“Nos han tratado como si fuéramos prisioneros de guerra del bando contrario”
Las protestas contra el fraude electoral en Bielorrusia desatan otra oleada represiva y movilizan al Ejército
Alexéi Novak recuerda sus seis días de arresto como una película de terror. Cómo sus 17 compañeros de celda hacían turnos para dormir en uno de los cinco catres de madera de la minúscula celda, con un solo sanitario. La sanguinolenta pared de la entrada del centro de detención de Minsk sobre la que fue apaleado. Los gritos de la chica que yacía en el suelo del furgón en el que les trasladaron mientras los antidisturbios bielorrusos amenazan con violarla. Cómo los hombres enmascarados le aporreaban y le llamaban “maricón”. También el sabor del pan, lo primero que le dieron en tres días. Tembloroso, el programador informático de 36 años cuenta que volvía a casa desde el colegio donde había sido observador electoral independiente cuando fue detenido. Las protestas contra el fraude electoral, al anticipar que el presidente Aleksandr Lukashenko se disponía a reclamar otra jugosa victoria, habían estallado en la capital bielorrusa y los antidisturbios se empleaban a fondo. “Nos han tratado como si fuéramos prisioneros de guerra del bando contrario. Física y psicológicamente ha sido brutal. Y lo que llegará”, dice abrumado.
Para Lukashenko, que se ha mantenido 26 años en el poder, casos como el de Novak, que van aflorando y han desatado la ira de la ciudadanía bielorrusa, son “un montaje”. Pero más de 7.000 detenidos, al menos cuatro muertos y cientos de heridos, además de casi 80 desaparecidos y decenas de testimonios de violencia policial y torturas, están espoleando las enormes protestas por la manipulación electoral y dando cuerpo y vigor a la oposición bielorrusa, que más que una formación estructurada es un movimiento ciudadano. Sobre todo desde que la principal rival de Lukashenko, Svetlana Tijanóvskaya, una exprofesora de inglés que en los últimos años trabajaba en casa cuidando de sus hijos, se marchase a Lituania al sentir amenazada su familia. Al exilio, una triste tradición para la oposición de esta antigua república soviética.
Bielorrusia, con 9,4 millones de habitantes, vive estos días las mayores manifestaciones de su historia. Movilizaciones contra Lukashenko y para exigir nuevas elecciones tras las serias y escandalosas evidencias de manipulación en los comicios presidenciales del pasado día 9. De alta importancia en el tablero geoestratégico por su posición entre Occidente y Rusia, y los vínculos de Lukashenko con el Kremlin, la crisis bielorrusa puede tener repercusiones serias en toda Europa, apunta el analista Artyom Shraibman. Incluso convertirse en detonante y escenario de una nueva guerra fría. Y los actores globales, conscientes, barajan sus cartas.
El líder bielorruso, que durante sus cinco legislaturas consecutivas ha empleado una política de represión firme, no está dispuesto a irse sin pelear. Y lo demuestra. Este sábado, con una gran puesta en escena, vestido de uniforme militar pasando revista a las tropas, insistió en que “resolverá” la situación creada por las protestas. Lukashenko, que ha endurecido el tono y ha empezado a tirar de retórica militarista, ordenó a su ministro de Defensa, Víktor Jrenin, que reaccione ante cualquier violación de la frontera occidental que Bielorrusia comparte con Polonia, Letonia y Lituania. “Les advertimos: si violan la frontera estatal reaccionaremos sin previo aviso”, dijo en la región de Grodno, fronteriza con Polonia, según mostró la televisión estatal. En los últimos días el concepto “guerra civil” también se ha enunciado desde los estamentos de seguridad en los que se sustenta el régimen.
Conocido desde hace décadas como el “último dictador de Europa”, llegó a los comicios de hace dos semanas debilitado. La nefasta gestión de la pandemia de coronavirus —que minimizó y ridiculizó—, la crisis económica del país, que refinancia una vez tras otra su deuda, y el hastío de la población, que cree que cada vez tiene menos oportunidades, le iban a pasar una factura muy alta. Palpando la pérdida de apoyo, Lukashenko, de 65 años, se aprestó a buscar culpables. Primero eligió a Rusia, de cuya dependencia económica se está doliendo después de que Moscú rehusase renovar varios pactos comerciales.
