Brutalidad policial en la peor prisión de Lukashenko
Georgi, Katya y Fedor fueron arrestados durante las protestas contra el fraude electoral e internados en la cárcel bielorrusa de Okréstino. Denuncian maltrato. “Los guardas eran unos sádicos”, dice un prisionero
Georgi Kolbanov pasó día y medio en una estrecha celda de cuatro por seis metros, sin techo y con el suelo de cemento. Un espacio del centro de detención de Okréstino, a las afueras de Minsk, en el que las autoridades bielorrusas agolparon a 80 personas detenidas los primeros días de protestas contra el fraude electoral. “Después de tenernos de rodillas durante horas y aporrearnos, nos metieron en aquella celda. A mí me quitaron los zapatos, otros hombres estaban casi desnudos o con la ropa rota. Había un tipo epiléptico y que perdió el conocimiento, pero los guardias se negaron a llamar a un médico. Eran unos sádicos. A un hombre le habían violado con una porra por no desbloquear su portátil y dejarles ver su información, a otros les habían roto los dientes de una paliza”, relata encogido el joven de 25 años. Ni siquiera cabían tumbados para dormir, cuenta, así que tenían que descansar de pie o sentados casi unos encima de otros.
Cuando arrojaron a Kolbanov en aquella celda del Centro de Aislamiento de Delincuentes de la dirección principal de asuntos internos de la ciudad de Minsk, conocido como Okréstino por la calle donde se ubica, tenía ya la espalda y el trasero amoratados por los golpes de los antidisturbios. Apenas podía mantenerse erguido y temblaba constantemente. “Me habían dado con las porras y pegado patadas, insultado… Estaba en shock”, cuenta el joven, cabello cortísimo, ojos claros y barba de dos días. Kolbanov, que trabaja en hostelería, caminaba por el centro de Minsk con sus amigos la noche del 10 de agosto, uno de los días más intensos de las que ya se han convertido en las mayores movilizaciones de la historia de Bielorrusia, cuando fue arrestado por las fuerzas de seguridad.
En Okréstino, una prisión que estos días ha adquirido la triste fama de ser una de las peores en brutalidad policial contra los manifestantes pacíficos, y donde las organizaciones de derechos civiles han documentado incluso casos de torturas, a Kolbanov y sus compañeros de celda solo les dieron de comer dos barra de pan y una garrafa de agua para los 80 prisioneros en dos días. “Cuando me cambiaron de estancia a otra casi igual de pequeña pero con techo y seis literas de madera para 42 personas parecía casi un lujo”, trata de ironizar Kolbanov. La celda 41. Nunca se olvidará de ese número ni de los compañeros que compartieron cautiverio con él. Rememora que trataban de mantenerse callados sin quejarse. “Teníamos pánico de desencadenar la furia de esos sádicos, en las celdas de al lado se quejaron y el resultado fueron más golpes”, cuenta.
Las autoridades bielorrusas, que nunca han dado información de la capacidad oficial de Okréstino, mantienen silencio sobre lo ocurrido tras los muros de la prisión, que desde fuera lucen de un beige impoluto. Tampoco han revelado cuántas de las alrededor de 7.000 personas detenidas durante los cuatro primeros días de movilizaciones, en los que las fuerzas de seguridad reprimieron con fuerza a los manifestantes, pasaron por la funesta cárcel, donde se han denunciado múltiples palizas y varias violaciones, según las organizaciones. El centro fue esos días tomado por las fuerzas especiales y unidades del servicio de inteligencia bielorruso (que conserva el nombre soviético, KGB). Y la mayoría del personal habitual de la prisión fue apartado, matizan fuentes de seguridad de prisiones. Incluso los sanitarios que observaban la brutalidad en el centro eran parte del sistema.
