos, según la última encuesta de YouGov, quiere que Johnson dimita. Pero lo que resulta mucho más grave y revelador, según esa misma encuesta, es que un 34% de los miembros del Partido Conservador creen que su líder debería echarse a un lado y dejar que otra persona tome las riendas de la formación. Un 38% de ellos considera que, como primer ministro, no ha desempeñado bien su trabajo.
De momento, la mayoría de ellos esperará, con la mirada puesta en el corto plazo y en el horizonte. En el corto plazo, para escuchar las conclusiones definitivas del informe de Gray y comprobar si rueda el suficiente número de cabezas como para apaciguar a la ciudadanía. O si la funcionaria decide llevarse por delante la carrera política de Johnson. Y en el horizonte, porque la próxima cita electoral de trascendencia serán los comicios autonómicos de mayo. Prácticamente un tercio de los diputados conservadores son nuevos en el escaño, desean repetir, y no tendrán piedad con el primer ministro si comprueban que su magia con los votantes se ha evaporado.
Se desconoce el número de “cartas de pérdida de confianza” que han llegado ya a la dirección del Comité 1922, el histórico órgano de control del grupo parlamentario. Se sabe que son ya un buen número, y si alcanzan el umbral de las 54 (el total de diputados conservadores es de 361) activarán automáticamente la moción de censura interna que en su día se lanzó contra Margaret Thatcher o Theresa May.
La decisión de Gray
La llegada de Johnson a Downing Street parece haber traído consigo al Reino Unido unas dosis de realismo mágico al que un país de naturaleza sobria y pragmática era hasta entonces alérgico. La mujer en cuyas manos reside el futuro político del primer ministro, Sue Gray, de 57 años, hizo un parón en su carrera de alta funcionaria a mediados de la década de los ochenta para regentar un pub llamado The Cove (La cala) en una región fronteriza de Irlanda del Norte conocida como “tierra de bandidos”. Protestantes y católicos acudían al local de Gray y de su esposo, el cantante de música folk y country, Bill Conlon. Al regresar a la administración central, se hizo cargo de la Oficina de Patrimonio y Ética del Gabinete, que supervisaba el cumplimiento por parte de los ministros del Código de Buen Gobierno. Logró el cese de tres ministros, impidió la publicación de memorias controvertidas y acabó con la carrera de Damian Green, número dos de la ex primera ministra Theresa May, al desvelar sus mentiras sobre la aparición de material pornográfico en el ordenador de su oficina parlamentaria.
Gray se enfrenta a la tarea más delicada de su carrera como alta funcionaria, consciente del delicado y complejo proceso que supone cuestionar la figura de un primer ministro, pero sometida a la vez a la presión de resolver cuanto antes, y de un modo riguroso, un escándalo del que no se puede pasar página. Fuentes conservadoras dan por sentado que caerán pesos pesados, y señalan al propio secretario privado de Johnson, Martin Reynolds, autor del correo electrónico enviado a más de cien personas para invitarles a la fiesta en el jardín; o Jack Doyle, director de Comunicación del primer ministro. No será suficiente, en cualquier caso, para los críticos de Johnson. Pero la política es un juego de oportunidad y expectativas. Si Johnson consigue apaciguar a los suyos; si los comicios de mayo no resultan un desastre; si la vuelta a la normalidad y el apaciguamiento de la variante ómicron del virus acaban siendo la confirmación de la estrategia flexible de Downing Street, quizá el político conservador al que muchos llaman el Houdini de la política logre sobrevivir un día más. Demasiados condicionantes en las horas más bajas de la “ambición rubia” del Reino Unido.
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