Las fortalezas del candidato Biden son también sus debilidades
La experiencia, la empatía y un mensaje de vuelta a la normalidad de la era Obama son las grandes bazas del demócrata, pero también pueden ser su lastre
La humanidad, la empatía en la aflicción, ¿suman o restan? Casi medio siglo de carrera política, ¿es un bagaje o un lastre? Y la capacidad de tender puentes, de llegar a acuerdos con los rivales políticos, ¿constituye una virtud o un defecto en tiempos de polarización y de culto a la pureza ideológica? La candidatura presidencial del demócrata Joe Biden, garantizada la semana pasada tras la retirada de su último rival en las primarias, Bernie Sanders, brindará una oportunidad para comprobarlo.
El próximo 3 de noviembre, en un país arrastrado a una crisis brutal por la pandemia del coronavirus, un hombre blanco de 77 años, ajeno a la savia nueva que ha transformado su partido, se enfrentará a la furia de Donald Trump con una serie de bazas que son, a la vez, sus debilidades y sus fortalezas.
Marcado por las pérdidas
El 7 de noviembre de 1972, el republicano Richard Nixon lograba su reelección con una victoria aplastante. En medio de la debacle demócrata, un casi desconocido Joseph Robinette Biden, de 29 años, ganaba un escaño por Delaware en el Senado, por la mínima y contra pronóstico. La alegría le duraría poco al joven abogado.
Unas semanas después, cuando él se encontraba en Washington formando su equipo, un camión se llevaba por delante al coche familiar en una carretera de Delaware. Su primera esposa, Neilia, y su hija Naomi, de apenas un año, fallecían en el acto. Sus hijos Beau y Hunter, de tres y dos años, resultaban heridos. Joe Biden no se separó de sus hijos hasta que salieron del hospital. Allí mismo, en la habitación donde se recuperaban sus pequeños, juró su cargo de senador de Estados Unidos.
En 2015, un cáncer de cerebro se llevó a su hijo Beau, con 46 años, entonces una estrella emergente del Partido Demócrata. Antes de morir, le hizo prometer a su padre que seguiría adelante y no se hundiría. Una promesa que daría título a sus memorias (Prométeme, papá) en 2017.
La dura historia personal del candidato, que a punto estuvo de acabar con su carrera política, genera empatía en el electorado. Se ha visto en la campaña. No arrastraba multitudes. No despertaba entusiasmo. Pero cuando conectaba con sus votantes, lo hacía de una manera más personal e intensa que nadie.
Dos sonadas derrotas
La política, para Biden, ha sido una especie de catarsis. Una manera de reivindicar, ante la gente y ante sí mismo, que sigue adelante a pesar de todo. Pero también aquí ha sufrido duros golpes. Perdió dos carreras presidenciales. La primera, en 1987, fue un auténtico desastre que terminó entre bochornosas acusaciones de plagiar discursos. Pasó 20 años reconstruyendo su reputación y en su segundo intento, en 2008, cayó ante el poder del establishment que arropaba a Hillary Clinton y el carisma de Barack Obama.
La vida pública y privada de Biden se define, en buena medida, por todo lo que ha perdido. Durante décadas, Estados Unidos le ha visto perder. Sus fracasadas carreras presidenciales son artillería para un presidente como Trump, encarnación del típico abusón de colegio que divide el mundo entre ganadores y perdedores. Pero perder y saber sobreponerse conecta con el espíritu del país. “No hay nada más estadounidense que esa fuerza, extraída de la fe y del sentimiento de deber, para no rendirse nunca”, decía Blake Muller, trabajador de una empresa química de 50 años, en un acto al inicio de la campaña.