La organización de derechos humanos bielorrusa Vesna tiene ya 450 expedientes de malos tratos en Okréstino y prepara ahora un informe centrado en la tortura para enviar al comité especializado de la ONU. “La represión contra los manifestantes pacíficos no tiene precedentes. Hemos visto autenticas brutalidades. No había pasado algo similar desde la ocupación nazi de Bielorrusia”, describe Valentin Stefanovich, miembro de Vesna. Bielorrusia, donde todavía se aplica la pena de muerte, siempre ha estado muy arriba en la lista de países que reprimen la oposición y vulneran los derechos humanos, pero las historias y los relatos de malos tratos y vejaciones de quienes han salido de Okréstino y otros centros de detención ha llegado a otro nivel.
Y sus casos alimentan la ira ciudadana contra la Administración de Aleksandr Lukashenko y sigue prendiendo la llama de las protestas, desencadenadas cuando Lukashenko reclamó su sexto mandato con el 80% de los votos en unas elecciones presidenciales con serias evidencias de fraude. Hay al menos cuatro manifestantes muertos, uno de ellos por munición real. En los hospitales de la capital, donde la represión fue especialmente virulenta, los primeros días tras los comicios del 9 de agosto atendieron a 78 heridos por balas de goma, 38 de ellos en estado crítico y varias decenas de afectados por las granadas aturdidoras lanzadas contra los manifestantes. Al menos 60 personas enfrentan cargos criminales por participar en las movilizaciones pacíficas.
En Okréstino, apiñada junto a otras 22 mujeres, Katia Novikova paso las peores dos noches de su vida. Aunque precisa que solo pudo averiguar donde estaba después, cuando ya llevaba horas internada en el centro de detención, observando agachada en el suelo cómo los antidisturbios enmascarados pegaban porrazos y patadas a los hombres esposados apoyados de cara a la pared sanguinolenta del patio del centro. Fue arrestada en el centro de Minsk el 10 de agosto cuando se dirigía a un centro comercial. Como a la mayoría, los antidisturbios también le quitaron el móvil, la obligaron a desbloquearlo y empezaron a pegarla cuando vieron fotos de un acto de campaña de la líder opositora Svetlana Tijanóvskaya. “Me agarraron por el cuello y empezaron a pegarme en la cabeza”, cuenta. “Nos gritaban que si nos gustaban los cambios nos iban a dar cambios. Nos amenazaban: ‘Sé donde vives, ¿has aprendido la lección?’. Era salvaje”, relata.
La mujer, de 35 años, que viste un alegre y colorido vestido oriental rojo, todavía hoy se recupera de una conmoción cerebral por los golpes y asegura que tiene perdidas de memoria. “No puedo recordar el PIN del móvil u otros números sencillos y se me olvidan las cosas de un día para otro”, cuenta nerviosa en un café del centro; a unos pocos metros hay un furgón policial y Novikova no se siente segura, prefiere cambiar de local. “Tengo náuseas, tiemblo constantemente, no puedo dormir, tengo pesadillas y eso que escuchando a mis compañeras de celda sé que no me llevé la peor parte, de las 21 que estábamos, solo dos habían participado en las manifestaciones…”, cuenta.
A los antidisturbios no les gustó el cabello morado y verde de una chica, así que la raparon. A varias las amenazaron con violarlas. Nunca recibieron productos sanitarios para la menstruación o papel higiénico. “Las condiciones de maltrato en las que estábamos… Parecía la guerra. Ha sido tan traumático que la mayoría no quiere denunciar, solo olvidarlo todo y tratar de salir adelante”, remarca Katia Novikova, que como la mayoría de los arrestados fue obligada a firmar una confesión falsa y un protocolo con datos incorrectos e incoherentes sobre su participación en las protestas. Algunos, como Vadim cuentan que tuvieron que hacer esa “confesión” y arrepentirse de haber participado en las protestas mientras les grababan en vídeo. Unas imágenes que le preocupan y que no sabe para qué utilizará la administración de Lukashenko.
