La victoria en la guerra contra Armenia consolida la dinastía de los Aliyev en Azerbaiyán
Un puñado de familias se reparten el poder político y económico en un país clave para el aprovisionamiento energético de Europa
Junto al paseo marítimo, a la orilla del mar Caspio, el perfil de Bakú se asemeja a un pequeño Dubái, con sus torres de acero y cristal. Desde allí se abre al interior un ensanche de aires parisinos testigo del primer boom petrolero, a caballo de los siglos XIX y XX, cuando los Rothschild y los Nobel asentaron sus posaderas junto a este mar rico en hidrocarburos y caviar. Prosigue la ciudad en una sucesión cada vez más monótona de altos edificios de apartamentos y, más allá de la capital, los pueblos son de casas bajas y tejado de chapa, no miserables, pero sí muy humildes. Si en el centro de Bakú, la capital de Azerbaiyán, los vehículos de alta gama son parte del paisaje, el rey de las carreteras rurales sigue siendo el viejo Lada soviético. No puede haber más contraste entre estos dos mundos dentro de Azerbaiyán, pero hay algo que los une: la omnipresencia de carteles, pancartas y luminosos con el rostro y el nombre del presidente: Ilham Aliyev, el hombre que en 2003 llegó al poder tras la muerte de su padre y predecesor, Heydar Aliyev. Desde entonces, gobierna con mano de hierro este país clave para el abastecimiento energético de Europa y que, como describió el periodista Thomas Goltz, “ha sido maldecido con los dos mayores corruptores conocidos por el hombre moderno: la guerra y el petróleo”.
Si la derrota contra Armenia en la lucha por el enclave de Nagorno Karabaj hace 27 años llevó a los Aliyev al Gobierno, la victoria en la repetición de esa guerra el pasado otoño los consolida como dinastía. “Ha sido un éxito total para Ilham Aliyev, le ha hecho muy popular incluso entre la oposición y la sociedad civil”, explica la periodista azerbaiyana Arzu Geybulla: “Si convocase ahora mismo elecciones, ganaría sin necesidad de recurrir al fraude”.
Los primeros años noventa fueron trágicos para Azerbaiyán. A los esfuerzos por escapar de la órbita de Rusia y construir una democracia parlamentaria, se unió el conflicto de Nagorno Karabaj con los armenios. Una guerra librada no por un Ejército nacional, sino por una coalición de milicias cuyos comandantes frecuentemente las retiraban del frente para marchar a Bakú a hacer política por la fuerza de las armas. Heydar Aliyev, que ya había mandado sobre el Azerbaiyán comunista en la década de los setenta antes de marchar a Moscú a posiciones más elevadas, aguardó con paciencia estratégica mientras sus rivales se machacaban hasta que, en 1993, se hizo con el poder prometiendo un retorno a la ley y el orden. “Esos tiempos fueron caóticos y se trató de un momento existencial: ser o no ser como país. Así que apostamos por tener un Estado fuerte”, explica una fuente de la presidencia de Azerbaiyán.
Con su pericia de hombre del politburó —y había que tener mucha para alcanzar la cima de la URSS siendo originario de una república periférica y musulmana—, Heydar Aliyev forjó un pacto entre nuevos nacionalistas, viejos apparatchik y la naciente oligarquía. Estabilizó el país. En política exterior también supo hacer encaje de bolillos: mantuvo relaciones preferentes con Turquía, incluso después de que oscuros elementos del Gobierno en Ankara intentaran darle un golpe de Estado; firmó un acuerdo de asociación con la Comunidad de Estados Independientes liderada por Moscú a la vez reforzaba su alianza con EE UU y los países europeos, y estableció lazos estrechos tanto con Irán como con Israel.
Esto le granjeó no poco apoyo popular, si bien, a partir de un cierto punto, dejó de importar. Las elecciones se convirtieron en mero trámite, ganadas con porcentajes inverosímiles. Con estos mimbres siguió gobernando el actual presidente, Ilham Aliyev, de 59 años, cuando heredó la vara de mando en 2003. El segundo boom del petróleo ayudó a reducir la tasa de pobreza del 50% al 5% de la población y a mantener contentos a los oligarcas. El nuevo presidente se convirtió así en la “clave de bóveda” que sostiene el sistema de Azerbaiyán, en el que unas pocas familias se reparten el poder político y económico, escribe la historiadora Audrey Altstadt, pero también incrementó la represión contra todo conato de oposición política o crítica mediática, quizás debido a su propia inseguridad por carecer de la autoridad de su padre.
El poder de la primera dama
En el centro de Bakú, en esas torres hipermodernas, muchos de sus apartamentos se mantienen artificialmente vacíos. No importa demasiado alquilarlos. Son, denuncian algunos, la supuesta prueba de la corrupción: la manera de convertir en activos fondos obtenidos de manera ilícita. “El Azerbaiyán actual está dirigido de una manera similar al feudalismo: un puñado de familias bien conectadas controlan ciertas áreas geográficas y ciertos sectores económicos”, se lee en uno de los mensajes de la plataforma Stratfor Corporation revelados en 2012 por WikiLeaks.