Tras las elecciones y la marea ciudadana en su contra, el líder bielorruso cambió el foco sobre quién era responsable de la crisis. Ahora acusa Occidente de financiar a la oposición, impulsar las protestas y urdir un complot para desalojarle. Eligiendo la retórica favorita del Kremlin de que las “revoluciones” en el espacio post-soviético se impulsan desde Occidente para ganar influencia en lo que considera su patio trasero, Lukashenko pidió ayuda a Moscú y volvió al redil de Vladímir Putin, que por ahora mantiene su apoyo a Bielorrusia, pero que todavía no ha hecho manifestaciones concretas hacia Lukashenko. Además, después del rechazo de los comicios de la Unión Europea, que aprobó nuevas sanciones contra funcionarios del Gobierno esta semana y que dispuso una partida de fondos para apoyar a las víctimas de la brutalidad policial, Lukashenko está furioso.
“Ves que ya están arrastrando aquí a un presidente alternativo; lo están financiando”, dijo este sábado refiriéndose a Tijanóvskaya, que se ha reunido estos días con diplomáticos y mandatarios occidentales y que el lunes podría reunirse con el subsecretario de Estado de Estados Unidos. “El apoyo militar es evidente: hay movimientos de las tropas de la OTAN hacia las fronteras”, recalcó el líder bielorruso ante miembros del Ejército, que por primera vez en 25 años ha movilizado en posición de combate. La Alianza Atlántica lo ha desmentido.
Las amenazas de Lukashenko se respiran en Minsk y otras localidades del país. Tras unos días de descanso, las detenciones se han reanudado. La ciudadanía está tomando el pulso al líder bielorruso. Tratan de ver hasta dónde llegará la nueva oleada represiva. Temen que sea aún más brutal. “Han tratado de educarnos en una mentalidad de esclavos, para impedir que reaccionemos. Ahora que han visto que lo hacemos, reaccionan ellos”, dice Alexéi Novak. El informático, que pasó una temporada en España, de crío, en uno de los programas con familias de acogida para niños afectados por el desastre nuclear de Chernóbil, no ve el momento de abandonar el país. Se reconoce emocionalmente exhausto y traumatizado.
Como Dmitri, de 35 años, arrestado el pasado día 10 y tan golpeado que apenas puede sentarse. Permaneció detenido un día y fue derivado al hospital, donde le trataron por impacto de perdigones y balas de goma y contusiones. Cuenta que pidió el alta voluntaria. No podía digerir lo que le había sucedido. Bielorrusia, que todavía mantiene la pena de muerte y la aplica, ya ha sido duramente criticada en otras ocasiones por sus violaciones de derechos humanos. Ahora, esas denuncias se acumulan en las mesas de las organizaciones de derechos civiles.
En las calles de la capital bielorrusa, vallas blancas esperan para ser desplegadas este domingo, cuando la oposición ha convocado otra gran manifestación. “Tengo miedo de que Lukashenko esté cogiendo impulso para pegar más fuerte, como un animal herido”, comenta Nastya Kudzko, de 23 años, durante una de las simbólicas manifestaciones de mujeres contra Lukashenko. En un país con una ideología muy patriarcal, las mujeres han reclamado un papel principal en las movilizaciones desde el principio, cuando Svetlana Tijanóvskaya, unida a otras dos aliadas, encabezó la oposición frente a un líder que se ha caracterizado por sus comentarios machistas. Vestida de blanco y con flores en el cabello, Kudzko, doctoranda de Físicas, y sus amigas no se pierden una. “No podemos decaer ahora. Aunque haya miedo”, dice. Mientras habla, un hombre vestido de civil pero que presumiblemente es miembro de las fuerzas de seguridad trata de grabar los rostros de quienes protestan.
Las inéditas movilizaciones y el clamor popular pillaron desprevenido a Lukashenko. Antiguo director de un koljoz soviético (granja colectiva), el líder bielorruso que presume de ser campechano y remangarse con el pueblo, se presentó esta semana en una histórica fábrica de tractores de Minsk. Allí le esperaban cientos de trabajadores que le gritaron que dimitiese y exigieron nuevas elecciones. El ambiente hostil descolocó a Lukashenko, a quien sus partidarios llaman batka (padre) y que se considera a sí mismo el padre de la nación. Era insólito. Nadie grita a batka, parecía pensar quien ha sido el primer presidente del país. Y menos los empleados de las fábricas y compañías estatales que siempre han sido la base que nutre su electorado.
Pero las huelgas serias y visibles han durado solo unos días. A la hora del cambio de turno a mediodía en la fábrica de tractores de Minsk, se palpa un silencio incómodo. Algunos trabajadores eluden a los voluntarios del movimiento ciudadano contra Lukashenko que, con un brazalete blanco para ser reconocidos, tratan de repartir folletos sobre los programas de apoyo para quien abandone su puesto de trabajo. Pero el miedo a quedarse sin ingresos y a las represalias es muy grande. Y también otros factores. “Yo vivo bien, no creo que nadie nos dé más beneficios que este presidente”, dice Viktor, de 53 años, que prefiere no dar su apellido. Lleva trabajando 30 años en la planta de tractores, símbolo de Bielorrusia desde los tiempos soviéticos. Gana 600 euros al mes, un salario por encima de la media nacional. Tiene cuatro hijos y cuenta que recibe un bono de las autoridades y que tiene dos pisos gracias a ello.