En un banco de madera a solo unos metros de las puertas del centro de detención, Irina espera algún tipo de información de su hijo. Le arrestaron hace un par de días y ahora le han dicho que está en Okréstino. Con lo puesto y un sobre lleno de documentos, la mujer, de cabello muy corto, se ha presentado allí. “Es horrible, estoy aterrada, con todo lo que se ha sabido de este lugar, temo que me lo entreguen muerto o malherido”, se lamenta bajándose un poco la mascarilla, algo raro en Bielorrusia donde casi nadie, excepto las fuerzas de seguridad o los antidisturbios encubiertos en las manifestaciones, la lleva.
El olor a pan de una panificadora cercana impregna el aire y apenas se escuchan sonidos desde el centro. Junto a los muros de Okréstino, coronados por alambre de espino, varias personas aguardan para tratar de recuperar sus pertenencias, requisadas durante la detención. A Vadim le falta su teléfono móvil. Dmitri nunca pudo encontrar su bicicleta. Dasha ha acudido para ver si encuentra la documentación de su hermano, que estuvo recluido allí tres días. Dos voluntarias tratan de ayudarles en la comunicación con los guardias de Okréstino, que hablan por el interfono con una voz metálica que no ofrece respuestas.
Como Irina, Natalia Makridenko buscó a su hijo, Fedor, de 22 años durante dos días. Su esposo, su hermana y ella recorrieron los centros de detención sin obtener ninguna respuesta, después los hospitales y las morgues. “Fue insoportable”, rememora entre lágrimas. “Finalmente supimos que estaba en Okréstino, pero las cosas por las que ha pasado allí son tremendas”, cuenta. Fedor se recupera de una lesión craneoencefálica. Cuenta que los antidisturbios tenían una “rutina” para aporrearles y que cuando debían trasladarles de un lugar a otro les obligaban a pasar un un pasillo formado por policías enmascarados y les aporreaban. Les obligaban a cantar el himno nacional a gritar “amo a OMON [los antidisturbios]… “Eso es tortura, recuerda demasiado a las troikas comunistas y a las purgas del NKVD en la década de los 30”, dice Makridenko.
También la familia de Georgi pasó los tres días que el joven estuvo preso sin tener noticias de él y viviendo con el alma en un puño. En la celda 41, un tipo que había estado preso más veces en Okréstino y que ilustró al resto sobre el lugar en el que se encontraban localizó un papelillo escondido en la pared por algún otro recluso con información sobre los guardas y sus turnos que ya no les era útil. Lo usaron para escribir con un palito de madera quemado los teléfonos de sus casas. “El primero que saliese debía llamar a las familias e informar, como cuando te secuestran en las películas. Solo que ahora era real. Demasiado real”, cuenta Kolbanov.
Las autoridades bielorrusas tratan de borrar ahora las evidencias de los malos tratos en Okréstino. Algunos de quienes estuvieron presos allí no tienen documentación de su paso por la prisión. Y cuando las protestas por la brutalidad policial arreciaban, las fuerzas de seguridad subieron a decenas de detenidos en sus furgones y los fueron soltando en distintos puntos de las afueras de Minsk, totalmente desorientados, para que nadie pudiese demostrar dónde habían estado, explica Igor Govoren, voluntario de 53 años. “Los voluntarios íbamos persiguiendo esos furgones en coche para tratar de ver donde llevaban a los detenidos y nos disparaban balas de goma”, cuenta Govorem, uno de las cientos de personas que se presentaron a las puertas de Okréstino para ayudar a los prisioneros y sus familias. “Las fuerzas de seguridad han tenido un comportamiento totalmente caótico y desorganizado. Pienso que estaban tratando de mostrar que son ellos quienes tienen el poder”, explica Govoren, que señala que además del maltrato y la posible condena por participar en “manifestaciones no autorizadas” la mayoría de los detenidos tiene que pagar el equivalente a cinco dólares al día por gastos de manutención en el centro de detención. Y añade: “Pagar por que te maltraten, es el colmo de la vergüenza”.
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