La autoestima recobrada del campesino francés
La primera potencia agrícola de la UE vivía bajo la triple crisis de la alta tasa de suicidios, las críticas de los ecologistas y el miedo de la globalización. ¿La sacará el coronavirus de la depresión?
La agricultura francesa pasaba por un mal momento. Su imagen estaba tocada: los campesinos aparecían como contaminadores por su uso de pesticidas o por el trato a los animales. El temor a la globalización y a la competencia de otros países con controles más laxos agravaba el cuadro. El malestar se traducía, en los casos más extremos, en decisiones personales drásticas: cada día se suicidaba un campesino, o más, según algunas estadísticas.
“Hace unos años, cuando le explicaba a alguien lo que yo hacía en el campo, me decían: ‘Es formidable, extraordinario”, explicaba a principios de año Jean-François Feignon, un agricultor en el municipio de Rivarennes, 300 kilómetros al suroeste de París. El campo, en los tiempos que Feignon evocaba, era atractivo; ya no: se había vuelto antipático. “Ahora les cuento lo mismo y me preguntan por el glifosato. Y duele”, lamentó, en referencia al pesticida útil para matar las malas hierbas, pero señalado por sus posibles efectos en el medioambiente y la salud.
Como tantas otras cosas, todo esto cambió unas semanas después de aquel encuentro, cuando en marzo la pandemia del coronavirus golpeó Francia y otros países europeos. Los franceses, como media humanidad, se confinaron en sus casas. La economía quedó paralizada. Si, en los primeros días, hubo algún temor a que los estantes de los supermercados quedaran vacíos, enseguida se disipó. Los agricultores siguieron trabajando y los alimentos llegando a los hogares.
“Doy las gracias a la Granja-Francia: ha aguantado el golpe y podemos estar orgullosos”, dijo en abril el presidente francés, Emmanuel Macron, durante una visita a Bretaña. “Espero que nuestros conciudadanos se reconcilien con este bello oficio: el de alimentar a la nación”.
Los campesinos, de repente, recobraban un lugar central. “La gente se dio cuenta de que la agricultura era importante”, dice ahora Étienne Fourmont, propietario de una explotación ganadera en las afueras de Viré-en-Champagne, un pueblo cerca de Le Mans. “Sienta bien ver que hay un reconocimiento para nuestro oficio. Algo ha cambiado en las mentalidades”.
La granja se encuentra en un paisaje de verdes praderas, aldeas dispersas y campanarios que rompen la monotonía del horizonte. Una estampa de la Francia eterna. A finales de enero, se leía el siguiente mensaje en uno de los muros: “2020 Abolición”.
Fourmont —38 años, quinta generación de campesinos, dos hijos— explicó ese día que, en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero pasado, alguien —presumiblemente activistas en contra del consumo de carne— escribió el eslogan. Antes, habían pasado por una granja vecina, donde causaron desperfectos en una puerta y pintaron otros eslóganes. “Mi vecino está traumatizado. Su mujer no quiere entrar en la pocilga. Teme encontrar a gente ahí”, explicaba Fourmont.
Así han vivido muchos agricultores estos años, indignados con lo que llaman, con un anglicismo que es un reflejo de que la globalización ha alcanzado la Francia más profunda, el agribashing, literalmente el acoso al agricultor. El trasfondo es la reclamación, por parte de los consumidores, de una agricultura más sana y ética.
“El ciudadano pide una transición hacia una agricultura biológica con menos productos fitosanitarios y menos abonos, y hay que escucharlo e intentar responder a esta demanda”, decía, por las mismas fechas de la visita a Fourmont, el diputado Jean-Baptiste Moreau, 42 años, miembro de La República en marcha, el partido de Macron, y agricultor. “El problema es que, al responder a esta demanda, disminuyen los rendimientos y, por tanto, las cantidades producidas. Y una disminución de las cantidades producidas significa que habrá que reemplazarlas por otras, a menos que seamos adeptos al decrecimiento y vayamos a comer cada vez menos, lo que no estoy seguro de que queramos ni que sea deseable”, argumentaba Moreau al volante del Peugeot que le llevaba de París a su granja en el departamento de Creuse, en el centro de Francia.
Las alternativas, según Moreau, serían reforzar la agricultura autóctona o, en el caso contrario asumir el riesgo de una pérdida de autonomía de Europa. Este es, también, el debate sobre los tratados comerciales: Moreau votó a favor del CETA, con Canadá, en la Asamblea Nacional, pero rechaza el acuerdo con Mercosur, al considerar que la carne argentina y brasileña no es homologable a la europea.
“La agricultura siempre ha sido estratégica”, argumenta. “Hasta prueba de lo contrario, y hasta que nos alimentemos con pastillas sintéticas, estamos obligados a comer para vivir. Y renunciar a la autonomía significa depender de otras potencias para alimentarse”. El diputado-campesino va más allá: "Siempre habrá riesgo de crisis y guerras. Y si dependes de otro país para alimentarte, el día que haya un conflicto o que este país decida dejar de exportar, ¿qué hacemos?”