Sabotaje
Las paradas laborales y las manifestaciones han dado paso así a lo que en Bielorrusia se conoce como “huelga italiana”, que es básicamente el sabotaje. El viernes, alguien dañó una de las máquinas, también la electricidad, durante unas horas en una de las factorías. Este sábado, Lukashenko ordenó al Gobierno cerrar cualquier compañía estatal en la que haya protestas o huelgas. “Si la fábrica no funciona, entonces vamos a poner un candado en la puerta”, dijo. “La gente se calmará y ya veremos entonces a quién traemos para trabajar”, dijo en otro órdago.
Es una de sus jugadas clave. Ya la ha usado en la radiotelevisión pública, donde ha sustituido a los empleados en huelga o que han dimitido por periodistas y técnicos rusos, llegados en masa esta semana. Ahora ocupan puestos clave, comenta un informador que aún permanece en su puesto. Además, las autoridades han bloqueado más de 70 páginas web vinculadas a la oposición, organizaciones de derechos civiles o medios independientes. Y así, poco a poco, trata de recuperar el control.
Lukashenko, apunta Olga Dryndova de la Universidad de Bremen y editora de Belarus-Analysen, mantiene todavía el apoyo del poderoso aparato de seguridad y de la mayoría del funcionariado. Aunque algunos miembros de la élite están empezando a abandonar sus filas. “Y eso es una clave importantísima que puede marcar una pauta”, señala. La situación cambia muy rápidamente.
Mientras tanto, la oposición trata de organizarse y dar un mayor impulso a sus movilizaciones para aprovechar un momento histórico, aunque conforme van digiriendo las amenazas, más ciudadanos temen el futuro. A petición de Tijanóvskaya se ha creado un consejo coordinador que busca marcar el camino hacia la transición. Formado por políticos de la oposición, artistas, representantes sindicales o incluso la premio Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich, reclaman nuevas elecciones y la liberación de los presos políticos. Lukashenko les ha acusado de querer “dañar la seguridad de Bielorrusia” y se ha abierto una causa penal contra ellos.
“No somos la oposición. Somos representantes y la voz de la mayoría de los ciudadanos que están demostrando cuando salen a la calle que están preparados para la democracia, que quieren elecciones limpias y que rechazan la violencia con la que se está tratando a los manifestantes pacíficos”, reclama contundente el diplomático Pavel Latushko en las oficinas que Tijanóvskaya adoptó como cuartel general de su campaña y que ahora hace de sede del comité de transición. Quien fue ministro de Cultura hace unos años y embajador en Francia es uno de esos miembros de la élite de la Administracion de Lukashenko que ahora le han dado la espalda. Latushko, de 47 años, que fue despedido de su puesto como director de un importante teatro estatal de Minsk tras respaldar las protestas, es ahora uno de los rostros visibles del comité. Un órgano, explica, que no quiere “tomar el poder” como dice Lukashenko sino facilitar el diálogo y encontrar una vía para Bielorrusia. “La ciudadanía no va aceptar vivir como antes. Incluso si se logran sofocar estas protestas mañana van a volver a resurgir”, remarca convencido.
La llave rusa al conflicto
Lukashenko ha rechazado cualquier oferta de diálogo por parte de Occidente. “[El presidente francés, Emmanuel] Macron dice que quiere mediar en las negociaciones en Bielorrusia. ¿Me deja ir primero a Francia y mediar con los chalecos amarillos”, ha dicho. La situación es extremadamente volátil, sobre todo, después de que Lukashenko, ahogado por las protestas ciudadanas, reclamase ayuda a Vladímir Putin. El presidente ruso se muestra por ahora reacio a intervenir directamente, aunque Rusia ya ha movilizado efectivos militares y policiales y los mantiene listos en la frontera con Bielorrusia para cualquier circunstancia, según fuentes de Defensa. El Kremlin es consciente de que las protestas bielorrusas se pueden replicar en casa y también de que Lukashenko, sin el apoyo de la mayoría de la ciudadanía, se ha vuelto un aliado tóxico. Pero tampoco tiene un reemplazo. Algunos analistas sostienen que es la oportunidad para que Lukashenko acepte fusionar los dos países en un estado de la Unión, según mencionaba un tratado de 1999, algo a lo que el líder bielorruso se ha resistido hasta ahora.
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