Medio siglo de experiencia. “Lleva mucho tiempo por aquí, y eso le convierte en el candidato ideal. Si llega a la Casa Blanca, estará preparado desde el día uno. No necesita un rodaje para unir al país y recuperar el liderazgo internacional perdido”, defendía Dawn Musgrove, cocinera de 55 años, en un encuentro con votantes en Iowa. El argumento se repite entre sus seguidores. Ocho años de vicepresidente, 36 de senador. Ningún candidato ha podido exhibir un bagaje comparable. Pero esa misma experiencia pública ha generado una hemeroteca llena de artillería para sus detractores. En 1991, durante las audiencias por la nominación del juez del Supremo Clarence Thomas, Biden presidió el panel compuesto solo por hombres que trató con condescendencia a Anita Hill, cuando acusaba al juez de acoso sexual. El senador votó a favor de la desregulación de la banca y de la guerra en Irak. Joe Biden, defienden sus críticos, ha formado parte de cada uno de los errores que han cometido los demócratas en las últimas décadas.
Obama buscó un hombre mayor con peso político para completar su ticket, y ofreció a Biden la vicepresidencia. Biden llevó temas importantes en la Administración. Entre ellos, el control de armas o la Ley de Reinversión y Recuperación de 2009, tras la gran crisis financiera. En mayo de 2012 se pronunció a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo, forzando a Obama a anunciar su cambio de postura días después. También se encargó de espinosos asuntos de política internacional, como Ucrania, que acabaría deparándole problemas. Su hijo Hunter, de vida atribulada, trabajó para la empresa ucrania de gas Burisma, mientras su padre lideraba los esfuerzos por combatir la corrupción en el país exsoviético. La voluntad de investigar sus andanzas, de manera poco ortodoxa, fue lo que llevó a Donald Trump al impeachment del que salió exonerado a comienzos de este año. No hay pruebas de mala conducta, pero pocos dudan de que los generosos honorarios por este y otros trabajos de lobby de Hunter Biden pagaban también el peso de su apellido. Una incómoda mácula para una carrera presidencial, que ha explotado y sin duda explotará Trump.
El vendedor de nostalgia
El eslogan de su campaña no deja lugar a equívocos: “Recuperar el alma de la nación”. Poco más. Lo que vende Joe Biden es una vuelta al pasado. Las mayores ovaciones en sus mítines llegan cuando menciona a Obama. Para sus críticos, Biden no vende más que un plato de sobras. Pero muchos votantes demócratas, especialmente los afroamericanos, citan su relación con el expresidente y la nostalgia por aquella Administración como principal argumento de su apoyo a Biden.
Hay políticas concretas que tratará de implementar, qué duda cabe, pero en lo que hace hincapié Biden es en que persigue algo más grande que eso. Busca recuperar los valores del país que el trumpismo ha corrompido. Un argumento razonable para apelar a una mayoría que valora negativamente la gestión del presidente, pero acaso insuficiente para movilizar a una parte de la población que ya antes se sentía abandonada y demanda una ruptura como la que encarnó Trump o la que ofrecía Sanders. La crisis del coronavirus puede haber cambiado las cosas. Nada hay que deseen más los estadounidenses hoy que volver a la normalidad. La pandemia le ha brindado a Biden la oportunidad de virar su mensaje de lo abstracto a lo concreto.
Un tipo normal y (demasiado) cercano
La familia de Biden nunca cayó en la pobreza, pero tampoco sorteó sus embestidas. Antes de instalarse en Delaware como vendedor de coches, su padre tuvo problemas para mantener a la familia, y en un momento dado tuvieron que irse a vivir con los abuelos maternos. Meter al “Joe de clase media” en su ticket ayudó a Obama a ampliar sus apoyos. Biden no tiene la destreza para hablar en público del último presidente demócrata. En los debates se equivoca, mete la pata y se traba, un legado de la tartamudez que venció de niño. David Axelrod, estratega político de Obama, definió a Biden en la revista Time como “un candidato de porcelana, al que no hay que exponer mucho”. Pero esa fragilidad tiene también cierto encanto entre un electorado cansado de políticos que parecen fabricados en serie.
