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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo único sorprendente es que haya tardado tanto

Los estadounidenses llevamos desde 2016 hablando de una guerra civil fría

Disturbios en Estados Unidos por la muerte de George Floyd
Protesta por la muerte de George Floyd, el viernes en Nueva York.ANGELA WEISS (AFP)
Susan Neiman

Por supuesto que las imágenes de violencia que atraviesan las ciudades de Estados Unidos no van a resolver nada. Al contrario. La última vez que vimos revueltas parecidas fue en 1968, y entonces ayudaron a Richard Nixon a ganar las elecciones. No solo eso. Hay perspectivas aún peores que otorgar un nuevo mandato al actual presidente. Los estadounidenses llevamos desde 2016 hablando de una guerra civil fría. Si la situación se calienta, la derecha tiene más armas.

De todas maneras, todavía no sabemos muy bien quién está detrás de los actos violentos. Los historiadores demostraron hace tiempo que la violencia contra la que Nixon manifestó su rechazo partió también del Gobierno. Los archivos del FBI ponen de manifiesto que, en aquellos años, individuos ajenos a grupos como Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS) o los Panteras Negras se infiltraron en ellos no solo para obtener información, sino también para provocar acciones violentas. Lo único que podemos saber en estos momentos es que grupos independientes de blancos armados vestidos de negro van a las manifestaciones con esa misma intención, y que están bien organizados en las redes sociales. El jefe de la Policía de Nueva York ha llegado a publicar vídeos en los que enseña cómo distinguir a los manifestantes de los saqueadores. Donald Trump responsabiliza de la violencia a una imprecisa Antifa. Pero, como todo el mundo sabe, su fuente de información es Fox News, y las peores imágenes que he visto muestran cómo la policía disuelve a la fuerza una manifestación pacífica para que Trump pueda posar con una Biblia.

Por supuesto, también hay manifestantes que queman coches de policía y destrozan escaparates en respuesta a la violencia demasiado habitual contra las personas. Si han estallado las protestas ha sido porque George Floyd y Breonna Taylor no son sino los últimos de una larga lista de negros víctimas de la violencia de los blancos. El precario estado de salud responsable de que los negros enfermen de covid-19 tres veces más que los blancos contribuye a ello. Pero el problema de fondo no es este, ni tampoco la esclavitud de los negros, que acabó hace 155 años. El problema de fondo es el falseamiento de la historia.

Al contrario que otros países, Estados Unidos no se construyó sobre la base de la etnia ni del pueblo, sino de unos ideales. “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son iguales”, afirma la Declaración de Independencia, como cualquier niño estadounidense sabe. Durante mucho tiempo se ocultó que los hombres que la redactaron tenían esclavos. La fiesta más querida de los estadounidenses es Acción de Gracias. En ella se expresa el agradecimiento no solo al Creador, sino también a los indios, sin cuya ayuda los primeros europeos no hubiesen sobrevivido. Las películas de Hollywood, encargadas de demonizarlos, encubrieron el verdadero “agradecimiento” que estos recibieron.

La guerra civil no se podía borrar de la historia. En ella murieron más soldados estadounidenses que en todas las demás guerras del país juntas, y sus consecuencias están cada vez más a la vista. Pero ¿por qué hubo una guerra civil entre 1861 y 1865?

Es una pregunta a la que tienen que responder los emigrantes en su examen para obtener la nacionalidad. Es la única pregunta que admite dos respuestas completamente distintas. Quien da la respuesta del Norte, acierta: la causa fue la abolición de la esclavitud. Pero también acierta quien marca la respuesta del Sur: se luchó para defender el federalismo, es decir, los derechos de los Estados individuales. La explicación omite de qué derechos se habla, a pesar de que la declaración de guerra lo enunciaba claramente. La Confederación mandó a sus hijos al frente para que defendiesen el derecho a esclavizar a otros seres humanos.

Acabada la guerra, al comenzar el breve periodo de la reconstrucción, se prohibió la esclavitud. El recuerdo de las verdaderas causas del conflicto permanecía vivo, y los reconstruccionistas radicales lucharon para conseguir más derechos civiles para los libertos afroamericanos. Estos no tardaron en obtener el derecho al voto. Los diputados negros ocuparon sus escaños en Washington, y hubo un reparto de pequeñas granjas como reparación por el tiempo de esclavitud. Aparecieron instituciones sociales, como colegios públicos y orfanatos, abiertas a toda la ciudadanía. Abraham Lincoln fue asesinado no solo por abolir la esclavitud, sino por ser partidario de reconocer más derechos civiles a los negros. Así lo proclamó el autor del atentado. Pero los reconstruccionistas radicales habían perdido el poder en el Congreso y los sucesores de Lincoln no dieron importancia a los derechos de los negros. A fin de ganar las elecciones de 1877, Rutherford Hayes prometió retirar las tropas federales que ocupaban el Sur desde la guerra. Con la retirada llegaron las llamadas Leyes Negras, que privaron de derechos a los afroamericanos, y también el Ku Klux Klan para salvaguardar la privación.