Estos oligarcas no son empresarios tradicionales, sino familias cuyo puntal para el enriquecimiento es uno de sus miembros con un cargo de Estado. “En las últimas décadas han mejorado muchas cosas en Azerbaiyán, lo que no ha cambiado es que una sola fuerza política controla toda la Administración, desde el Gobierno a los Ayuntamientos”, denuncia el activista de derechos humanos Anar Mammadli. “De algún modo, es una continuación de la oligarquía del periodo soviético”, añade.
Sin embargo, bajo la fachada de un régimen vertical, hay cosas que se mueven. La caída de los precios del crudo ha llevado a Ilham Aliyev a emprender algunas reformas para diversificar una economía dependiente de los hidrocarburos y a instituir una burocracia más ágil que evite la corrupción y facilite la apertura de negocios (el propio Banco Mundial lo ha reconocido). Algunos oligarcas han caído en desgracia y otros han visto reducido su poder. “Estas reformas no deberían confundirse con una liberalización política, están destinadas a hacer la economía de Azerbaiyán más atractiva. Significan el paso de un sistema oligárquico a uno más centralizado en el Ejecutivo”, escribe el experto Svante E. Cornell.
El mandato de Aliyev concluye en 2025, tras varias reformas constitucionales para prolongarse en el poder. “Está en el pico de su gloria, y a partir de ahora la gestión de todo será más complicada. Por tanto, podría dejar paso a otros y quedar como héroe”, sostiene una fuente diplomática. Su heredera natural sería la actual primera dama, Mehriban Aliyeva, vicepresidenta del país desde 2017. Este nombramiento podría verse como el gesto patrimonial de un autócrata, cuando en realidad tiene más que ver con luchas palaciegas.
“Desde hace años hay rumores de que Mehriban Aliyeva formaría su propio partido para concurrir a las elecciones, pero nunca ha sucedido. La explicación es que hubo un acuerdo entre las familias Aliyev y Pashayev, según el cual ella no se presentaría a las elecciones, pero se le daría más poder”, apunta Geybulla. La familia Pashayev, de la que procede la primera dama, es la más “influyente” y “codiciosa” del país, asegura otra fuente: controla el primer banco del país, empresas de importación de alimentos, mediáticas, de telecomunicaciones, hoteles, la mayoría de contratos de los Ministerios de Cultura y Turismo... (también aparece en los llamados Papeles de Panamá como titular de diversas sociedades offshore). Y, efectivamente, dentro de las reformas de los últimos años, parte de la camarilla de ancianos burócratas que llevaba más de dos décadas en su puesto —el primer ministro, el ministro de Interior, el fiscal jefe, entre otros— han sido sustituidos por tecnócratas más jóvenes, formados en el extranjero y leales a Mehriban Aliyeva. “Es curioso que, en la opinión pública de Azerbaiyán, mientras que al presidente se le ve como la cara dura del Gobierno, ella tiene una imagen más humana, de persona que se preocupa por los niños, la cultura..., pese a que busca la continuidad del mismo sistema clientelar. Quizás mejor gestionado, pero no democrático”, opina la periodista azerbaiyana.
Diplomacia del gas y del caviar
Azerbaiyán es un aliado clave de la Unión Europea y Estados Unidos: por su situación geográfica —a caballo entre Rusia, Irán y Asia central—, por ser “el más laico de los países musulmanes” y por la energía. El país caucásico ha alcanzado ya su pico de producción de petróleo —sus reservas se agotarán en 20 años— y ahora busca rentabilizar el gas, del que es el 25º país con mayores depósitos. Pero más que por la cantidad (aporta el 5% de las necesidades en gas y petróleo europeas), Azerbaiyán importa en Bruselas por el control de las tuberías: más de la mitad del accionariado de los oleoductos y gasoductos que llevan los hidrocarburos azerbaiyanos a los mercados internacionales a través de puertos turcos y georgianos están en manos de empresas europeas. Igualmente, los gasoductos Transanatolio —que cruza Turquía— y Transadriático —que enlaza el anterior con Italia a través de Grecia y Albania y entró en funcionamiento esta semana— tienen una importante participación de la empresa estatal azerbaiyana SOCAR: 70% y 20% de las acciones, respectivamente. Además, SOCAR está expandiendo sus operaciones en Turquía y Europa Oriental, e incluso en Suiza, con la adquisición de refinerías y redes de distribución. Incluso trató de hacerse con la red gasística de Grecia, pero las negociaciones fracasaron.
Estos corredores energéticos han sido declarados de “interés estratégico” por la UE en su plan de reducir la dependencia energética de Rusia. Por eso, las críticas hacia la represión en Azerbaiyán nunca suenan muy alto en Bruselas. “Es cierto que la presión europea ha servido para que Azerbaiyán libere a algunos de los disidentes más destacados, pero una vez lograda se ha vuelto al silencio”, critica Geybulla. También es cierto que Bakú se ha encargado de endulzar las visitas de representantes europeos y estadounidenses con costosos regalos: un escándalo conocido como “la diplomacia del caviar” en el que estuvieron involucrados, entre otros, varios políticos españoles.
“En las cárceles azerbaiyanas aún quedan unos 70 presos políticos: miembros de la oposición, blogueros, periodistas. Muchos medios de comunicación han cerrado por presiones políticas y económicas”, denuncia Mammadli. “La Unión Europea y EE UU están muy interesadas en nuestro gas y petróleo. Lamentablemente, no tanto en los derechos humanos”, añade.
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