Una baza de Biden es presentarse como un hombre cercano. Pero esa calidez posee también su delicado reverso. Al poco de arrancar esta última carrera presidencial, tuvo que defenderse de acusaciones de contactos físicos no solicitados en sus interacciones con mujeres votantes. Él se disculpó y alegó que es una persona empática, pero admitió que los estándares han cambiado. El episodio subrayó de nuevo su distancia de los valores del progresismo moderno.
Un político pragmático
Biden ha destacado por su habilidad para negociar con sus rivales republicanos. Algo clave en un sistema como el estadounidense, en el que solo con grandes consensos (o con aplastantes mayorías en el Capitolio, hoy improbables) se logran transformaciones significativas. Pero esa misma capacidad de llegar a acuerdos, particularmente cuando la contraparte es alguien tan turbio como el segregacionista Jesse Helms, ha dado argumentos a sus críticos en el sector progresista.
“No solo hay que pelear”, defiende Biden en sus mítines, “también hay que curar”. Cree firmemente en el valor del consenso e insiste en buscar puntos de encuentro con los republicanos. No es la estrategia predilecta de quienes quieren una revolución, pero puede serle útil en Estados clave con votantes moderados. Y es parte de la seducción de Biden entre el grueso del electorado demócrata, para el que impedir un segundo mandato de Trump constituye la prioridad absoluta.
Una mujer vicepresidenta para la Casa Blanca
El exvicepresidente demócrata asegura que baraja entre media y una docena de candidatas a ocupar el puesto que él desempeñó durante la Administración de Barack Obama, y que su intención es anunciar su nombre mucho antes de la convención del partido en verano. “Necesitaré una mujer que tenga capacidades, fortalezas, donde yo tengo debilidades”, dijo Biden la semana pasada.
Entre los nombres que más suenan están los de tres de sus rivales en las primarias: las senadoras Kamala Harris, Elizabeth Warren y Amy Klobuchar. Harris, legisladora por California de 55 años, fue amiga del hijo mayor del candidato y comparte la ideología centrista con Biden. Hija de inmigrantes jamaicano e india, incorporarla al 'ticket' podría aportar diversidad. Pero algunos en el equipo de Biden aún guardan rencor a Harris por sus ataques al candidato en los debates.
La izquierdista Warren, de 70 años, la mujer que más lejos llegó en las primarias, apoyó a Biden esta semana. A pesar de sus diferencias ideológicas, la senadora no dudó en responder afirmativamente a la pregunta de si sería su vicepresidenta. Podría ayudar a Biden a movilizar al sector más progresista del partido. La centrista Klobuchar, de 59 años, senadora por Minesota, fue una de las candidatas que le apoyó la víspera del Supermartes —día clave en las primarias—, y puede presumir de haberse impuesto a los republicanos en muchos condados que votaron por Donald Trump en 2016.
Desde hace tiempo se habla de las opciones como candidata a la vicepresidencia de Stacey Abrams, de 46 años, exlegisladora de Georgia. En 2018 perdió su carrera a gobernadora del Estado, pero ganó relevancia nacional. Afroamericana de un Estado del sur profundo, y activista contra las prácticas dirigidas a dificultar el voto de las minorías, Abrams generaría entusiasmo, pero la falta de experiencia política es su debilidad.
Entre los nombres que ha mencionado explícitamente Biden está el de la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer, a la que el candidato se refirió como “una de las personas más talentosas del país”. Michigan es un Estado importante para lograr la victoria demócrata, y la lucha contra el coronavirus ha convertido a la gobernadora en una estrella emergente. Otra gobernadora, la de Nuevo México, también suena en las quinielas. A sus 60 años, Michelle Luján Grisham se convirtió en 2018 en la primera latina en ostentar la máxima autoridad de un Estado. Antes fue congresista, muy crítica con la política migratoria de Trump. Catherine Cortez Masto, de 56 años, la primera latina elegida al Senado de Estados Unidos, es una candidata fiel a Biden y también fortalecería su apoyo entre un electorado latino que apoyó mayoritariamente a Bernie Sanders en las primarias.
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