Yo nací en el Sur, en un mundo en el que estaba prohibido que los niños negros y blancos se bañasen juntos. A pesar de ello, no tenía la menor idea de cómo habían sido los años transcurridos entre el final de la guerra y el comienzo del movimiento a favor de los derechos civiles, que se suele datar en 1955. Aunque había visto con mis propios ojos la segregación racial, al igual que la mayoría de los estadounidenses blancos poco sabía del terror que reinó en los años que siguieron a la guerra. Mi ignorancia no era gratuita: la época en la que el terror contra los negros no era la norma, sino la ley, se conoce con el eufemístico nombre de Jim Crow. Y duró mucho. En 1951, una delegación de eclesiásticos portadora de una carta de Albert Einstein, cuya salud por entonces estaba deteriorada, visitó la Casa Blanca con el propósito de convencer a Harry Truman de que prestase su apoyo a una ley federal contra los linchamientos. Truman rechazó la petición argumentando que sería peligroso políticamente. En opinión de las jóvenes afroamericanas fundadoras de Black Lives Matter, los ataques policiales contra los negros forman parte de una tradición del linchamiento sólidamente arraigada.

Por cierto: el linchamiento no se practicó solo en el Sur, y la ideología de la Confederación está extendida por todo Estados Unidos. Cuando, en febrero, la surcoreana Parásitos ganó el Oscar, Trump preguntó en Twitter por qué no había buenas películas estadounidenses como Lo que el viento se llevó. Aunque Trump es neoyorquino, me cuesta creer que no sepa que el largometraje no solo idealiza la situación en los estados del Sur, sino que glorifica al Ku Klux Klan. Los manifestantes que hace poco protestaban en el Estado norteño de Michigan contra las medidas frente a la pandemia llevaban banderas de la Confederación. Aún hoy se sigue recelando de todo lo que proceda de Washington como producto de la Reconstrucción. Si se quiere entender la oposición a la reforma de la sanidad de Obama, hay que entender la guerra civil.

Aunque el Sur perdió la guerra, salió victorioso en el relato de esta gracias a los esfuerzos de dos asociaciones hermanas: Hijos de la Confederación e Hijas de la Confederación. Los hijos y los hijos de los hijos de los soldados que arriesgaron o incluso dieron su vida para defender la esclavitud se ocuparon de escribir la historia oficial. Sembraron el país de monumentos a sus héroes caídos y demonizaron la reconstrucción. La recién creada industria cinematográfica les prestó su apoyo produciendo no solo Lo que el viento se llevó, sino centenares de películas que glorificaban a los rebeldes de los Estados del Sur. También la Casa Blanca los escuchó. Después de la Primera Guerra Mundial, Woodrow Wilson abogó a favor de los derechos de las minorías europeas, pero en su propio país calificó al Ku Klux Klan de “defensores de la nación aria”. Numerosas fuentes alimentaron el mito de la Causa Perdida, una historia bélica en la que los nobles y valerosos sudistas, que lo único que pretendían era defender su patria, fueron aplastados por los yanquis, más numerosos que ellos. Sus hombres fueron heridos o hechos prisioneros, sus mujeres sufrieron vejaciones, sus hijos pasaron hambre, sus ciudades quedaron reducidas a cenizas. Para colmo, los vulgares yanquis tuvieron el atrevimiento de echarles a ellos la culpa de la guerra.

En 2015, Estados Unidos puso en marcha su propia revisión del pasado cuando el asesino de nueve negros que asistían a una ceremonia religiosa reconoció, posando detrás de una bandera confederada, que quería desencadenar una guerra racial. Barack Obama habló en el funeral celebrado en Charleston e hizo un llamamiento al país en el que pedía que esa bandera fuese arriada por fin. Los gobernadores de Carolina del Sur y Alabama, donde aún ondeaba, le hicieron caso, y los principales grandes almacenes del país se comprometieron a no seguir vendiendo símbolos de la Confederación. Algo nuevo había empezado, y yo quería contribuir a ello, sobre todo dada mi condición de judía estadounidense que desde 1982 pasa la mayor parte del tiempo en Berlín y ha vivido de cerca las dificultades que ha comportado la recuperación de la memoria histórica alemana, el antisemitismo y el filosemitismo. A pesar de todo, me siguen impresionando los logros de este país, muy superiores a los de Estados Unidos.