Cuatro meses después, Moreau considera que el coronavirus ha confirmado su diagnóstico. Las declaraciones de Macron, durante la crisis, en defensa de la soberanía francesa y europea van en el mismo sentido. “Delegar en otros nuestra alimentación, nuestra protección, nuestra capacidad de cuidar de nuestro marco de vida es una locura”, dijo el presidente en marzo al decretar el confinamiento.
Pero todo es más complejo. Como ha recordado Christiane Lambert, presidenta del sindicato agrícola FNSEA, “hablar de soberanía alimentaria francesa es una visión limitada”. “Piensen en las naranjas, la piña, el té o el café”, añadió en declaraciones recogidas por Le Monde.
No es el fin del libre comercio, opción que quizá no convenga a una agricultura que en parte depende de las importaciones, como la francesa. Mientras la pandemia se expandía por medio mundo, la UE concluía un acuerdo de libre cambio con México que solivianta al diputado Moreau.
La idea de un regreso masivo a lo rural o de una autosuficiencia también quedó desmentida con la operación para que los urbanitas desocupados a causa del confinamiento fuesen a trabajar al campo: de las 300.000 candidaturas iniciales, 45.000 acabaron contratados, según el diario L’Opinion. Las condiciones laborales era demasiado duras o la preparación insuficiente. Y, si el cambio climático y la ecología deben ser una prioridad en el mundo postcovid-19, es posible que las críticas al productivismo y a los pesticidas regresen rápido.
No está claro, tampoco, que el reconocimiento social y la inyección de moral perduren. El ejemplo más mediatizado de esta desmoralización eran los suicidios. Más de un campesino francés se suicidaba cada día: 605 en 2015, según las últimas cifras publicadas por la Mutua Social Agrícola. La cifra, similares en los últimos años, refleja un riesgo de suicidio superior en un 12,6% al resto de la población. El suicidio agrícola, retratado en películas de éxito como Au nom de la terre (En nombre de la tierra, 2019), responde a la angustia económica por las deudas y las caídas de ingresos, a la soledad de los hombres, a las dificultades del cambio generacional o a la intensidad de un empleo que lleva fenómenos como el burn-out —el agotamiento que suele asociarse a la vida urbana— al mundo campestre.
Patrick Maurin hizo de ello su causa después de que en diciembre 2008 un amigo suyo de infancia, ganadero en el suroeste de Francia, se disparase un tiro al corazón. El mismo día había recibido una carta del juzgado anunciándole el embargo de sus vacas para saldar una deuda.
La muerte de su amigo Christian —Maurin prefiere que no se conozca el apellido— le descubrió una realidad poco conocida. Un tabú, dice.
“Me dije que tenía que hacer algo”, explicaba en enero ante un pot-au-feu —cocido típico francés— y un vino de la tierra en su casa de Marmande, a una hora en tren de Burdeos, cerca del lugar donde murió Christian. Una vez jubilado, se puso en marcha.
En 2016, equipado con una mochila, una boina y un bastón de peregrino, empezó a recorrer Francia a pie. Unos 2.000 kilómetros en total, en varias etapas y en un periodo de tres años, hasta 2019. Iba de pueblo en pueblo, hablaba con los campesinos, recogía en un cuaderno sus experiencias. En París llegó a reunirse con el presidente, Emmanuel Macron, y le entregó el cuaderno.
La próxima etapa debía llevarle a finales de marzo al santuario milagroso de Lourdes. El objetivo era “interpelar a las autoridades religiosas” sobre los suicidios de campesinos. El virus le obligó a suspender el viaje.
Núcleo de la identidad nacional
La agricultura francesa vive amenazada por la falta de recambio generacional: en 1980 representaba un 12% del empleo en Francia; ahora es el 5,5%, según un informe del Senado de 2019. Un tercio de agricultores tiene 55 años o más. Es un sector líder en la Unión Europea: el 17% de la producción es francesa y la agricultura cubre la mitad de territorio. Y es primer receptor de fondos de la PAC, la política agrícola común de la UE, partida que engulle más del 40% del presupuesto comunitario. Por eso mismo, Francia vive con más angustia la perspectiva de su revisión.
En la Francia del malestar social, las quejas de los agricultores son comunes con otros sectores. Pero con una diferencia: el agricultor francés tiene aquí un estatus particular, ligado a la identidad nacional. La agricultura son las raíces, el paisaje, la gastronomía, tan ligadas a lo francés como la literatura o las gestas históricas. Sus angustias e incertidumbres —los suicidios, pero también las críticas por los efectos de su industria en el medio ambiente, la inquietud por los tratados comerciales, los efectos de la despoblación rural y la sensación de vivir el fin de una civilización— se convierten fácilmente en angustias nacionales. Tocan algo profundo.
“Históricamente Francia es el gran país agrícola de Europa. Cuando se creó la Política Agrícola Común [PAC, en los años sesenta], se decía que la industria es Alemania y la agricultura es Francia”, recuerda el economista Vincent Chatellier, presidente de la Sociedad Francesa de la Economía Rural. “Ahora nos damos cuenta de que, no solo la industria no es Francia, sino que la agricultura es menos Francia que antes”.