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Haití no llora a su presidente

Con el país asolado por la delincuencia y los altos precios, los ciudadanos se muestran indiferentes ante el asesinato de Jovenel Moïse

Haití
Decenas de personas en un mercado en Puerto Príncipe, el 11 de julio.Matias Delacroix (AP)
Jacobo García

De todos los problemas que asolan a Clena Dival el asesinato de su presidente es el menos importante. Sentada en un miserable trozo de calle del barrio de Delmas junto a su negocio, una cesta cargada de productos de higiene y cosmética, la mujer de 62 años lleva varios días con la cabeza apoyada en las manos viendo cómo el polvo, las ruidosas motos, los tap-tap (autobuses de colores) cargados de viajeros, los gritos de los conductores y el calor del Caribe son los únicos clientes que se acercan hasta aquí.

No ha vendido nada, absolutamente nada, en los tres últimos días. Los sesudos informes de organismos internacionales que dicen que el 60% de los haitianos viven con dos dólares diarios pasaron de largo cuando llegaron frente a Dival porque ni siquiera a esa cantidad alcanza.

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Con otro panorama, Dival tal vez habría tenido un mejor futuro dada su tendencia a la poesía. Cuando habla de sus buenos tiempos en Gonaive, la ciudad en la que nació, resopla y cuenta que “la vida es así, a veces no cae una gota y otra es el diluvio”. Cuando resume la situación de Haití dice que “está en un ataúd, pero cada vez que quieren enterrarlo se dan cuenta de que respira” y cuando se refiere al asesinato del presidente Jovenel Moïse y el enfrentamiento político que esto ha generado resume su desprecio: “Cortaron la cabeza de la serpiente, pero dejaron la cola”. En pocas frases, Dival describe mejor que un politólogo el momento social y político de un país que esperaba el caos tras la muerte de su presidente, pero que está tan acostumbrado a vivir sin él que no nota la diferencia.

Delmas, Carrefour, Tabarre, La Saline, Martissant, Fontamar… Dos problemas se repiten una y otra vez en la calle y ninguno tiene que ver con la muerte de Moïse: la violencia de las pandillas armadas y el altísimo precio de los productos básicos. “El aceite, los frijoles, el arroz… Nunca había estado todo tan caro”, dice en criollo.

“La situación está muy difícil y no me alcanza ni para comer una vez al día”, explica frente a su patrimonio: la decolorada cesta con desodorantes, detríticos y pinta uñas. El área que ocupa es frecuentemente atacada por las pandillas locales que se disputan el territorio, ahora más envalentonadas y engrasadas que nunca gracias a que cuentan con más dinero y armas resultado del narcotráfico y del papel cada vez más importante que desempeña Haití como zona de paso en la ruta que une Colombia y Venezuela con Estados Unidos, a pocas millas de distancia. Si bien el hambre siempre estuvo presente, la violencia y los secuestros diarios son un fenómeno relativamente nuevo en Haití.

“Me levanto con miedo, ando con miedo y duermo con miedo. A veces aparecen los bandidos y empiezan a dispararse y tenemos que salir corriendo. Luego regreso a por mi mercancía”, explica. “Yo no necesito al Estado para que me ayude, para eso tengo a Dios, lo que necesito es que baje el precio de los alimentos”, sentencia antes de volver a colocar la cabeza entre en las manos a la espera de que llegue alguno de los dos.

Bajo un sol abrasador, esta mañana de lunes Dival está en el mismo lugar en el que estaba en enero de 2010 cuando a las 16.53, un terremoto ―que duró lo que tarda un semáforo en cambiar de color― redujo a escombros la capital del país. Aquel sismo mató a 250.000 personas y el mundo volteó hacia el país más pobre del hemisferio occidental. En pocos días, el planeta se volcó con el envío de ayuda humanitaria sin precedentes. Fue tanto el dinero y los organismos internacionales que llegaron a Haití que el país caribeño llegó a ser conocido como la “república de las ONG”. Sin embargo, más de una década después, sobrevuelan los mismos males de antaño. “Lamento decirlo como presidente de Haití, pero perdimos la oportunidad de hacer un país distinto. Tuvimos el problema de la inestabilidad política y no supimos qué hacer con los proyectos que llegaron de los fondos internacionales. Pero no podemos rehacer la historia y debemos empezar de nuevo. Fue duro para nosotros que durante 11 años recibimos mucho y los resultados son muy mínimos”, reconocía el presidente Moïse en una entrevista con este periódico cinco meses antes de ser asesinado.

A pocos metros de Dival, Visonin Christainval, de 29 años, espera sentada sobre varias pacas de ropa a que baje la tensión. Ha visto llegar a policías y periodistas ante la posibilidad de que haya protestas en la vía pública y prefiere no sacar la ropa de mujer que vende en la calle por si tiene salir al galope. Hace una década llegó a la capital desde Cap Haitien, a cinco horas de distancia, en busca de una mejor vida ―si es que esto es posible en Puerto Príncipe― y desde entonces vive de la venta de ropa femenina. “Es una vergüenza que un presidente sea asesinado de esa forma en su cama. Si a él, que tenía tanta seguridad, le pasó esto, imagínese cómo estaremos nosotros”, dice. Cuando habla de los principales problemas del país insiste en la delincuencia y el precio de los alimentos. “No sé quién mató al presidente y tampoco me importa mucho quién haya sido. No tengo tiempo para mirar noticias. Solo sé que todo está cada día más caro y no puedo comprar ni la mitad de comida que antes”, explica. ¿El pollo? “Eso es de ricos”, contesta con una mueca desganada.

Uno de los motivos del alza de los productos tiene que ver con la fuerza que han ido ganando las pandillas que controlan la capital, lideradas por gánsteres con nombres como Iscar Krisla, Ezekìel, Mikanor o Izo. Al no producir prácticamente nada, todo lo que consume el país llega en barco o por carretera desde la República Dominicana y esa ruta se ha convertido en un camino peligroso que requiere de vehículos extra o escoltas armadas que ayuden a introducir la carga en la capital, lo que ha encarecido los precios hasta alcanzar, en algunos casos, los de una capital europea. “Que vengan los estadounidenses a poner orden. Ya no se puede aguantar más”, resume.

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Sobre la firma

Jacobo García
Antes de llegar a la redacción de EL PAÍS en Madrid fue corresponsal en México, Centroamérica y Caribe durante más de 20 años. Ha trabajado en El Mundo y la agencia Associated Press en Colombia. Editor Premio Gabo’17 en Innovación y Premio Gabo’21 a la mejor cobertura. Ganador True Story Award 20/21.

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