¿Se pueden comparar las historias? Las diferencias son fáciles de enumerar, pero quienes piensan que los crímenes nazis no se deben comparar, parece que han olvidado con qué frecuencia en nuestro país no solo se compara, sino que se equipara. ¿Cuántas veces se habla de las “dos dictaduras alemanas”? En mi opinión, esta equiparación es fundamentalmente errónea. No obstante, las comparaciones son posibles, desde luego, y a veces necesarias. La novela de Toni Morrison sobre la esclavitud está dedicada “a los 60 millones”. Nadie sabe exactamente cuántos africanos fueron asesinados a lo largo de ese tiempo, pero existe abundante documentación sobre las distintas formas de muerte y tortura. En los últimos años, los historiadores también han intentado llenar los 90 años de vacío de la memoria estadounidense con estudios que muestran que la esclavitud continuó hasta 1964 por otros medios.

Entiendo muy bien por qué los alemanes ilustrados se niegan a comparar los crímenes nazis. Al fin y al cabo, una de las estrategias de exculpación nazi, tanto antes como después de la guerra, consistió en utilizar el genocidio de la población nativa estadounidense para legitimar el empeño alemán de ganar espacio vital en el Este. Coincido con la sabia máxima del pensador búlgaro Tzvetan Todorov, según la cual los alemanes tienen que llamar la atención sobre la singularidad del Holocausto, y los judíos, sobre su universalidad. La paradoja solo es aparente. Los alemanes que insisten en la universalidad del crimen suelen perseguir la exculpación; los judíos, asumir también la responsabilidad de otros crímenes.

Así que pasé medio año en el Sur profundo para investigar in situ tanto el falseamiento de la historia como el pensamiento ilustrado. El título del proyecto era Learning from Germans. Cuando empecé mi trabajo en 2016, muchos estadounidenses lo rechazaron con horror. Tres años después, cuando presenté el libro en Estados Unidos, nadie se escandalizó. Donald Trump, cuyos seguidores no solo agitan los símbolos de los Estados del Sur, sino también la cruz gamada, ha mostrado al país que los nazis no son un problema exclusivamente alemán. A los estadounidenses que se esfuerzan por recuperar la memoria histórica les sorprendió y les alivió a partes iguales que los alemanes también hubiesen necesitado tanto tiempo para cambiar su perspectiva histórica. Cuando el libro se publicó en alemán, fueron los alemanes los contrariados con el título. Incluso quienes estaban dispuestos a permitir las comparaciones, dudaban de la eficacia de la política de memoria de su país. A la vista del ascenso de Alternativa para Alemania o del terrorismo de ultraderecha en Halle o en Hanau, ¿no habría que pensar que el reexamen crítico del pasado había fracasado?

La época del terror estadounidense que siguió a la reconstrucción fue el retroceso de los blancos, que no querían renunciar a su posición dominante, y de quienes no hicieron nada por enfrentarse a los terroristas. Poco después de la victoria de Trump conocí en Alabama a un viejo activista pro derechos civiles, compañero de Martin Luther King. En su opinión, estamos viviendo el final de una segunda reconstrucción. La carrera política de Donald Trump empezó intentando desacreditar a Obama por ser africano, y su lema “la Casa Blanca debe seguir siendo blanca” fue un revés al presidente negro que desempeñó su cargo con tanta dignidad e inteligencia. Pero no debemos desesperar, insistía el activista. Tenemos que ponernos a trabajar. De hecho, el proceso estadounidense de reexamen del pasado ha seguido durante el mandato de Trump. En Alabama se ha inaugurado el magnífico monumento nacional en recuerdo de los linchamientos, el Congreso ha iniciado los debates sobre las reparaciones por el tiempo de esclavitud, y The New York Times desarrolló el Proyecto 1619, un amplio intento de reinterpretar la historia estadounidense desde el punto de vista de la esclavitud. Sin embargo, ante la amenaza de una guerra civil, ¿basta con estos intentos?

Cuando Los Ángeles empezó a arder, mi hija, que trabaja allí, me mandó un mensaje: “Si lees las noticias, me encuentro bien. Hay toque de queda y estoy en casa”. “Gracias”, le respondí yo. “No salgas”. Más tarde me avergoncé de ello. Si yo estuviese ahora en Estados Unidos, saldría a la calle. Sin cócteles molotov, pero también sin lamentar que ardiese la sede central de Hijas de la Confederación. Cuando la llamé por teléfono, mi hija ya estaba participando en la organización de protestas blancas pacíficas para que los negros, que corren más peligro, pudiesen quedarse en casa. ¿Es demasiado tarde, sobre todo con este presidente? La situación nunca había sido tan precaria.

Mi esperanza se funda ahora en los numerosos policías blancos y negros que se arrodillan en la calle en solidaridad con los manifestantes, aunque no con todos los excesos que los acompañan. La historia estadounidense siempre ha estado llena de hombres y mujeres que han luchado para que los ideales del país se hiciesen realidad. Ojalá prevalezcan.

Susan Neiman es filósofa estadounidense, actualmente directora del Einstein Forum en Potsdam (Alemania). Su último libro es Learning from the Germans: Race and the Memory of Evil, sobre la forma en que alemanes y estadounidenses se han enfrentado a su pasado racista.

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